Hace más de veinte años, cuando leí La fatal arrogancia, la última publicación importante de Hayek,
quedé absolutamente fascinado. No mucho después, murió, y desde entonces no he
dejado de pensar que su premio Nobel es uno de los más merecidos de la historia
de ese galardón, si no el que más. Hayek era un economista político, en toda la
acepción del término. Nunca se preocupó por lo adecuado o inadecuado de los
estadísticos de una serie temporal; es más, pensaba que eso son ejercicios
inútiles, que nublan nuestra visión de la realidad. Diría incluso más. Hayek
fue, más que un economista (en el sentido de Alfred Marshall, que tanto hizo
por la profesionalización de la Economía como por la dilución del conocimiento
económico en matemáticas de segunda) fue un filósofo. También Adam Smith se consideró siempre un filósofo más que otra cosa.
El gran descubrimiento de Hayek fue la descripción del
mercado como un “orden espontáneo”. Fíjense bien: el mercado era, para Hayek,
un orden que se establece, se regula y se reproduce por sí mismo. En esto, Hayek
se distancia de los clásicos; para Adam Smith, por ejemplo, el mercado era
producto de la innata propensión del ser humano a intercambiar y comerciar.
Allí donde los clásicos podrían ser tachados de “platónicos” (lo que es innato
es descubierto por introspección, análoga a la anamnesis socrática), Hayek se
presenta como un verdadero estoico, en la mejor tradición de Cicerón, entre los
antiguos, y de Edmund Burke, entre los modernos. Los estoicos creen que la
felicidad del mayor número se consigue sólo mediante instituciones que se
asemejen, en su diseño y funcionamiento, a lo que es natural; la naturaleza
viene a ser el modelo de lo social. Esas instituciones, ya sea en la Roma
clásica, en la Inglaterra del siglo XVIII o en la globalización actual, no
surgen de la noche a la mañana, porque no son innatas en el ser humano, como
descubrió el FMI en la transición de los países del Este de Europa al régimen
de mercado. El funcionamiento del mercado es un conocimiento, como otro
cualquiera, que se aprende; no es necesario estudiar ninguna teoría para
aprenderlo: basta con actuar en el mercado. O sea, es un conocimiento de ésos
que los japoneses del KM (Knowledge Management) llamarían “implícito”.
Lo adquirimos sin darnos cuenta. Ese conocimiento ha evolucionado desde los
albores de la civilización, con pequeñas mejoras, de las que apenas eran
tampoco conscientes quienes las introducían: no pretendían pasar a la
posteridad; tan sólo les importaba ganar dinero con ellas. Los demás las
copiaban, esperando ganar el mismo dinero. Así, el mercado ha ido progresando
con el paso de los siglos, hasta constituir un orden espontáneo, es decir, un
orden que se sostiene sólo con que los que actúan en él continúen haciéndolo de
una forma “correcta”. Aquí es donde Hayek, como buen “austriaco”, se separa
radicalmente de los estatistas, por “liberales” que sean, quienes opinan que es
necesaria la acción reguladora del gobierno para sostener el orden de mercado.
¿Cuál es el problema? Junto a la clase de actuaciones “correctas”,
que sostienen y hacen progresar el mercado (al tiempo que les proporciona
beneficios, claro está), los agentes aprenden también actuaciones “incorrectas”,
tramposas y perjudiciales al mercado; actuaciones que reducen la libertad y por
tanto la eficiencia del mercado. Cuando no se pone freno a esas actuaciones
restrictivas, puede llegar a ocurrir que el mercado no ofrezca ninguna ventaja
sobre cualquier economía organizada con arreglo a criterios paternalistas. El
monopolio conduce a la tiranía, y la tiranía convierte la libertad en
servidumbre.
Hasta aquí, el discurso de Hayek es impecable. ¿Cuál es su punto
débil? Que él sólo ve amenazas al mercado por el lado del gobierno, que son
desde luego las amenazas más obvias; se le escapan, no obstante, las amenazas
al mercado que provienen de la falta generalizada de escrúpulos de los agentes
del mercado, del exceso de actuaciones “incorrectas” de éstos. Para Hayek, la
tarea del filósofo es doble. Por un lado, debe predicar sin descanso contra los
peligros de la estatización, que sofoca la capacidad expansiva del mercado. Por
otro, ha de propugnar una moral
capitalista, que se abstenga de interferir en los mecanismos de mercado por
medio de actuaciones que ponen obstáculo al funcionamiento de éste. Su énfasis
lo puso en el estatismo, porque vivió en una época de totalitarismos. Ahora
haría falta, sin embargo, subrayar los peligros de la ausencia de una moral
colectiva, pública, contra las
actuaciones carentes de escrúpulos.
Algunos “austriacos” de menos talla que Hayek, que en vez de
estoicos parecen cínicos, se despreocupan de los monopolios. Es natural que los
haya, nos dicen; incluso es natural que los agentes lo busquen. Si los
beneficios del monopolio son grandes, y el mercado prevalece, otros agentes
aguzarán su ingenio para arrebatarle el monopolio al que lo detente, y sin duda
lo conseguirán con tal de que el monopolio no tenga carácter más o menos “oficial”.
No caen en la cuenta que el monopolio es consecuencia de la destrucción del
mercado, más que causa de esa destrucción. La razón la da otro de los nombres
emblemáticos del siglo XX: Karl Polanyi, autor del “best seller en diferido” La gran transformación. La sociedad
moderna no contempla sólo el intercambio de equivalentes (= mercado) sino
también otras formas de circulación, entre las que quiero citar el intercambio
de favores, que no se basa en el principio latino do ut des (“doy para que des”, regla número 1 del mercado) sino en
el siciliano una mano lava a la otra.
Si quieren saber por qué El padrino
es considerada por el público la mejor película de la historia del cine, reflexionen
sobre las diferencias entre las filosofías de Friedrich A. Hayek y Dom Vito
Corleone.
Dedicado a Jorge
Hurtado