Tras las pasadas elecciones generales en España, que darían paso a un gobierno omnímodo del Partido Popular, formulé la tesis de que el hecho ponía fin a un ciclo político de larga duración, iniciado el 28 de octubre de 1982 y cerrado precisamente el 23 de noviembre de 2011. En esos 29 años, hubo 21 de gobiernos socialistas y un paréntesis de otros 8 de gobierno «popular». En su transcurso, la izquierda modernizó España y la metió en Europa, lo que la derecha, con la UCD, se había demostrado incapaz de hacer por su división radical entre cavernícolas filogolpistas y modernizadores moderados. Las transformaciones acometidas por los socialistas obligaron a la derecha a su vez a modernizarse y a enviar al baúl de la historia a los franquistas, declarados o encubiertos; tras eso, el paréntesis de Aznar pudo romper el bloqueo en que había caído una izquierda esquizoide entre las exigencias del euro y la defensa del estado de bienestar recientemente adquirido. Pero el PSOE aprendió la lección y, cuando llegaron las vacas flacas y tras las inevitables vacilaciones, supo inclinarse con Zapatero del lado de la austeridad, como mandaban los cánones de Europa. Por tanto, no habría que cargar sobre Rubalcaba más responsabilidad que la que históricamente le corresponde: haberle tocado el desagradecido papel de epígono del ciclo de larga duración socialista. Hoy, esta tesis me parece más acertada que nunca.
Lo que ahora se puede esperar son 28 ó 30 años de hegemonía de la derecha, con algún que otro paréntesis (necesariamente breves, si hay más de uno) de signo socialista. Esta nueva onda larga tiene la misión de corregir los excesos del periodo largo anterior; la «misión», desde luego, desde el punto de vista del capitalismo. El estado de bienestar ya se mostró como constituyendo cierta rémora a las puertas del euro, aunque el PP tuvo entonces la habilidad de sortear los obstáculos sin tocar los fundamentos del mismo. Esa habilidad le permitió construir una sólida confianza entre los electores, lo que al fin y a la postre facilitó su aplastante triunfo en 2011. Ahora, ha dilapidado esa confianza en poco más de un año. Pero no hay que engañarse: el PSOE la había dilapidado en sus dos últimos años de gobierno, y la situación es el descrédito del bipartidismo a que se ha llegado. La pérdida de votos del PP no beneficia al PSOE, e importa poco que ambos juntos reciban muchos votos o muy pocos, porque la regla d’Hont se encarga del resto. La derecha será hegemónica durante el próximo cuarto de siglo, o más. Y lo será por una razón muy sencilla. El cometido histórico del PP es desmontar el estado de bienestar, hacer en las próximas décadas la contrarrevolución thatcherista (contemporánea, en el Reino Unido, de la construcción del estado de bienestar en España: fíjense el retraso que llevamos, a juicio de la derecha). Y eso es necesario, en un país como España, porque aquí se entiende el estado de bienestar como servicios gratis cuyo coste, en todo caso, habrán de pagar los ricos; nada los de abajo. En Alemania es distinto, pero no voy a explicar ahora por qué. El hecho es que, siendo como es la sociedad española, nuestro estado de bienestar es insostenible en la era de la globalización.
De la misma forma que la derecha tuvo que resolver sus dilemas en la primera mitad del ciclo largo socialista, la izquierda tendrá que resolver ahora los suyos a lo largo de la próxima década y pico. De un lado, como siempre en la derecha y la izquierda, los que quieren dar marcha atrás al reloj de la Historia; en este caso, dar patadas a Alemania y salir del euro. No argumentaré contra esta postura, muy, pero que muy extendida entre los jóvenes y activistas radicales no tan jóvenes; tan sólo diré que esta postura facilitará la hegemonía «popular», igual que la supervivencia de sectores franquistas lastró a la derecha en los ochenta del siglo pasado. El electorado español, que acompañó a González en la modernización para entrar en Europa y a Aznar en la aventura del euro y dio el triunfo a Rajoy en 2011, no apoyará mayoritariamente ninguna opción política que suponga retrocesos históricos y regreso a cierto aislamiento. Puede que salgamos del euro, pero será porque no podemos mantenernos en él por razones financieras, no sociales; véase, si no, el caso de Grecia, todavía más sangrante y con una oposición antisistema mucho más dura. Rubalcaba y el PSOE lo entienden, y de ahí que se resistan simplemente a plantearse la opción.
Entonces, ¿qué política económica? Ante todo, ninguna política económica podrá restaurar el estado de bienestar destruido en estos meses ni recuperar el pleno empleo; no en el mundo en que nos adentramos. Debido al retraso histórico impuesto por el franquismo, la izquierda española construyó un estado del bienestar a escala nacional mientras a escala global se gestaban fuerzas destinadas a hacerlo inviable de la forma que se estaba construyendo. Por tanto, hay que replantear, enteritas, las bases del estado de bienestar, a sabiendas de que incluso así, no se podrá empezar a reconstruirlo más que al final del desierto cuya travesía hemos empezado. Mientras tanto, la izquierda tampoco debe perder más tiempo pretendiendo que puede gestionar la crisis mejor que la derecha, lo que le lleva implícitamente a proponer destruirlo igual, sólo que un poco más lentamente.
En cambio, hay una oportunidad para políticas redistributivas de signo liberal, acordes con los tiempos que corren. Me refiero a dejar la cantinela de que en España se pagan pocos impuestos y que hay que subirlos, cantinela de lo más contraproducente porque la gente sólo ve que se le va a dejar todavía menos dinero en el bolsillo. Y no sirve decir que hay que sacar el dinero a los ricos, porque los ricos no pagan impuestos y la gente lo sabe. Lo que hay que proponer es sustanciales rebajas de impuestos a los asalariados, a quienes se les descuenta el dinero en nómina. Rebaja de impuestos a los asalariados que favorecerá el consumo y atacará al menos un poco el problema del paro. Y se preguntará ¿no se creará déficit? El PSOE tiene que dejar de inquietarse por eso. No tiene por qué preocuparse de la gestión macroeconómica de sus propuestas. Tiene que abandonar las ínfulas de responsabilidad y ser más «obrero» que nunca. Por más que se esfuerce, no conseguirá los votos de los autónomos, los pequeños empresarios y los profesionales liberales; éstos son votos «naturales» de la derecha en esta nueva situación. En cambio, hay 16 millones de asalariados cuyo voto sí puede movilizar y con los que, incluso sin llegar al gobierno, influirá sobre la derecha obligándole a moderar su montaraz voracidad. Y no como ahora, que no es capaz de influir absolutamente nada.
¿De dónde saldrá el dinero con que reponer en los presupuestos del Estado la rebaja de impuestos a los asalariados? El liberalismo doctrinario dirá una cosa, pero la derecha política sabe bien de dónde lo tiene que sacar.