sábado, 27 de abril de 2013

Rajoy, sin estrategia, sin ideas, sin nada


Mariano Rajoy llegó al gobierno convencido de que los mercados iban a reaccionar con optimismo a su éxito electoral. Le recibieron con frialdad y haciendo subir la prima de riesgo a su récord histórico. Peor aún, se empeñaron en no entender su tramposo retraso del presupuesto de 2012 para ganar las elecciones andaluzas, que terminó por perder. Bueno, un pequeño contratiempo. Decidido a echarle las culpas de todo a ZP, emprendió un salvaje ajuste del gasto público, que ha costado un millón de puestos de trabajo, entre efectos directos e inducidos. Pero, al fin, ha conseguido contentar a los mercados. A buen fin, no hay mal principio. El bueno de don Mariano ha podido darse cuenta de que no es el fin, sin embargo. Por más que él y sus corifeos repiten como un mantra que el año que viene se termina la crisis, cualquiera con un mínimo de conocimientos económicos se percata de que su profecía, más que nada, es una oración.

Aparte de rezar, a don Mariano ya no le queda nada. Ayer mismo, aprobaba un retraso de dos años en la terminación ajuste fiscal de la economía española. Parece que Europa le da su beneplácito. Tanto peor; es el abrazo del oso. Tras ese máster en macroeconomía que tan caro hemos pagado los españoles, ahora el bueno de don Mariano sabe a ciencia cierta que llegará a 2015 (sí, el año de las próximas elecciones) con la economía en caída libre, como ahora, o creciendo, pero con el freno de mano de sus recortes puesto. Vamos, una delicia para todos.

Lo que todavía no quiere ver el bueno de don Mariano es que el modelo económico que se ha propuesto implantar, y que se basa en deprimir el consumo interno (ya se sabe, la cosa ésa de la austeridad) para "liberar" recursos con que impulsar un sector exportador competitivo a tope, está dividiendo de forma irreconciliable a la sociedad española. Entre una mitad, eso sí, muy compacta, que no quiere saber nada de los más desafortunados mientras a ella se la mantenga relativamente a salvo de penurias, y otra que empieza a odiar a la primera por su egoísmo y falta de solidaridad.



jueves, 25 de abril de 2013

El problema económico de nuestro tiempo


Hemos llegado a un punto en que ya es muy difícil, si no prácticamente imposible, poner en marcha políticas económicas que combatan de una forma clara el desempleo. Por un lado tenemos las reformas, llamadas «estructurales», que tienden a liberalizar los mercados, y muy señaladamente el de trabajo, a reforzar el sistema bancario y a reducir la necesidad de financiación de las administraciones públicas. Tras un periodo de cierto papanatismo, en que los partidarios de estas reformas opinaban que ellas traerían, por sí solas, la recuperación económica (la llamada «austeridad expansiva»), hoy parece haber consenso en que tales políticas, en el mejor de los casos, preparan a la economía para una posterior expansión, capacitándola para aprovechar de una forma más intensa las potencialidades del crecimiento. Incluso si la austeridad mostrara cierta capacidad de estimular el crecimiento a corto plazo, por vía de fomentar un mayor apetito de los inversores por el riesgo, lo que todavía está por ver, ese crecimiento tendrá un recorrido muy corto porque subsisten desequilibrios globales que la austeridad no es capaz de resolver.

Por otro lado, siguen estando quienes – con Paul Krugman a la cabeza – propugnan el aumento del gasto público y/o reducción de impuestos, y con eso el agravamiento del déficit, para estimular el crecimiento. El problema sigue siendo cómo se financia el mayor déficit. Financiarlo con deuda lleva implícita una restricción en el volumen de endeudamiento relativo al PIB, o sea, en la capacidad de soportar el pago de intereses y de devolver la propia deuda. Financiarlo con cargo a la expansión monetaria comporta un disenso considerable dentro de la opinión pública, de la más amplia como de la más experta, disenso que – a mi juicio – lo convierte en políticamente impracticable, al menos a medio plazo.

¿Dónde está, así pues, la solución? No la hay, sencillamente. Los «austericistas» tienen razón en que, en el contexto actual, uno, cualquiera, no debe endeudarse por encima de lo que es capaz de devolver; no la tienen en no ver que, monetizando el déficit y promoviendo la inflación, la deuda se devalúa y cuesta menos pagarla. Ahora bien, vuelven a tenerla en que, si todos los países hicieran lo mismo, el mercado global de deuda se hundiría, y todos (no sólo nosotros) acabarían peor; es preferible que los males no se generalicen. Y vuelven a perderla al tratar el default o impago de la deuda como un acto atroz, según se vio en Argentina hace unos años y se está viendo ahora mismo en Grecia. Esa forma de ver las cosas sólo crea exclusión en el ámbito internacional, pero también hay que entender que si el default no fuera tratado de esa forma, los países sentirían menos pavor y podrían dejarse tentar por la posibilidad de incurrir en él con frecuencia, con lo que, por vía de impago, se llegaría a la misma generalización del mal que más arriba por devaluación de la deuda. Como adelantaba, no hay solución fácil.

Para mí, el principal problema está en una incorrecta visión del mercado de trabajo y su papel en una economía capitalista. Creo que Keynes tenía razón en que los políticos vivos siempre son tributarios de algún economista muerto. Los liberales de hoy lo son en exceso de las teorías de Karl Marx. La idea de que el beneficio empresarial depende, sobre todo en épocas de crisis, de la extracción de lo que Marx llamó «plusvalía absoluta» (rebaja de salarios, aumento de la jornada de trabajo, intensificación de los ritmos de producción) ha calado demasiado hondo. ¿Que se nos dice? ¿Que para salvar la menguada industria textil que nos queda tenemos que llegar a los estándares laborales de Bangla Desh, primer productor textil mundial, con una industria que emplea a más de cuatro millones de trabajadores? ¡No me toquen los güitos! El mismo experimento mental se puede hacer mutatis mutandis con todas las industrias manufactureras, absolutamente con todas; menos con la fábrica de BMW en Spartanburg, Carolina del Sur, Estados Unidos de América, naturalmente. Al final, la variable clave radica en la tecnología. Y es justo la tecnología lo que siempre se queda fuera de las reformas estructurales. Excepto cuando se pone en marcha reformas para promover la educación «de excelencia», de las que hablaré in extenso otro día.

Pero algo habrá que hacer, nos decimos todos. Y aquí es donde entra la flexibilización del mercado de trabajo que propugnan nuestros liberales marxianos. No vamos a salvar el textil pero a lo mejor salvamos el automóvil, y la fabricación de aerogeneradores, y… y… Lo dicen mirando a Estados Unidos, como si copiando el mercado laboral de ese país fuéramos a atraer la inversión de BMW como lo ha hecho Spartanburg. Yo prefiero mirar directamente a Alemania. Me parece que a largo plazo nos trae mucha más cuenta mirar a Alemania. Y lo que veo es un mercado laboral tremendamente distinto, y no tanto por las normas legales (porque sea más fácil el despido en Alemania, que no lo es) sino por las consuetudinarias, o sea, por el comportamiento que asumen como moral los intervinientes en ese mercado. En 2008-2009, cuando aquí el trabajador jugaba a la ruleta rusa con su empleo, o más fácil todavía, se despedía directamente a las mujeres y a los jóvenes, y los que permanecían en la empresa se frotaban secretamente las manos, en Alemania, en cambio, toda la plantilla aceptaba reducciones salariales con tal de que no hubiera despidos. Aquí eso no lo aceptarían ni la empresa ni los empleados con más probabilidades de quedarse; a lo sumo, éstos aceptarían un ERE en cuya virtud trabajaran menos horas, o días, pero cobrando exactamente lo mismo con cargo al seguro de desempleo. Se trata de que yo, si estoy en posición de poder, no pierda nunca. Eso marca la diferencia. Sobre dos comportamientos tan distintos en la base de la economía se construyen dos modelos de país enteramente diversos. Y ahora vemos con claridad cuál es capaz de hacer frente mejor a una situación globalmente adversa.



domingo, 21 de abril de 2013

Qué política económica


Tras las pasadas elecciones generales en España, que darían paso a un gobierno omnímodo del Partido Popular, formulé la tesis de que el hecho ponía fin a un ciclo político de larga duración, iniciado el 28 de octubre de 1982 y cerrado precisamente el 23 de noviembre de 2011. En esos 29 años, hubo 21 de gobiernos socialistas y un paréntesis de otros 8 de gobierno «popular». En su transcurso, la izquierda modernizó España y la metió en Europa, lo que la derecha, con la UCD, se había demostrado incapaz de hacer por su división radical entre cavernícolas filogolpistas y modernizadores moderados. Las transformaciones acometidas por los socialistas obligaron a la derecha a su vez a modernizarse y a enviar al baúl de la historia a los franquistas, declarados o encubiertos; tras eso, el paréntesis de Aznar pudo romper el bloqueo en que había caído una izquierda esquizoide entre las exigencias del euro y la defensa del estado de bienestar recientemente adquirido. Pero el PSOE aprendió la lección y, cuando llegaron las vacas flacas y tras las inevitables vacilaciones, supo inclinarse con Zapatero del lado de la austeridad, como mandaban los cánones de Europa. Por tanto, no habría que cargar sobre Rubalcaba más responsabilidad que la que históricamente le corresponde: haberle tocado el desagradecido papel de epígono del ciclo de larga duración socialista. Hoy, esta tesis me parece más acertada que nunca.

Lo que ahora se puede esperar son 28 ó 30 años de hegemonía de la derecha, con algún que otro paréntesis (necesariamente breves, si hay más de uno) de signo socialista. Esta nueva onda larga tiene la misión de corregir los excesos del periodo largo anterior; la «misión», desde luego, desde el punto de vista del capitalismo. El estado de bienestar ya se mostró como constituyendo cierta rémora a las puertas del euro, aunque el PP tuvo entonces la habilidad de sortear los obstáculos sin tocar los fundamentos del mismo. Esa habilidad le permitió construir una sólida confianza entre los electores, lo que al fin y a la postre facilitó su aplastante triunfo en 2011. Ahora, ha dilapidado esa confianza en poco más de un año. Pero no hay que engañarse: el PSOE la había dilapidado en sus dos últimos años de gobierno, y la situación es el descrédito del bipartidismo a que se ha llegado. La pérdida de votos del PP no beneficia al PSOE, e importa poco que ambos juntos reciban muchos votos o muy pocos, porque la regla d’Hont se encarga del resto. La derecha será hegemónica durante el próximo cuarto de siglo, o más. Y lo será por una razón muy sencilla. El cometido histórico del PP es desmontar el estado de bienestar, hacer en las próximas décadas la contrarrevolución thatcherista (contemporánea, en el Reino Unido, de la construcción del estado de bienestar en España: fíjense el retraso que llevamos, a juicio de la derecha). Y eso es necesario, en un país como España, porque aquí se entiende el estado de bienestar como servicios gratis cuyo coste, en todo caso, habrán de pagar los ricos; nada los de abajo. En Alemania es distinto, pero no voy a explicar ahora por qué. El hecho es que, siendo como es la sociedad española, nuestro estado de bienestar es insostenible en la era de la globalización.

De la misma forma que la derecha tuvo que resolver sus dilemas en la primera mitad del ciclo largo socialista, la izquierda tendrá que resolver ahora los suyos a lo largo de la próxima década y pico. De un lado, como siempre en la derecha y la izquierda, los que quieren dar marcha atrás al reloj de la Historia; en este caso, dar patadas a Alemania y salir del euro. No argumentaré contra esta postura, muy, pero que muy extendida entre los jóvenes y activistas radicales no tan jóvenes; tan sólo diré que esta postura facilitará la hegemonía «popular», igual que la supervivencia de sectores franquistas lastró a la derecha en los ochenta del siglo pasado. El electorado español, que acompañó a González en la modernización para entrar en Europa y a Aznar en la aventura del euro y dio el triunfo a Rajoy en 2011, no apoyará mayoritariamente ninguna opción política que suponga retrocesos históricos y regreso a cierto aislamiento. Puede que salgamos del euro, pero será porque no podemos mantenernos en él por razones financieras, no sociales; véase, si no, el caso de Grecia, todavía más sangrante y con una oposición antisistema mucho más dura. Rubalcaba y el PSOE lo entienden, y de ahí que se resistan simplemente a plantearse la opción.

Entonces, ¿qué política económica? Ante todo, ninguna política económica podrá restaurar el estado de bienestar destruido en estos meses ni recuperar el pleno empleo; no en el mundo en que nos adentramos. Debido al retraso histórico impuesto por el franquismo, la izquierda española construyó un estado del bienestar a escala nacional mientras a escala global se gestaban fuerzas destinadas a hacerlo inviable de la forma que se estaba construyendo. Por tanto, hay que replantear, enteritas, las bases del estado de bienestar, a sabiendas de que incluso así, no se podrá empezar a reconstruirlo más que al final del desierto cuya travesía hemos empezado. Mientras tanto, la izquierda tampoco debe perder más tiempo pretendiendo que puede gestionar la crisis mejor que la derecha, lo que le lleva implícitamente a proponer destruirlo igual, sólo que un poco más lentamente.

En cambio, hay una oportunidad para políticas redistributivas de signo liberal, acordes con los tiempos que corren. Me refiero a dejar la cantinela de que en España se pagan pocos impuestos y que hay que subirlos, cantinela de lo más contraproducente porque la gente sólo ve que se le va a dejar todavía menos dinero en el bolsillo. Y no sirve decir que hay que sacar el dinero a los ricos, porque los ricos no pagan impuestos y la gente lo sabe. Lo que hay que proponer es sustanciales rebajas de impuestos a los asalariados, a quienes se les descuenta el dinero en nómina. Rebaja de impuestos a los asalariados que favorecerá el consumo y atacará al menos un poco el problema del paro. Y se preguntará ¿no se creará déficit? El PSOE tiene que dejar de inquietarse por eso. No tiene por qué preocuparse de la gestión macroeconómica de sus propuestas. Tiene que abandonar las ínfulas de responsabilidad y ser más «obrero» que nunca. Por más que se esfuerce, no conseguirá los votos de los autónomos, los pequeños empresarios y los profesionales liberales; éstos son votos «naturales» de la derecha en esta nueva situación. En cambio, hay 16 millones de asalariados cuyo voto sí puede movilizar y con los que, incluso sin llegar al gobierno, influirá sobre la derecha obligándole a moderar su montaraz voracidad. Y no como ahora, que no es capaz de influir absolutamente nada.

¿De dónde saldrá el dinero con que reponer en los presupuestos del Estado la rebaja de impuestos a los asalariados? El liberalismo doctrinario dirá una cosa, pero la derecha política sabe bien de dónde lo tiene que sacar.



sábado, 13 de abril de 2013

El estado de la economía mundial


El fin de semana que viene, 19-21 de abril, se celebrará la reunión de primavera del Fondo Monetario Internacional, en Washington. Lo hace en un ambiente plagado de signos contradictorios. Por una parte, la recesión está lejos de estar dejándose atrás. Para empezar, buenos indicadores en Estados Unidos y el Reino Unido chocaban con economías en retroceso en la zona euro y persistente estancamiento en Japón; China permanece en el fiel de la balanza. Pero, en las dos últimas semanas, la actualización de una serie de indicadores ha arrojado un jarro de agua fría sobre las expectativas de crecimiento de la mayor economía del mundo. Los datos de empleo, índices de actividad industrial y de servicios, así como ventas al por menor y confianza de los consumidores de marzo son apreciablemente peores que los de febrero. Lo cual ha llevado a los expertos a preguntarse si se trata de un ajuste temporal a los recortes en gasto público y aumento de impuestos llevados a cabo semanas atrás ante la falta de acuerdo entre demócratas y republicanos (el llamado «secuestro del presupuesto»), como han sostenido entre otros los analistas de Morgan Stanley y JP Morgan Chase esta misma semana, o por el contrario estamos ante un frenazo más serio al crecimiento, como suponen la Oficina del Congreso para el Presupuesto, Krugman y, en tono más moderado, las estimaciones del Bloomberg. Los optimistas, empujados por récords diarios en el Dow Jones de Wall Street, creen que EEUU todavía puede acabar el año creciendo al 3%, frente a al 0,9% de 2012. Los pesimistas, que como mucho lo hará al 2,4%, después de un bajón importante en el segundo trimestre. Como mucho.

El debate permanece indeciso. Así, mientras Krugman, DeLong y otros neokenesianos reclaman más gasto público (lo que no parece fácil de lograr, dada la correlación de fuerzas en el Congreso), los grandes bancos de inversión insisten en que recortar el gasto público fortalecerá el crecimiento del futuro. Y todo esto se entrecruza con el debate europeo sobre las políticas de austeridad. Los estadounidenses creen que el estancamiento de la demanda europea de importaciones, de cuyo relanzamiento se beneficiarían también ellos, es un freno adicional al crecimiento. Pero, lo que es muy interesante, el énfasis norteamericano en que la zona euro se sumara a las políticas monetarias llamadas de QE (quantitative easing, brevemente, lo que está pidiendo Rajoy en Europa) ha cedido paso al convencimiento de que Europa está haciendo sus deberes y que el problema está en otra parte.

En esto, el FMI – por ahí empezaba yo – prepara la reunión semestral de la semana que viene descolgándose con una advertencia sobre los riesgos financieros de mantener los tipos de interés demasiado bajos durante demasiado tiempo. Todavía está por ver qué quiere decir exactamente. Pero en EEUU la advertencia ya se ha interpretado como significando que hay una guerra de divisas en ciernes. Ya se había hablado de guerra de divisas meses atrás, aunque entonces pareció que denotaba un alarmismo fácil. Hoy la cosa es más seria. Muchos observadores desempolvan los análisis que publicó a lo largo del pasado año el Instituto de Economía Internacional de Washington, y que apuntaban en la dirección de que la existencia de un puñado de países que manipulan sus tipos de cambio estaba perjudicando gravemente no sólo a EEUU sino también a la zona euro, India, Brasil, Canadá, Australia… Vaya, Norteamérica y sus aliados estratégicos. En un informe de diciembre de 2012, el Instituto llegó a identificar claramente a los perturbadores: China y Hong Kong, Corea del Sur, Malasia, Singapur, Taiwan, Suiza y Dinamarca. Japón podía incluirse o no, dependiendo de si llevaba o no adelante sus planes para depreciar el yen. Cuatro meses después, se puede certificar que está entre los perturbadores. La presencia de Dinamarca, un tanto sorprendente, la entiendo como un aviso a los pequeños países de la Unión Europea que todavía no se han integrado en la zona euro. Como respuesta, el Instituto proponía una batería de medidas que distinguía entre países con moneda convertible y sin ella.

Esta misma semana, el departamento del Tesoro de EEUU ha dado un toque al Banco Nacional de Suiza: que cese de inmediato de jugar con el franco suizo para mantener fuertes sus exportaciones. Suiza es el prototipo de país con moneda convertible («superconvertible», diría yo). La advertencia del Tesoro puede indicar que, en caso del BNS no modifique su política, podría aplicársele las represalias previstas, lo que no dejaría de afectar a la condición, verdaderamente privilegiada, del franco suizo como moneda de reserva a escala global. Sospecho que la advertencia del Tesoro anuncia que Suiza va a ser puesta en la picota la semana que viene, también un poco al hilo de los repetidos escándalos financieros y de corrupción política que han sacado a los bancos suizos en titulares de prensa del todo el mundo. El BNS lo va a tener difícil en Washington. Y también sospecho que la anécdota no es más que el principio.