Una de las claves de la actual
situación política es el error de cálculo cometido por Esquerra Republicana de
Catalunya (ERC) respecto de lo que sería la posición del Partido Socialista
Obrero Español (PSOE) en el devenir de los
acontecimientos. ERC creyó en una especie de «solidaridad entre damnificados de la guerra civil»,
a la que hizo un guiño ostensible con la pregunta sobre la república catalana.
El sobreentendido era que el PSOE, presuntamente fiel a la preferencia
republicana de sus seguidores, vería en esa república periférica una oportunidad de oro para instaurar la III República
española. Todavía se estarán preguntando qué ha fallado en un plan tan
magnífico. Desde las filas de ERC (y desde las de Podemos en toda España) la
única explicación que aciertan a articular es que el PSOE ha traicionado el
ideario de sus mayores. Ninguno entenderá una palabra de lo que sigue.
El desencuentro entre republicanos catalanes y
socialistas atañe a las raíces mismas de la política: ¿política de ideas o
política de valores? Entiéndaseme, al final todo son ideas; pero se trata de
elegir entre ideas metafísicas sobre la realidad e ideas sobre la conducta
debida: esto último es lo que llamo valores.
A fin de cuentas, ERC, que no conoce otra lealtad que a la idea (porque no es
más que una idea) de la nación catalana, no entiende ni podrá entender que el
PSOE haya antepuesto la lealtad a la monarquía a su histórica preferencia por
la forma o idea republicana. Lo que su incomprensión pone de manifiesto es que
ERC no ha entendido nada de la idea de Europa, entre otras cosas porque su
europeísmo, mientras pudo presumir de él, ha sido siempre naive y a la postre
oportunista.
El drama cuyo desenlace estamos viendo ahora,
empezó hace más de medio siglo, a principios de 1962 para ser exactos. Entonces
se reunió en Múnich el IV Congreso del Movimiento Europeo, al que asistieron
118 españoles que formaron un capítulo aparte al que el franquismo enseguida
etiquetó de contubernio. El
Movimiento Europeo, creado en 1948 por figuras claves de la construcción
europea, como Robert Schumann, Konrad Adenauer, Alcide de Gasperi, Paul Henri
Spaak, Winston Churchill y Denis de Rougemont, entre otros, había surgido en
los orígenes de la Guerra Fría para reafirmar los valores europeos frente a la
supuesta carencia de los mismos de la Unión Soviética. Después de la firma de
los tratados de París (1951) y Roma (1957), el ME continuó siendo un motor
importante del proyecto comunitario. Su IV Congreso vino precedido de hechos
cruciales en la historia de España. A fines del año anterior, el gobierno
español filtró su deseo de pertenecer a las Comunidades Europeas. El Parlamento
Europeo estudió el caso y emitió en enero de 1962 el llamado Informe
Birkelbach, donde se manifestaba el deseo de ver a España convertida en país
miembro pero sólo después de restaurar plenamente la democracia. Aun así, en
febrero el gobierno español presentó su candidatura, que terminaría siendo
desestimada. En abril se declaró la huelga de los mineros en Asturias, que
llamaría la atención de toda Europa y daría origen a Comisiones Obreras. En
junio 118 españoles se dieron cita en Múnich.
El contubernio
de Múnich enfrentó aparentemente a la oposición interior al franquismo con la
del exilio, pero en realidad a la resultante de la evolución de elementos del
Régimen con la republicana. Llegaron a importantes acuerdos sobre derechos
democráticos y organización del Estado, pero enfrentaba a unos y otros la forma
del futuro Estado: monarquía o república. Gracias a la mediación del resto del
Movimiento Democrático, los españoles terminaron cerrando una declaración
conjunta en pro de la liquidación del franquismo, que dejaba sin mención la
futura forma de Estado. Rodolfo Llopis, secretario general del PSOE, allí
presente, resumió a la perfección el pragmatismo del acuerdo al manifestar que si la monarquía traía la democracia a
España, los socialistas serían leales con ella. Más tarde llegó Suresnes, y
Felipe González desbancó a Llopis. Durante unos años creyó poder desligarse de
la promesa de su antecesor y coqueteó con la república. Finalmente entendió de
qué iba la cosa y, en el primer congreso del partido tras aprobarse la
Constitución, renunció a toda veleidad en ese sentido.
También hubo representación de ERC en Múnich.
Podemos imaginar la conversación telefónica entre el enviado y Josep
Tarradellas, jefe del partido y president de la Generalitat en el exilio: Tú di que sí a todo, que luego ya tomaré yo
distancias de lo que se acuerde. Y así fue. Poco después la Generalitat se
desmarcó de la declaración española, con la excusa de que no garantizaba el
suficiente autogobierno de Cataluña. Mostraba así el independentismo una
profunda deslealtad, no sólo con los demócratas españoles sino también con los
europeos, que incorporaron la declaración española a las resoluciones del IV
Congreso. Más tarde, el 23 de octubre de
1977 Tarradellas se plantó en Barcelona con su famoso «Ja sóc aquí!», como si
con ello conjurara los riesgos de insuficiente autogobierno, frase que la
maquinaria propagandística del independentismo ha tratado de presentar como el
inicio de la Transición, especie que papanatas del resto de España han repetido
sin meditar las consecuencias.
Valores europeos, el independentismo catalán no ha mostrado ninguno, como
no sea que Europa esté dispuesta a recibir lecciones de Catalunya al respecto.
Pero tampoco sagacidad al escapársele que el compromiso del PSOE con la
monarquía, mientras ésta represente el Estado de Derecho y la forma europea de
entender la democracia, es firme. Y de la misma forma que Isidoro pudo dudar unos años, Pedro Sánchez acaso ha dudado
también. Pero finalmente ha comprendido, como aquél, que la única forma aceptable
de hacer política en Europa es demostrando valores firmes, como la lealtad
institucional, y no encandilando a las masas con bonitas ideas y prometiéndoles
el oro y el moro si se consigue según qué cosas.