domingo, 22 de octubre de 2017

Histórico desencuentro entre ERC y el PSOE propicia el desastre

Una de las claves de la actual situación política es el error de cálculo cometido por Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) respecto de lo que sería la posición del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en el devenir de los acontecimientos. ERC creyó en una especie de «solidaridad entre damnificados de la guerra civil», a la que hizo un guiño ostensible con la pregunta sobre la república catalana. El sobreentendido era que el PSOE, presuntamente fiel a la preferencia republicana de sus seguidores, vería en esa república periférica una oportunidad de oro para instaurar la III República española. Todavía se estarán preguntando qué ha fallado en un plan tan magnífico. Desde las filas de ERC (y desde las de Podemos en toda España) la única explicación que aciertan a articular es que el PSOE ha traicionado el ideario de sus mayores. Ninguno entenderá una palabra de lo que sigue.

El desencuentro entre republicanos catalanes y socialistas atañe a las raíces mismas de la política: ¿política de ideas o política de valores? Entiéndaseme, al final todo son ideas; pero se trata de elegir entre ideas metafísicas sobre la realidad e ideas sobre la conducta debida: esto último es lo que llamo valores. A fin de cuentas, ERC, que no conoce otra lealtad que a la idea (porque no es más que una idea) de la nación catalana, no entiende ni podrá entender que el PSOE haya antepuesto la lealtad a la monarquía a su histórica preferencia por la forma o idea republicana. Lo que su incomprensión pone de manifiesto es que ERC no ha entendido nada de la idea de Europa, entre otras cosas porque su europeísmo, mientras pudo presumir de él, ha sido siempre naive y a la postre oportunista.

El drama cuyo desenlace estamos viendo ahora, empezó hace más de medio siglo, a principios de 1962 para ser exactos. Entonces se reunió en Múnich el IV Congreso del Movimiento Europeo, al que asistieron 118 españoles que formaron un capítulo aparte al que el franquismo enseguida etiquetó de contubernio. El Movimiento Europeo, creado en 1948 por figuras claves de la construcción europea, como Robert Schumann, Konrad Adenauer, Alcide de Gasperi, Paul Henri Spaak, Winston Churchill y Denis de Rougemont, entre otros, había surgido en los orígenes de la Guerra Fría para reafirmar los valores europeos frente a la supuesta carencia de los mismos de la Unión Soviética. Después de la firma de los tratados de París (1951) y Roma (1957), el ME continuó siendo un motor importante del proyecto comunitario. Su IV Congreso vino precedido de hechos cruciales en la historia de España. A fines del año anterior, el gobierno español filtró su deseo de pertenecer a las Comunidades Europeas. El Parlamento Europeo estudió el caso y emitió en enero de 1962 el llamado Informe Birkelbach, donde se manifestaba el deseo de ver a España convertida en país miembro pero sólo después de restaurar plenamente la democracia. Aun así, en febrero el gobierno español presentó su candidatura, que terminaría siendo desestimada. En abril se declaró la huelga de los mineros en Asturias, que llamaría la atención de toda Europa y daría origen a Comisiones Obreras. En junio 118 españoles se dieron cita en Múnich.

El contubernio de Múnich enfrentó aparentemente a la oposición interior al franquismo con la del exilio, pero en realidad a la resultante de la evolución de elementos del Régimen con la republicana. Llegaron a importantes acuerdos sobre derechos democráticos y organización del Estado, pero enfrentaba a unos y otros la forma del futuro Estado: monarquía o república. Gracias a la mediación del resto del Movimiento Democrático, los españoles terminaron cerrando una declaración conjunta en pro de la liquidación del franquismo, que dejaba sin mención la futura forma de Estado. Rodolfo Llopis, secretario general del PSOE, allí presente, resumió a la perfección el pragmatismo del acuerdo al manifestar que si la monarquía traía la democracia a España, los socialistas serían leales con ella. Más tarde llegó Suresnes, y Felipe González desbancó a Llopis. Durante unos años creyó poder desligarse de la promesa de su antecesor y coqueteó con la república. Finalmente entendió de qué iba la cosa y, en el primer congreso del partido tras aprobarse la Constitución, renunció a toda veleidad en ese sentido.

También hubo representación de ERC en Múnich. Podemos imaginar la conversación telefónica entre el enviado y Josep Tarradellas, jefe del partido y president de la Generalitat en el exilio: Tú di que sí a todo, que luego ya tomaré yo distancias de lo que se acuerde. Y así fue. Poco después la Generalitat se desmarcó de la declaración española, con la excusa de que no garantizaba el suficiente autogobierno de Cataluña. Mostraba así el independentismo una profunda deslealtad, no sólo con los demócratas españoles sino también con los europeos, que incorporaron la declaración española a las resoluciones del IV Congreso.  Más tarde, el 23 de octubre de 1977 Tarradellas se plantó en Barcelona con su famoso «Ja sóc aquí!», como si con ello conjurara los riesgos de insuficiente autogobierno, frase que la maquinaria propagandística del independentismo ha tratado de presentar como el inicio de la Transición, especie que papanatas del resto de España han repetido sin meditar las consecuencias.

Valores europeos, el independentismo catalán no ha mostrado ninguno, como no sea que Europa esté dispuesta a recibir lecciones de Catalunya al respecto. Pero tampoco sagacidad al escapársele que el compromiso del PSOE con la monarquía, mientras ésta represente el Estado de Derecho y la forma europea de entender la democracia, es firme. Y de la misma forma que Isidoro pudo dudar unos años, Pedro Sánchez acaso ha dudado también. Pero finalmente ha comprendido, como aquél, que la única forma aceptable de hacer política en Europa es demostrando valores firmes, como la lealtad institucional, y no encandilando a las masas con bonitas ideas y prometiéndoles el oro y el moro si se consigue según qué cosas.




viernes, 13 de octubre de 2017

Premier League, EFTA y negociar la independencia

A mí me ocurre lo contrario que al ministro Méndez de Vigo, que hoy lo veo peor que ayer y mejor que mañana. Y es que creo que el enfoque es radicalmente erróneo. Durante treinta y seis horas me he puesto en modo 155 (yo, que siempre he sostenido que no hacía falta aplicar ese artículo de la Constitución), pero no lo veo, mírelo como lo mire. ¿Qué sentido tiene sugerir al President Puigdemont que niegue lo que todos pudimos ver, que 72 «legítimos representantes» del pueblo catalán (la mayoría del Parlament) emulaban a los delegados de las Trece Colonias americanas que firmaron la Declaración de Independencia en Filadelfia el 4 de julio de 1776? ¿Volver, como dicen los periodistas, a la casilla de salida? ¿Hacer como que las autoridades catalanas nunca incurrieron en la profunda deslealtad de que los acusó ante doce millones de espectadores S.M. el Rey? Eso sería convertir todo en un estúpido malentendido, volvernos locos a todos. Puede que el Honorable lo haga, después de todo, y ¿para qué? Además, que rollo más malo, como decían los modernos. Negociar no se sabe qué en la comisión esa de reforma constitucional. Meses, acaso años de agravios y humillaciones para ambas partes. Si entramos por ahí, es que este país es masoquista.

Por otra parte, algunas de las más engorrosas dificultades para la independencia se van despejando. Una de las más importantes, si no la principal, era el destino del Barça. Ya la Premier League británica ha dicho que lo acoge. ¿Se dan cuenta de las ventajas que eso supone? Domingo sí, domingo no, Barcelona se llenará de hooligans, esos encantadores personajes que han dejado un reguero de sangre en sus viajes al Continente en competiciones europeas. Muchos de ellos son turistas que adoran ponerse ciegos de alcohol barato y dormir la mona en la playa, para estar frescos, armar bronca y jugar al balconing por las noches. Y a su regreso tienen estupendos bufetes en la City que demandan a los hoteles por carecer de piscinas con la suficiente profundidad para saltar a ellas desde las habitaciones, o por lo que sea. Sería fabuloso: toda la morralla que amarga la existencia a los mallorquines en la Punta Ballena de Magalluf, trasladada a Las Ramblas, donde los recibirán con los brazos abiertos, sembla.

El otro escollo era la salida de la república catalana de la Unión Europea y la zona euro. Parece que la EFTA (siglas de la European Free Trade Association, Asociación Europea de Libre Comercio) también estaría dispuesta a acogerla. Si es que Cataluña es un bombón... Son los cuatro países que restan de un proyecto del Reino Unido en los cincuenta, que fracasó: Suiza, Noruega, Islandia y Liechtenstein; trece millones de habitantes en total. Menos da una piedra. Además, tras el Brexit es previsible que el Reino Unido se reincorpore, lo que desequilibrará totalmente la cosa. Pero es lo que hay. Ya puestos, lo único que falta es que el Banco de Inglaterra ofrezca a Cataluña incorporarse al área monetaria de la libra esterlina. Oigan, esto puede ser incluso mejor que el euro: los ejecutivos catalanes viajarán a Londres en vez de a Madrid y los hooligans lo tendrán más fácil para hacer su turismo en Cataluña. Oportunidades, a esa democracia ejemplo para el mundo, no le van a faltar.

Cataluña tiene una larguísima tradición de ofrecerse al mejor postor. En el siglo XV – ojo a la fecha: anterior a la formación de España – la república catalana ofreció la corona del Principado a Enrique IV de Castilla, a un pretendiente de la casa de Anjou, al condestable Pedro de Portugal y a un tal Reiner de Provenza. Por haches o por bes, salió mal; pero ellos lo intentaron. Y en 1640 se ofreció a Francia, que la devolvió poco después a España en la Paz de los Pirineos, harta la primera no sabemos de qué.

En el presente, ya se ha ofrecido a Estados Unidos como «estado libre asociado». Vamos, que si no pueden ser la Dinamarca del Sur del Europa porque Alemania y Francia se ponen burras, bien está ser el Puerto Rico del Mediterráneo.

Veo tremendas ventajas en negociar la independencia de Cataluña. A primera vista, no con los catalanes, que parecería que no tienen nada que ofrecer salvo desgracias sin cuento para todos si no se hace lo que ellos quieren. España tiene donde elegir y con quién negociar. Con Estados Unidos, podemos cambiar a Cataluña por Puerto Rico. Esta excolonia nuestra, que ahora pasaría a ser comunidad autónoma, está muy descontenta por la escasa atención recibida del gobierno federal tras el paso devastador de un reciente huracán, mientras la Casa Blanca dice que lo que ha hecho por Puerto Rico, mucho o poco, ha desequilibrado su presupuesto para el ejercicio corriente. La transacción está hecha.

Pero también podemos cambiar con el Reino Unido a Cataluña por Gibraltar, eterna reivindicación insatisfecha de España. Añado: dada la special friendship entre USA y UK, que desembocará inevitablemente en una creciente infeudación del segundo al primero tras el Brexit, ¿no podría un astuto negociador catalán conseguirnos Puerto Rico y Gibraltar, juntos, a cambio de su libertad?



miércoles, 11 de octubre de 2017

155

La política es el arte de hacer fetiches y aproprselos. Un fetiche en política es un símbolo que para unos es bueno y para otros, malo. Gana el pulso quien se lleva de calle a la opinión. Nosotros hemos conocido varios fetiches: la Transición, elevada a modelo mundial por la vieja política y degradada a gestora del ‘régimen del 78’ por la nueva; el déficit público, bálsamo de fierabrás para los keynesianos y bestia negra de los liberales; el derecho de autodeterminación, sacrosanto privilegio de las naciones para unos, trasunto de anarquía cantonalista para otros. La lista sería interminable.

El artículo 155 de la Constitución Española de 1978 es un fetiche. Hemos visto su rostro demonizado: flagrante negación de los derechos territoriales y arma infalible del centralismo. Pronto veremos su faz positiva: una vez iniciado el proceso, el Gobierno debe explicar sus motivos al Senado, y Puigdemont tendrá ocasión de defender la posición del Govern en la Cámara Alta ante los medios de comunicación del mundo entero, quienes no dejarán de cubrir la información con el interés que cubrieron la confusa declaración de independencia. ¿Qué s puede pedir quien pretende representar a una sociedad que está dando al mundo una lección de democracia y civismo?

sábado, 7 de octubre de 2017

Réquiem por Cataluña

El wishful thinking, que aquí algunos traducen por «buenismo» (traducción particularmente estúpida, porque la voz tampoco está en el Diccionario) y que prefiero españolizar como «deseos piadosos», está profundamente arraigado en el alma de nuestras sociedades. Un ejemplo de la universal prevalencia de los deseos piadosos es la idea de que, en una crisis como la catalana, nadie quiere que haya un muerto. Espero mostrar que, a estas alturas de la crisis, no uno de los bandos sino los dos empiezan, si no a querer que haya muertos en las calles, al menos a considerar que a lo peor es inevitable.

Empezaré por el Gobierno. Hasta él sabe que la Justicia y las finanzas no son lo bastante rápidas para resolver la crisis. Dominadas por sus propios tempos, ambas esferas sólo pueden arrojar más leña al fuego. La gente salió el 1-O por centenares de miles a votar en un referéndum ilegal (no lo era en sí, pero sí celebrarlo en esa fecha) y no se va a dejar intimidar ahora por el procesamiento de sus líderes o la fuga de un puñado de empresas. La gente está galvanizada. Han visto sangre, y aunque en buena parte no sea de verdad sino kétchup, lo que cuenta es el horror de la prensa internacional. La sangre excita la imaginación, y ésta lleva a suponer que lo visto sólo es el principio. Se empieza a pensar que puede haber muertos y cada cual se mentaliza para ello. Claro que no es lo mismo decir moros vienen que verlos venir, y eso pesa en el cálculo del Gobierno. Es de esperar que la gente vuelva a enfrentarse. Para hacerla regresar a sus casas puede no bastar un apaleamiento general, incluso más brutal (brutal de verdad) que el del 1-O. Algún muerto la mandaría a casa ipso facto, porque no es la perspectiva del sacrificio lo que impulsa a la rendición sino la percepción de la inutilidad del mismo: la desigualdad de fuerzas es manifiesta.

También los líderes del independentismo habrán empezado a hacer sus cábalas. El procès está agotado. No contaban con un escenario en que las grandes empresas abandonaran Cataluña; lo que siempre vendieron es lo opuesto. Hace siete u ocho años Barcelona se contaba entre las tres ciudades del mundo (con Dublín y Shanghai) preferidas por los ejecutivos de grandes empresas norteamericanas. Ahora llegan aún coletazos de esa moda, pero no puede durar. La CUP ha dicho que la marcha del gran capital será de ayuda para construir la economía colaborativa con la que sueñan. Pero el PDdeCat y ERC saben lo que significa: hay que pasar página cuanto antes. No pueden, sin embargo, ponerse delante de la multitud para decir que de DUI nada. Algún muerto sería funcional. El árbol de la libertad se riega con sangre de los mártires.

Y luego está la comunidad internacional. Una comunidad que apoya sin fisuras al Gobierno, condena la independencia unilateral y pronostica males globales sin cuento en caso de que triunfe la secesión. Pero que se desayunó espantada con las imágenes del 1-O y que insta al Gobierno a negociar, a sabiendas de que no lo hará. Las predicciones más pesimistas, por ahí fuera, hablan de una nueva Yugoeslavia, de guerra civil y de no-sé-cuántas-cosas-más. Un número limitado de víctimas mortales, que mande a la gente a sus casas por unos cuantos lustros, o mejor décadas, podría incluso parecerles aceptable «para evitar males mayores».

La perspectiva siembra el pánico entre los líderes independentistas, porque el final de la crisis supondría su procesamiento por sedición; un delito tanto más condenable si hay muertos de por medio. Eso los paraliza. Es por lo que sospecho que la iniciativa recae ahora en el Gobierno.

Puede haber muertos y, con arreglo a la ley de Murphy, si la situación llega a pudrirse terminará por haberlos.