El pasado 22 de mayo la Generalitat catalana ha celebrado un
acto público en la capital del Estado. Intervinieron el president Puigdemont y
los conseillers Junqueras y Romeva. Éste último, en calidad de encargado de
Asuntos Exteriores, tuvo a bien dar una lección de historia: «España debe
cambiar el modelo de relación con Catalunya, que mantiene desde hace tres
siglos». Junqueras, a cargo de Economía y Hacienda, dio la suya sobre ciencia
política: «Exijo para Catalunya el derecho al voto, fundamento de la
democracia». El President, por su parte, disertó sobre pragmatismo: «Si hay
voluntad política de atender la reclamación de Catalunya, todos los obstáculos
podrán allanarse».
Voy a lo importante: por supuesto que no hay
voluntad de reconocer a Cataluña como sujeto soberano. Aceptar o no aceptar el
referéndum no es cuestión de cálculo de votos; aceptarlo sería reconocer el
derecho autodeterminación, cosa que no se hará. Sorprende que los
independentistas no se hayan dado cuenta todavía, lo que sería una imperdonable
falta de realismo en gentes de su responsabilidad; o que todavía pretendan
ocultar que la celebración del referéndum presupone reconocer el derecho de autodeterminación,
cualquiera que sea su resultado. Alegan los precedentes de Canadá y el Reino
Unido, países de la Commonwealth y en los que rige la common law anglosajona, que reconoce el derecho a la determinación
desde que Londres perdió la guerra de Independencia norteamericana, derecho
bajo el que se desmembró el Imperio británico tras la segunda guerra mundial. España,
como el resto de los países latinos (Cataluña es un país latino), pertenece al área de lo que los propios
anglosajones llaman civil law,
resultado de la evolución del derecho romano. Los países de instituciones
heredadas del derecho romano y actualizadas con el código napoleónico nunca han
cedido tierra y población sin guerra. Está en la matriz de nuestros Estados. Y
se equivocan los independentistas catalanes si creen que Naciones Unidas, con
su llamada a descolonizar, respalda lo más mínimo sus planteamientos. El
derecho de autodeterminación respalda a las colonias y sólo a las colonias.
Todo intento retórico de presentar a Cataluña como colonia se estrella contra
la presencia de sus representantes en las instituciones del Estado (el casus belli de Washington y los rebeldes
norteamericanos, o el de Martí y los rebeldes cubanos) y con la realidad del
autogobierno. La soberanía, en esa perspectiva, es un lujo.
El acto terminó con la promesa del President de realizar el
referéndum, con acuerdo con el Estado o sin él. Y de que después ya no habrá más
negociaciones que las encaminadas a implementar su resultado. Nuevamente, la
misma falta de realismo. Si celebran un nuevo referéndum (¿qué pasó con el del
9-N?) y gana la independencia, tampoco pasará nada. Ellos creen que el Estado ya
no tendrá más remedio que sentarse a dialogar. En absoluto. El Estado sólo
tiene que sentarse a esperar. ¿Qué hará la Generalitat? Para empezar, meterse
en una pelea con numerosos funcionarios que no están dispuestos a seguir un
rumbo de ilegalidad manifiesta, puesto que la Ley de Desconexión será declarada
ilegal en el momento de promulgarse.
Supongamos, por mor de reducción al
absurdo, que los funcionarios se someten. ¿Para qué? Empezando por lo más
simple, para emitir a los catalanes un documento de identidad que no servirá
para coger un avión en el aeropuerto del Prat, y pasaportes que no serán aceptados
en ningún país del mundo; sobre todo, no servirán para los países que más
interesan a los catalanes. De acuerdo, es una cuestión menor; los pragmáticos
catalanes seguirán usando los documentos emitidos por el Estado. Pasemos a la
moneda: ¿cuál será? El euro, faltaría más. ¿Puesto en circulación, por quién?
El Banco Nacional de Catalunya. Perdón, no. Ese hipotético banco no es miembro
del Sistema Europeo de Bancos Centrales, y no lo será. Y sin serlo, no pondrá
en circulación nada. Cataluña y sus bancos seguirán dependiendo del Banco de
España, que no va a estrangular financieramente a nuestros compatriotas. Y de la misma forma, Cataluña seguirá disfrutando de las ventajas de pertenecer a la Unión Europea gracias a ser parte de España; gracias, precisamente, a que el Estado no reconoce la independencia.
Qué ridículo, ¿no? ¿De qué va entonces la independencia que quiere esta gente?
¿De proclamar a los cuatro vientos que son independientes, y en realidad
continuar dependiendo en todas las cuestiones cruciales de España? ¿Para ese
paripé hay que torcer la voluntad de respetar la ley que todavía hay en gran
número de funcionarios? ¿Ofrecerá esa situación mayor seguridad jurídica que la
actual? Hay que estar completamente loco para pensarlo.