Para evitar malos entendidos, crecí en Alicante en la década
del desarrollismo; vi surgir Benidorm, prácticamente de la nada hasta
convertirse en lo que es ahora. Hace treinta años, me vi envuelto
profesionalmente en el sector turístico, esta vez en Ibiza, y comprobé sus
efectos sobre el mercado laboral: jornadas de diez y doce horas, sin descanso
los fines de semana, de mayo a octubre, y el resto del año vacaciones forzosas
en el paro; fijo discontinuo llaman a ese contrato de trabajo. Luego asesoré a
empresarios mallorquines y, derivado de mis contactos con la Isla, en 1999
llevé a cabo (conjuntamente con José María Zufiaur) un estudio de Calvià, el
municipio más rico de España gracias al turismo, con objeto de desentrañar los
motivos del abandono escolar, entonces también uno de los más altos de España y
que naturalmente estaba relacionado con el turismo; desaconsejé la instalación
en ese municipio de un parque temático, que algunos otros economistas
recomendaban. Años después, participé por cuenta de la Universidad de Castilla-La
Mancha en el proyecto de crear un polo turístico en Ciudad Real. El Reino de
Don Quijote, se llamó la cosa. Un fracaso absoluto, también relacionado con el
del archifamoso aeropuerto de Ciudad Real. He visto el sector por activa y por
pasiva; conozco sus pros y sus contras, sus éxitos y sus fracasos. Di, en fin, clases en la Escuela Oficial de Turismo antes de dedicarme por entero a la Universidad. Trato de no hablar por hablar.
La reciente reacción contra los excesos del turismo (trato
de ser ecuánime) ha sido calificada de «turismofobia». Creo que no es más que
la indignación que saltó a la
palestra el 15 de mayo de 2011, focalizada en el turismo. El argumento de fondo
se desarrolla en los siguientes términos: Yo
no hago turismo, pero sufro sus efectos; no tengo por qué. Que los sufra quien
hace turismo, o sea, los ricos. Se enfatiza el carácter masivo e
insoportable del turismo ahora, como si fuera algo nuevo. En España llevamos
medio siglo sufriendo los efectos del turismo, y tratando de atemperarlos en lo
que se puede. El contrato de fijo discontinuo, al que aludí antes, fue un
importante logro de los sindicatos. Me dicen que ahora en Barcelona sólo hay
temporalidad y precariedad. Es un retroceso, pero está en la mano de los
interesados remediarlo, como hace cuarenta años. Hay mucha demagogia en esto,
como decir que aceptar el turismo sin más es como aceptar la industria sin
controles medioambientales. Y yo replico, en el mismo orden de comparación, que
el ataque a autobuses turísticos hoy es como la destrucción de telares
mecánicos por el movimiento ludita. ¿Se creerán de verdad muchos que en España
no se ha hecho nada por mejorar el turismo en medio siglo, en lo que se ha
podido? No hemos llegado a ser la segunda o tercera potencia mundial en
turismo, según los años, en dura competencia con Francia y Estados Unidos, y
sede de la Organización Mundial del Turismo, tirando el mercado. Desde luego,
siempre se puede hacer más y mejor, pero en esto la indignación hace gala del adanismo apreciable en sus posiciones en
muchos ámbitos: nada se hizo nunca antes, ellos han venido a arreglarlo todo.
El problema de fondo es complejo, y me temo que tiene
difícil arreglo. El español medio es ahora más pobre que antes
de la crisis. Entonces viajaba cada vez más gente; ahora hay un sector
importante que ni viaja ni se plantea viajar. No se les venga a hablar de
ventajas del turismo: eso es algo que pueden apreciar en primera persona los
ricos, no ellos. El problema tiene más vueltas en Barcelona, gracias a las
Olimpiadas del 92, que transformaron la ciudad, la modernizaron y embellecieron,
y le dieron una magnífica playa. Los barceloneses pobres de hoy (siempre los ha
habido, eso tampoco es nuevo) ni siquiera tienen que desplazarse a Salou,
pongamos por ejemplo, como los de antes; ahora van a su flamante playa en
Barcelona. ¿Por qué querrían compartirla con incómodas multitudes de turistas?
Y lo mismo con las terrazas y hasta las calles. Su razonamiento, como suele
ocurrir con la indignación, no llega
muy lejos pues, ¿de qué vivirá una ciudad que no crea suficientes empleos en
nuevas tecnologías para dar de comer a sus habitantes, pero que tiene la suerte
de atraer a los de fuera? Si llegamos a tener una sanidad y una educación
públicas como las de antes de la crisis, ha sido gracias al turismo. Y si hemos de recuperar los niveles entonces alcanzados tendrá que
hacerse con el turismo o no se hará, al menos en un horizonte previsible.
Hay más aspectos del asunto, sin embargo. La gentrificación y consiguiente expulsión
de la población local del centro de las ciudades turísticas adquiere caracteres
especialmente dramáticos en Barcelona. La subida de los precios de la propiedad
inmobiliaria como consecuencia de su uso más rentable repercute en subida de
los alquileres, y ésta rompe los presupuestos familiares. Tampoco es nada
nuevo: viene ocurriendo en Madrid desde mucho antes. Y sucede en todas las
grandes ciudades donde la formación de centros financieros, comerciales y de
negocios vacía de residentes barrios enteros. Querer que el centro de las
ciudades quede exclusivamente para uso residencial es negarse a que pueda
actuar como motor económico. Lo dramático es que la gentrificación, en Barcelona,
está siendo consecuencia de la crisis. Muchas familias, que perdieron su
vivienda en la crisis hipotecaria y han pasado a estar de alquiler, son
expulsadas al extrarradio. Por la acción del mercado, los perdedores de la
crisis son también los perdedores del boom turístico, al tiempo que los ganadores
ganan por partida doble. Pobres contra ricos, ricos contra pobres. Un argumento
así hace mella en el ayuntamiento presidido por quien fundó la Plataforma de
Afectados por la Hipoteca. Sin embargo, haría falta conocer con la mayor
exactitud posible los números, para tratarlos con correcciones a la política en
lugar de poner ésta al carro de los casos más sangrantes como si fueran la
regla general.
Todo se complica si introducimos la variable política, que
en Cataluña no es baladí. El proceso soberanista se ha querido explicar de
muchas y variadas formas: que si «España nos roba», que si se quiere tapar la corrupción
de los convergentes, que si ha surgido una oportunidad revolucionaria que asombrará al
mundo… Hay un factor que se olvida con frecuencia: la indignación, protagonista de este artículo. Cuando el gobierno de
Artur Mas se metió a hacer retallades,
que dejaron a la educación y la sanidad hechas unos zorros, se topó con la indignación. ¿Qué mejor forma de
librarse de su acoso que reconducir esa fuerza combativa hacia la secesión? Y
con su habitual falta de criterio en muchos ámbitos, la indignación se dejó reconducir. Obsérvese, por ejemplo, que los
votos de la CUP, independentista, en las autonómicas de septiembre de 2015,
fueron prácticamente los mismos que los de En Comù Podem, en su mayoría unionista,
en las generales dos meses después. La indignación
ha sufrido una esquizofrenia característica en el tema independentista, que la
ha hecho fácilmente manipulable por los políticos corruptos del nacionalismo.
Pero eso se está terminando. Los líderes de la indignación mantienen cada vez más firme su voluntad de no romper
con el Estado porque son conscientes de que en una república catalana (que los
trataría de colonos españoles) les iría mucho peor. Saben que el nacionalismo
es una ideología de ricos que quieren afianzar su poder sobre los pobres y que,
contra lo que creen los aventureros delirantes de la CUP, en una Cataluña
independiente será todavía más difícil que en España transformar las cosas. Y
consciente del desafío que para ella plantea el procès, la indignación
planta cara a los ricos en todos los terrenos que puede. Las circunstancias han
determinado que uno de ellos, y de la mayor importancia, sea el turismo.