La política es el arte de hacer
fetiches y apropiárselos. Un fetiche en política es un
símbolo que para unos es bueno y para otros, malo. Gana el pulso quien se lleva
de calle a la opinión. Nosotros hemos conocido varios fetiches: la Transición,
elevada a modelo mundial por la vieja
política y degradada a gestora del ‘régimen del 78’ por la nueva; el déficit público, bálsamo de fierabrás para los
keynesianos y bestia negra de los
liberales; el derecho de autodeterminación, sacrosanto privilegio de las
naciones para unos, trasunto de anarquía cantonalista para otros. La lista
sería interminable.
El artículo 155 de la Constitución
Española de 1978 es un fetiche. Hemos visto su rostro demonizado: flagrante
negación de los derechos territoriales y arma infalible del centralismo. Pronto
veremos su faz positiva: una vez
iniciado el proceso, el Gobierno debe explicar sus motivos al Senado, y
Puigdemont tendrá ocasión de defender la posición del Govern en la Cámara Alta
ante los medios de comunicación del mundo entero, quienes no dejarán de cubrir
la información con el interés que cubrieron la confusa declaración de
independencia. ¿Qué más puede pedir quien pretende representar a una sociedad que está dando al mundo una lección
de democracia y civismo?
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