El wishful thinking, que aquí algunos
traducen por «buenismo» (traducción particularmente estúpida, porque la voz
tampoco está en el Diccionario) y que prefiero españolizar como «deseos
piadosos», está profundamente arraigado en el alma de nuestras sociedades. Un
ejemplo de la universal prevalencia de los deseos piadosos es la idea de que,
en una crisis como la catalana, nadie
quiere que haya un muerto. Espero mostrar que, a estas alturas de la
crisis, no uno de los bandos sino los dos empiezan, si no a querer que haya
muertos en las calles, al menos a considerar que a lo peor es inevitable.
Empezaré por
el Gobierno. Hasta él sabe que la Justicia y las finanzas no son lo bastante
rápidas para resolver la crisis. Dominadas por sus propios tempos, ambas
esferas sólo pueden arrojar más leña al fuego. La gente salió el 1-O por
centenares de miles a votar en un referéndum ilegal (no lo era en sí, pero sí
celebrarlo en esa fecha) y no se va a dejar intimidar ahora por el
procesamiento de sus líderes o la fuga de un puñado de empresas. La gente está
galvanizada. Han visto sangre, y aunque en buena parte no sea de verdad sino
kétchup, lo que cuenta es el horror de la prensa internacional. La sangre excita la imaginación, y ésta
lleva a suponer que lo visto sólo es el principio. Se empieza a pensar que
puede haber muertos y cada cual se mentaliza
para ello. Claro que no es lo mismo decir
moros vienen que verlos venir, y eso
pesa en el cálculo del Gobierno. Es de esperar que la gente vuelva a
enfrentarse. Para hacerla regresar a sus casas puede no bastar un apaleamiento
general, incluso más brutal (brutal de verdad) que el del 1-O. Algún muerto la
mandaría a casa ipso facto, porque no es la perspectiva del sacrificio lo que
impulsa a la rendición sino la percepción de la inutilidad del mismo: la desigualdad
de fuerzas es manifiesta.
También los
líderes del independentismo habrán empezado a hacer sus cábalas. El procès está agotado. No contaban con un
escenario en que las grandes empresas abandonaran Cataluña; lo que siempre
vendieron es lo opuesto. Hace siete u ocho años Barcelona se contaba entre las tres
ciudades del mundo (con Dublín y Shanghai) preferidas por los ejecutivos de
grandes empresas norteamericanas. Ahora llegan aún coletazos de esa moda, pero
no puede durar. La CUP ha dicho que la marcha del gran capital será de ayuda
para construir la economía colaborativa con la que sueñan. Pero el PDdeCat y
ERC saben lo que significa: hay que pasar página cuanto antes. No pueden, sin
embargo, ponerse delante de la multitud para decir que de DUI nada. Algún
muerto sería funcional. El árbol de la
libertad se riega con sangre de los mártires.
Y luego está
la comunidad internacional. Una comunidad que apoya sin fisuras al Gobierno,
condena la independencia unilateral y pronostica males globales sin cuento en
caso de que triunfe la secesión. Pero que se desayunó espantada con las
imágenes del 1-O y que insta al Gobierno a negociar, a sabiendas de que no lo
hará. Las predicciones más pesimistas, por ahí fuera, hablan de una nueva Yugoeslavia,
de guerra civil y de no-sé-cuántas-cosas-más. Un número limitado de víctimas
mortales, que mande a la gente a sus casas por unos cuantos lustros, o mejor
décadas, podría incluso parecerles aceptable «para evitar males mayores».
La
perspectiva siembra el pánico entre los líderes independentistas, porque el
final de la crisis supondría su procesamiento por sedición; un delito tanto más
condenable si hay muertos de por medio. Eso los paraliza. Es por lo que
sospecho que la iniciativa recae ahora en el Gobierno.
Puede haber
muertos y, con arreglo a la ley de Murphy, si la situación llega a pudrirse
terminará por haberlos.
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