Que el independentismo catalán tiene
hondas raíces nadie puede ponerlo en duda. En la guerra de Sucesión a la corona
española creyeron lograr la independencia; de rebote, porque lo que entonces
querían era defender la organización política de los Austrias (foral, o sea
feudal, que ambas palabras tienen la misma raíz latina) contra la no menos absolutista
pero bastante más moderna de los Borbones. Ahora presume de «democrático», pero
el nacionalismo catalán tuvo un origen retrógrado de mucho cuidado. Es dudoso
que haya perdido ese marchamo a la fecha.
Los centenarios son ocasiones
propicias para celebrar el nacionalismo. Ni 1814 (apenas expulsados los
franceses y en plena rebelión de las colonias americanas, en suya supresión la industria
textil catalana estaba interesada como el que más) ni 1914 (al borde de una
conflagración europea que se mascaba desde la anexión de Bosnia-Herzegovina por
la monarquía danubiana, en 1909) ofrecieron coyunturas favorables. Pero 2014
era otra cosa. Acabada la Guerra Fría y en eterna pax americana, con la globalización marchando a paso de carga (y la
tecnociencia catalana globalizándose como el que más), disfrutando de derechos
inalienables en la Unión Europea, ¿qué obstáculo podía haber?
Muchos en el resto de España soñaron
con que la Constitución Española de 1978 pondría definitivo fin a las
veleidades independentistas del nacionalismo catalán. Craso error. Hacen mal
los unionistas en contraponer la figura de Tarradellas a los soberanistas
actuales: la actitud del gran político catalán sólo demuestra que era realista.
La transición no era el momento. Pero los albores del siglo XXI, ¿por qué no?
Hay quien cifra el comienzo de esta
ola independentista en la operación del juez Garzón para prevenir acciones de Terra Lliure con ocasión de los Juegos
de Barcelona, y que dio con varios activistas en la cárcel (y, según las malas
lenguas, el exilio voluntario de Puigdemont). No sabría decirlo. Pero está
claro que el proyecto estaba en un sólido y muy resuelto grupo ya en 2004. El
28 de diciembre de ese año – ojo a la fecha – se constituyó la Fundaçiò
PuntCat. El objeto era conseguir una extensión de dominio en internet, con
arreglo a la expansión del número de las mismas acordado por el ICANN
(organismo gestor de la asignación de nombres de dominio); la idea era lograr
.cat como una extensión patrocinada, lo que fue aprobado por el ICANN en
septiembre de año siguiente. De quince extensiones patrocinadas en aquellas
fechas, sólo dos tenían una referencia territorial, de sentido muy distinto:
.asia y .cat. Entonces ya estaban claros la intensión de sacar a Cataluña del
código de país .es, correspondiente a España, y el carácter singular del empeño
a escala planetaria. En el logro de la extensión tuvieron un papel protagonista
las gestiones del Institut d’Estudis Catalans, el mismo que dio cabida al
infundio de que El Quijote fue
originalmente escrito en catalán (El Quixot
o quizá En Quixot) por un tal Joan
Miquel Servent, nacido en Játiva pero de familia barcelonesa; novela que luego
habría sido reescrita en castellano. También influyó en la decisión del ICANN
la presión del capítulo catalán en la Internet Society.
La fábula del Quixot catalán y la absurda teoría de que Colón (supuestamente,
Cristòfol Colom) habría salido no de Palos, en Huelva, sino de Pals en el Bajo
Ampurdán, así como otros dislates igual de divertidos, muestran algo mucho más
dramático: el siempre difícil encaje de la cultura catalana en la española. Son
dos culturas distintas, basadas en dos lenguas muy diferentes. Sólo la más
supina ignorancia permite hoy decir que el catalán es un dialecto del
castellano; en realidad, pertenecen a dos ramas distintas de la lengua romance:
la castellano-portuguesa, por un lado, y la catalano-occitana, por otra, mucho
más próxima al italiano que a la que tiene al oeste. Para colmo, el catalán
comparte con el italiano, el francés e incluso el portugués ciertas notas de
musicalidad ausentes en el castellano. Ésta es una lengua recia y cortante, que
ha moldeado así el espíritu de las gentes que lo hablan como lengua nativa.
Se trata, así pues, de dos culturas antitéticas en algunos aspectos. Por momentos,
la simbiosis de ambas ha dado origen a los mejores momentos de la historia de
España; obviamente, no en la actual generación. Alguno de los peores aspectos
de esa difícil relación se está revelando en la presente crisis.
Si los Estados se definieran por la
uniformidad cultural (como quieren quienes llaman traidores a Serrat y
Boadella), Cataluña tendría todo el derecho a ser uno de ellos. Pero no es así.
Los Estados hoy se definen por su funcionalidad económica, y realmente Cataluña
y España (y la Unión Europea y probablemente Occidente pues el Catexit sumaría sus efectos al Brexit) tienen mucho que perder con la
independencia de la primera. JPMorgan, primer banco del mundo por el tamaño de
sus activos, advierte hoy de los riesgos en ese sentido, y llama a las
autoridades comunitarias a ser más beligerantes en la crisis. Se dirá: ya están
los bancos… Quizá, pero apunta también a algo con mucho sentido: no es un
problema cuya solución se pueda afrontar con romanticismo.
Pase lo que pase estos días, los
catalanes tienen que tener clara una cosa: si rompen con España, saldrán de la
UE y del euro para no regresar en un horizonte temporal previsible. Se enfrentarán la permanente
oposición de España y también a la de Alemania, porque otra cosa sería dar alas a
los nacionalistas bávaros a romper con la República Federal. El procès ya no es sólo un asunto de ámbito
europeo sino también un problema interno de todos los Estados miembros de la
Unión donde el ejemplo catalán podría prender con fuerza. Esto, que haría la
felicidad de los antisistema encendidos de rauxa,
debería hacer reflexionar, con su tradicional seny, a la clase media moderada de nuestra hermana Cataluña.
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