jueves, 25 de abril de 2013

El problema económico de nuestro tiempo


Hemos llegado a un punto en que ya es muy difícil, si no prácticamente imposible, poner en marcha políticas económicas que combatan de una forma clara el desempleo. Por un lado tenemos las reformas, llamadas «estructurales», que tienden a liberalizar los mercados, y muy señaladamente el de trabajo, a reforzar el sistema bancario y a reducir la necesidad de financiación de las administraciones públicas. Tras un periodo de cierto papanatismo, en que los partidarios de estas reformas opinaban que ellas traerían, por sí solas, la recuperación económica (la llamada «austeridad expansiva»), hoy parece haber consenso en que tales políticas, en el mejor de los casos, preparan a la economía para una posterior expansión, capacitándola para aprovechar de una forma más intensa las potencialidades del crecimiento. Incluso si la austeridad mostrara cierta capacidad de estimular el crecimiento a corto plazo, por vía de fomentar un mayor apetito de los inversores por el riesgo, lo que todavía está por ver, ese crecimiento tendrá un recorrido muy corto porque subsisten desequilibrios globales que la austeridad no es capaz de resolver.

Por otro lado, siguen estando quienes – con Paul Krugman a la cabeza – propugnan el aumento del gasto público y/o reducción de impuestos, y con eso el agravamiento del déficit, para estimular el crecimiento. El problema sigue siendo cómo se financia el mayor déficit. Financiarlo con deuda lleva implícita una restricción en el volumen de endeudamiento relativo al PIB, o sea, en la capacidad de soportar el pago de intereses y de devolver la propia deuda. Financiarlo con cargo a la expansión monetaria comporta un disenso considerable dentro de la opinión pública, de la más amplia como de la más experta, disenso que – a mi juicio – lo convierte en políticamente impracticable, al menos a medio plazo.

¿Dónde está, así pues, la solución? No la hay, sencillamente. Los «austericistas» tienen razón en que, en el contexto actual, uno, cualquiera, no debe endeudarse por encima de lo que es capaz de devolver; no la tienen en no ver que, monetizando el déficit y promoviendo la inflación, la deuda se devalúa y cuesta menos pagarla. Ahora bien, vuelven a tenerla en que, si todos los países hicieran lo mismo, el mercado global de deuda se hundiría, y todos (no sólo nosotros) acabarían peor; es preferible que los males no se generalicen. Y vuelven a perderla al tratar el default o impago de la deuda como un acto atroz, según se vio en Argentina hace unos años y se está viendo ahora mismo en Grecia. Esa forma de ver las cosas sólo crea exclusión en el ámbito internacional, pero también hay que entender que si el default no fuera tratado de esa forma, los países sentirían menos pavor y podrían dejarse tentar por la posibilidad de incurrir en él con frecuencia, con lo que, por vía de impago, se llegaría a la misma generalización del mal que más arriba por devaluación de la deuda. Como adelantaba, no hay solución fácil.

Para mí, el principal problema está en una incorrecta visión del mercado de trabajo y su papel en una economía capitalista. Creo que Keynes tenía razón en que los políticos vivos siempre son tributarios de algún economista muerto. Los liberales de hoy lo son en exceso de las teorías de Karl Marx. La idea de que el beneficio empresarial depende, sobre todo en épocas de crisis, de la extracción de lo que Marx llamó «plusvalía absoluta» (rebaja de salarios, aumento de la jornada de trabajo, intensificación de los ritmos de producción) ha calado demasiado hondo. ¿Que se nos dice? ¿Que para salvar la menguada industria textil que nos queda tenemos que llegar a los estándares laborales de Bangla Desh, primer productor textil mundial, con una industria que emplea a más de cuatro millones de trabajadores? ¡No me toquen los güitos! El mismo experimento mental se puede hacer mutatis mutandis con todas las industrias manufactureras, absolutamente con todas; menos con la fábrica de BMW en Spartanburg, Carolina del Sur, Estados Unidos de América, naturalmente. Al final, la variable clave radica en la tecnología. Y es justo la tecnología lo que siempre se queda fuera de las reformas estructurales. Excepto cuando se pone en marcha reformas para promover la educación «de excelencia», de las que hablaré in extenso otro día.

Pero algo habrá que hacer, nos decimos todos. Y aquí es donde entra la flexibilización del mercado de trabajo que propugnan nuestros liberales marxianos. No vamos a salvar el textil pero a lo mejor salvamos el automóvil, y la fabricación de aerogeneradores, y… y… Lo dicen mirando a Estados Unidos, como si copiando el mercado laboral de ese país fuéramos a atraer la inversión de BMW como lo ha hecho Spartanburg. Yo prefiero mirar directamente a Alemania. Me parece que a largo plazo nos trae mucha más cuenta mirar a Alemania. Y lo que veo es un mercado laboral tremendamente distinto, y no tanto por las normas legales (porque sea más fácil el despido en Alemania, que no lo es) sino por las consuetudinarias, o sea, por el comportamiento que asumen como moral los intervinientes en ese mercado. En 2008-2009, cuando aquí el trabajador jugaba a la ruleta rusa con su empleo, o más fácil todavía, se despedía directamente a las mujeres y a los jóvenes, y los que permanecían en la empresa se frotaban secretamente las manos, en Alemania, en cambio, toda la plantilla aceptaba reducciones salariales con tal de que no hubiera despidos. Aquí eso no lo aceptarían ni la empresa ni los empleados con más probabilidades de quedarse; a lo sumo, éstos aceptarían un ERE en cuya virtud trabajaran menos horas, o días, pero cobrando exactamente lo mismo con cargo al seguro de desempleo. Se trata de que yo, si estoy en posición de poder, no pierda nunca. Eso marca la diferencia. Sobre dos comportamientos tan distintos en la base de la economía se construyen dos modelos de país enteramente diversos. Y ahora vemos con claridad cuál es capaz de hacer frente mejor a una situación globalmente adversa.



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