martes, 9 de diciembre de 2014
Qué futuro nos espera con Podemos
miércoles, 29 de enero de 2014
Entramos en zona de turbulencias, abróchense los cinturones
La semana pasada se encendieron luces ámbar de peligro a la vista en los mercados financieros de todo el mundo. Países tan distantes entre sí como Tailandia, Argentina, India, Turquía y Sudáfrica, en cascada, iban viendo sus monedas entrar en caída libre. Hoy, todos ellos han subido sus tipos de interés, la medida clásica para el caso. Pero no está claro que así se resuelva el problema. ¿Qué está pasando, en realidad?
Llevamos meses esperando que la Reserva Federal de Estados Unidos, su banco central, ponga fin a las medidas no convencionales llamadas QE, de apoyo monetario a la economía. Esas medidas pueden haber supuesto cerca de 2,5 billones (millones de millones) de dólares extra. Si se les pone fin, el dólar va a apreciarse. Los ahorradores de todo el mundo, y sobre todo los de los países emergentes, con moneda más vulnerable, toman posiciones frente a esa eventualidad. Cambian su divisa por dólar, y lo hacen deprisa, no sea que la nueva presidenta de la Reserva Federal les coja sin haber hecho el cambio. Eso es todo. Nada más.
Pero las consecuencias pueden ser importantes. La "caja de herramientas", por otro nombre, conjunto de políticas económicas disponibles, obliga a esos países a penalizar la economía real para tratar una enfermedad puramente financiera, de la que no son en absoluto responsables. Al elevar sus tipos de interés, suben los costes de producción de sus empresas, de consumo de su población y de inversión de los agentes económicos, en general. Eso no dejará de ejercer efectos desfavorables sobre el empleo y el gasto agregado de tales países, lo cual afectará a las exportaciones de los países desarrollados, como el nuestro. Es verdad que a lo mejor no exportamos mucho a ninguno de esos países, pero no importa. Exportamos a otros países, cuya demanda sí puede depender de lo que vendan a los primeros. En este mundo globalizado e interdependiente no cabe hacerse ilusiones al respecto.
Vengo señalando que la economía española ha entrado en una recuperación, basada en un modelo exportador, que está más amenazada por problemas externos que por desequilibrios internos. En otras palabras, somos muy vulnerables a lo que está pasando. Habrá que estar atentos a cómo se desenvuelve la cosa. Que no nos pase nada.
miércoles, 20 de noviembre de 2013
Sobre brotes verdes, luces al final del túnel, y otras sandeces
José Luis Rodríguez Zapatero actuó como un botarate cuando dio en hablar a destiempo de «brotes verdes». Mariano Rajoy no le queda a la zaga en estulticia al echar las campanas al vuelo celebrando la «luz al final del túnel (de la crisis)», que ven él y los suyos. Su argumento es la mejora del sector exterior y el aplauso unánime de los organismos internacionales y los mercados, traducido en la moderación de la prima de riesgo. Últimamente, Rajoy parece estar muy contento porque el desempleo ha bajado en octubre, medido en tasa interanual, por primera vez desde el comienzo de la crisis.
Rajoy se olvida de que una golondrina no hace verano. Él cree que sí; allá él con sus peregrinas convicciones. Pero lo importante no es discutirle la bondad de sus datos. Son buenos. Donde no demuestra ni pizca de inteligencia, es en atribuir el mérito de esa mejora a la acción de su gobierno, las famosas «reformas estructurales». Pues no. Hay dos factores más importantes que esa acción, uno de orden interno y otro de orden externo. El primero es la bajada general de los salarios y del precio de la propiedad inmobiliaria, que por algo que los economistas llaman «efecto Pigou» está atrayendo dinero a España. En cuanto a la bajada de salarios, no es cosa de este año, ni de la última reforma laboral; que se mire los datos, y verá que data de la reforma de su antecesor, e incluso antes. Ambos efectos son una consecuencia natural de la crisis, independiente de cualquier actuación política. El factor de orden externo es la salida de la economía global de la segunda recesión, de la que se benefician más las economías que más han sufrido la devaluación interna, vía salarios y precio de los activos inmobiliarios.
Ahora bien, si Rajoy tuviera una pizca de sensatez, se daría cuenta de que la recuperación global es tremendamente frágil, incluso más frágil que la 2009. Como la economía internacional vuelva a las andadas, entonces sí vamos a ver lo que valen las famosas reformas estructurales.
viernes, 24 de mayo de 2013
El problema de fondo de la economía española
Hay un análisis de la intensidad diferencial de la crisis en España, comparativamente a la del resto de Europa y el mundo desarrollado, que es profundamente erróneo. Viene a decir que nuestro problema radica en el estallido del llamado «modelo del ladrillo». Hasta 2007-2008, nos fue muy bien con el auge de los sectores inmobiliario y de la construcción, sólo que eso provocó un sobreendeudamiento de familias y empresas en un contexto de dinero barato propiciado por el Banco Central Europeo. Cuando vinieron mal dadas, sobre todo tras la quiebra de Lehman Brothers, en septiembre de 2008, todo ese montaje resultó insostenible y se vino abajo. Mala suerte; ahora habría que buscar un nuevo modelo de especialización. Hoy se puede afirmar claramente que ésa es una visión equivocada de la realidad. El ladrillo tan sólo sirvió para tapar el verdadero problema. Mientras no se entienda esto, España no saldrá definitivamente de la crisis.
Entre 1985 y 1995, se produjeron cambios cruciales tanto en la economía mundial como en la economía española. Los de andar por casa nos ocultaron los de mayor alcance, cuyas consecuencias para nosotros todavía pasan desapercibidas. En esos años, el mundo pasó de dividirse entre desarrollo y subdesarrollo a entrar en una era nueva que se llamó globalización. En el anterior orden económico internacional, el estatus de un país desarrollado estaba garantizado por su capacidad de producción industrial, a la que apenas podía acceder el mundo subdesarrollado. Éste existía sólo para proporcionar materias primas y mercados a la industria del mundo desarrollado. Todo funcionaba perfectamente, con alguna crisis que otra. Pero en esos diez años, todo cambió, aunque al principio la transformación únicamente resultó perceptible en algunos signos externos. Por una serie de circunstancias puestas en juego por el mundo desarrollado, pero que éste distaba de poder controlar, los países subdesarrollados comenzaron a adquirir industria. Su propia pobreza de partida se convirtió en una ventaja competitiva de primer orden, porque podían producir artículos industriales a un coste muy inferior. Al principio, los países antes subdesarrollados y ahora conocidos como «emergentes» accedían tan sólo a producciones industriales de tecnologías muy sencillas; pero en poco tiempo empezaron a progresar también en ese terreno. En lo fundamental, la división desarrollo/subdesarrollo empezó a desdibujarse. En adelante, ya únicamente habría competidores globales.
España debería haberse adaptado lo más rápidamente posible a esos cambios, pero no lo hizo. España era, desde hacía muy poco, un país desarrollado. Estábamos en el lado bueno de la antigua raya divisoria. En la década anterior, habíamos accedido a la democracia, el sistema político de los países desarrollados. Al comienzo mismo de la década de cambio, habíamos entrado en la Comunidad Europea, selecto club de un número sustancial de países desarrollados. Aceptar que había que olvidarse de los privilegios recientemente adquiridos era pedirnos demasiado, según parece. Gobernaba el PSOE, que al principio era consciente de las dos grandes transformaciones en que España estaba incursa. Pronto, sin embargo, se olvidó de la global y se concentró en la doméstica. Acuciado por tasas de desempleo que ya entonces eran superiores a la media europea, introdujo la precarización en el mercado de trabajo con la temporalidad de los contratos. Y ofreció educación para todos, en todos los niveles de enseñanza, como moneda de cambio (inevitablemente, barata) para sostener la democracia y lograr apoyos al proyecto europeo. Después vinieron la universalización de la sanidad pública y de las pensiones y el resto de elementos del Estado de bienestar. Cuando acabó la década de la gran transformación globalizadora, al partido que gobernó entre 1996 y 2004, el PP, le competía la responsabilidad de liderar al país en la dirección apropiada, corrigiendo el rumbo en cierto modo ensimismado de la economía. Pero ese partido optó por la línea de menor resistencia. En lugar de adaptar al país para la competencia global, prefirió un crecimiento intenso pero basado en producciones en las que no tenía competidor posible porque consistía en inflar una gigantesca burbuja inmobiliaria. La precarización del mercado laboral era funcional a ese proyecto. Y así nació el modelo del ladrillo como una estratagema para escapar a los cambios obligados por la globalización.
Durante dos lustros y medio, la cosa fue bastante bien. No sólo se pudo articular un crecimiento basado en la demanda interna y en producciones a salvo de la competencia exterior, sino que ese crecimiento atrajo capitales y mano de obra extranjera. ¡Qué guay, el milagro español! El problema es que, mientras llenábamos el país de edificios muy por encima de nuestras necesidades, y mientras nos endeudábamos hasta las cejas para poder hacerlo, nuestra industria y, lo que es peor, nuestra sociedad dejaba de lado la obligación de acometer cambios ineludibles. Nos ensimismamos más y más. En ese tiempo, las empresas españolas con capacidad de financiación exterior se volcaron en América Latina, porque allí se hablaba español. Aznar se inclinó hacia Estados Unidos y en detrimento de Europa, porque allí se valoraba más el español que en nuestro entorno. Los españoles teníamos probablemente el peor manejo del inglés de toda Europa. Todos reconocían las deficiencias del sistema educativo, pero nadie las abordaba porque ¿qué educación hacía falta, después de todo, para la construcción y el turismo?
Pero llegó 2008, y con la crisis de ese año el ajuste de cuentas de la economía española. En un contexto de financiación dura, opuesto al que lo había alimentado, el modelo del ladrillo se vino abajo como un castillo de naipes. Y con él, desapareció toda oportunidad de reiniciar un crecimiento sostenido sobre la base de actividades a salvo de la competencia exterior. Lo único bueno de la actual crisis se podría decir que es que, al arruinar el modelo del ladrillo, terminó esa diversión que nos hizo perder diez o doce años cruciales. Lo peor es que, cinco años después, parece que la sociedad española no ha aprendido aún la lección. Sigue ensimismada. Y el gobierno actual, del mismo partido que aquel otro gobierno que infló la burbuja inmobiliaria justo a tiempo para mantenernos al margen de la competencia exterior, solamente encuentra la salida de abaratar la mano de obra (por otro nombre, «devaluación interior»), lo que en definitiva viene a ser como decir: “Hemos disfrutado del desarrollo por encima de nuestras posibilidades; volvamos, pues, a la condición que nos corresponde, que es la de país emergente”.
jueves, 25 de abril de 2013
El problema económico de nuestro tiempo
Hemos llegado a un punto en que ya es muy difícil, si no prácticamente imposible, poner en marcha políticas económicas que combatan de una forma clara el desempleo. Por un lado tenemos las reformas, llamadas «estructurales», que tienden a liberalizar los mercados, y muy señaladamente el de trabajo, a reforzar el sistema bancario y a reducir la necesidad de financiación de las administraciones públicas. Tras un periodo de cierto papanatismo, en que los partidarios de estas reformas opinaban que ellas traerían, por sí solas, la recuperación económica (la llamada «austeridad expansiva»), hoy parece haber consenso en que tales políticas, en el mejor de los casos, preparan a la economía para una posterior expansión, capacitándola para aprovechar de una forma más intensa las potencialidades del crecimiento. Incluso si la austeridad mostrara cierta capacidad de estimular el crecimiento a corto plazo, por vía de fomentar un mayor apetito de los inversores por el riesgo, lo que todavía está por ver, ese crecimiento tendrá un recorrido muy corto porque subsisten desequilibrios globales que la austeridad no es capaz de resolver.
Por otro lado, siguen estando quienes – con Paul Krugman a la cabeza – propugnan el aumento del gasto público y/o reducción de impuestos, y con eso el agravamiento del déficit, para estimular el crecimiento. El problema sigue siendo cómo se financia el mayor déficit. Financiarlo con deuda lleva implícita una restricción en el volumen de endeudamiento relativo al PIB, o sea, en la capacidad de soportar el pago de intereses y de devolver la propia deuda. Financiarlo con cargo a la expansión monetaria comporta un disenso considerable dentro de la opinión pública, de la más amplia como de la más experta, disenso que – a mi juicio – lo convierte en políticamente impracticable, al menos a medio plazo.
¿Dónde está, así pues, la solución? No la hay, sencillamente. Los «austericistas» tienen razón en que, en el contexto actual, uno, cualquiera, no debe endeudarse por encima de lo que es capaz de devolver; no la tienen en no ver que, monetizando el déficit y promoviendo la inflación, la deuda se devalúa y cuesta menos pagarla. Ahora bien, vuelven a tenerla en que, si todos los países hicieran lo mismo, el mercado global de deuda se hundiría, y todos (no sólo nosotros) acabarían peor; es preferible que los males no se generalicen. Y vuelven a perderla al tratar el default o impago de la deuda como un acto atroz, según se vio en Argentina hace unos años y se está viendo ahora mismo en Grecia. Esa forma de ver las cosas sólo crea exclusión en el ámbito internacional, pero también hay que entender que si el default no fuera tratado de esa forma, los países sentirían menos pavor y podrían dejarse tentar por la posibilidad de incurrir en él con frecuencia, con lo que, por vía de impago, se llegaría a la misma generalización del mal que más arriba por devaluación de la deuda. Como adelantaba, no hay solución fácil.
Para mí, el principal problema está en una incorrecta visión del mercado de trabajo y su papel en una economía capitalista. Creo que Keynes tenía razón en que los políticos vivos siempre son tributarios de algún economista muerto. Los liberales de hoy lo son en exceso de las teorías de Karl Marx. La idea de que el beneficio empresarial depende, sobre todo en épocas de crisis, de la extracción de lo que Marx llamó «plusvalía absoluta» (rebaja de salarios, aumento de la jornada de trabajo, intensificación de los ritmos de producción) ha calado demasiado hondo. ¿Que se nos dice? ¿Que para salvar la menguada industria textil que nos queda tenemos que llegar a los estándares laborales de Bangla Desh, primer productor textil mundial, con una industria que emplea a más de cuatro millones de trabajadores? ¡No me toquen los güitos! El mismo experimento mental se puede hacer mutatis mutandis con todas las industrias manufactureras, absolutamente con todas; menos con la fábrica de BMW en Spartanburg, Carolina del Sur, Estados Unidos de América, naturalmente. Al final, la variable clave radica en la tecnología. Y es justo la tecnología lo que siempre se queda fuera de las reformas estructurales. Excepto cuando se pone en marcha reformas para promover la educación «de excelencia», de las que hablaré in extenso otro día.
Pero algo habrá que hacer, nos decimos todos. Y aquí es donde entra la flexibilización del mercado de trabajo que propugnan nuestros liberales marxianos. No vamos a salvar el textil pero a lo mejor salvamos el automóvil, y la fabricación de aerogeneradores, y… y… Lo dicen mirando a Estados Unidos, como si copiando el mercado laboral de ese país fuéramos a atraer la inversión de BMW como lo ha hecho Spartanburg. Yo prefiero mirar directamente a Alemania. Me parece que a largo plazo nos trae mucha más cuenta mirar a Alemania. Y lo que veo es un mercado laboral tremendamente distinto, y no tanto por las normas legales (porque sea más fácil el despido en Alemania, que no lo es) sino por las consuetudinarias, o sea, por el comportamiento que asumen como moral los intervinientes en ese mercado. En 2008-2009, cuando aquí el trabajador jugaba a la ruleta rusa con su empleo, o más fácil todavía, se despedía directamente a las mujeres y a los jóvenes, y los que permanecían en la empresa se frotaban secretamente las manos, en Alemania, en cambio, toda la plantilla aceptaba reducciones salariales con tal de que no hubiera despidos. Aquí eso no lo aceptarían ni la empresa ni los empleados con más probabilidades de quedarse; a lo sumo, éstos aceptarían un ERE en cuya virtud trabajaran menos horas, o días, pero cobrando exactamente lo mismo con cargo al seguro de desempleo. Se trata de que yo, si estoy en posición de poder, no pierda nunca. Eso marca la diferencia. Sobre dos comportamientos tan distintos en la base de la economía se construyen dos modelos de país enteramente diversos. Y ahora vemos con claridad cuál es capaz de hacer frente mejor a una situación globalmente adversa.
miércoles, 20 de febrero de 2013
El fatalismo español y Rajoy
La ciudadanía no cree que España pueda salir de la crisis sin ayuda exterior. ¿Qué clase de ayuda exterior? Eso está por ver. Pero la idea básica es que ningún gobierno, sea del color que sea, tenga el programa que tenga, podrá sacarnos del atolladero. Crisis de fatalismo. En una tal crisis de fatalismo, lo único que cabe esperar es que algo, sea de la naturaleza que sea, venga de repente a sacarnos las castañas del fuego. Desde otro punto de vista, la situación también podría describirse como crisis de fe (ojo, no de confianza): los españoles hemos perdido la fe en nuestras capacidades, en nuestras competencias, en nosotros mismos. Conclusión: la misma. Dependemos de otros para salir adelante. El peligro implícito en la situación es, por tanto, que España se deslice de la posición de «país desarrollado», anterior a la crisis, a la de «país dependiente», posición esta última que se reforzaría tras una salida de la crisis que fuera atribuible a la actuación de «poderes exteriores». Semejante condición aparece ya indicada por la terminología de «periferia europea», en la que se nos incluye sistemáticamente, y que podría llegar a convertirse en «periferia del capitalismo», si el marasmo actual se prolongara en exceso. Una situación, vaya, comparable a la actual de Grecia.
Si el diferencial de la crisis española es el fatalismo numerosos hechos, a primera vista sorprendentes, quedan explicados. A esta situación no se ha llegado de la noche a la mañana. Entre 2008 y 2011 se confió en las «soluciones blandas» del gobierno Zapatero; no porque parecieran más razonables, sino porque eran más cómodas. El fatalista siempre elige lo más cómodo. Si vale, mejor. Si no, ya se encargará el destino de desmentirlo. El destino lo desmintió. Consecuentemente, el fatalismo español llevó a Rajoy al gobierno en 2011; no porque la ciudadanía hubiera entrado en razón, sino por esperar que las «soluciones duras» funcionaran donde habían fracasado las «blandas». Las «soluciones duras» de Rajoy tampoco han funcionado. ¿Qué nos queda? Nada, absolutamente nada. O mejor dicho, una sola cosa: la ayuda exterior. Es así que Rajoy lo tiene todo a punto para pedir el rescate cuando le convenga, si llega a convenirle, porque la ciudadanía lo aceptará como lo único realista a estas alturas de la crisis. Pero lo evitará cuanto pueda, por lo que vamos a ver.
Lo que la hipótesis de crisis de fatalismo explica con facilidad es que Rajoy se sostenga pese a sus dificultades aparentes. Parece que, pese a su probada ineptitud técnica, tiene bien cogido el punto al electorado español. Su estrategia es una de fe. Puede que la solución no provenga estrictamente del exterior, sino de cosas que estamos haciendo y que ejercen efectos beneficiosos aunque no los notemos. Nuestra suerte puede cambiar en algún momento indeterminado del futuro. Apenas sin darnos cuenta, estaremos fuera de la crisis. Ésa es la fe que Rajoy querría inculcar. Es la fe que comparte el núcleo duro de votantes del PP, que se defienden con uñas y dientes contra las críticas, del tipo que sea. Ha perdido apoyo electoral, sin duda; pero esos votantes no han ido al PSOE (¿para qué?: éste ya demostró su incapacidad) sino directamente a la desesperación. Rajoy confía en mostrarles que es mejor la fe que la desesperación, y recuperar esos votos para su causa. A estas alturas, creo que tiene más posibilidades de lograrlo que Rubalcaba.
Tampoco la corrupción en su propio partido (quizá incluso la suya personal) le hace un daño irremediable a Rajoy. El debate de la corrupción le ayuda a ganar tiempo en la economía, a conseguir quizá que los indicadores mejoren un poco más. Lo importante es que no aparecen alternativas claras, y que él sin embargo sigue ofreciendo la fe como un antídoto válido para el fatalismo. Éste es un país formalmente católico, donde el descreimiento ha sido generalizado en los últimos lustros. Los estrategas de la derecha han dado en pensar que el descreimiento religioso y el fatalismo económico tienen estrecha relación en la esfera psíquica. De ahí la ofensiva para restaurar la influencia de la Iglesia en numerosos ámbitos, incluido el educativo. Combinado con el «culto a la excelencia», que buena parte del centro-izquierda comparte (lo que ayuda a establecer una hegemonía social), el PP aspira a sustituir la lógica de la ayuda pública, de algún modo «externa» al sujeto, por la racionalidad de la fe en uno mismo. El fatalismo económico o la esperanza generalizada en la ayuda de otros (por otro nombre, «solidaridad»), visto desde este ángulo, sería el producto de tres décadas de hegemonía socialista (con el paréntesis de las dos legislaturas de Aznar) actuando sobre un sustrato de descreimiento del catolicismo puro y duro. Si Rajoy tiene éxito, se instauraría una fe voluntarista, con ribetes de la doctrina de la predestinación, que consolidaría la hegemonía de la derecha por un periodo similar. No es, por tanto, un simple retroceso al pasado. Es una conservación formal de los valores católicos, pero actualizados con valores del protestantismo, al que se atribuiría el éxito económico de los países «centrales» de la Unión Europea. Esto explicaría el apoyo cerrado de la derecha europea al proyecto de Rajoy.
Así las cosas, los problemas de Rajoy con la corrupción son de índole menor; tan menor, que por ahora no siente la necesidad de hacer concesión alguna. Si tuviera algo más de arrojo (y si no llega a tenerlo, ahí está Gallardón, echándole el aliento en el cogote) la amenaza que la corrupción representa para su partido y el gobierno podría transformarse en una oportunidad de «limpiar» España de «mediocres» necesitados de violar las reglas del juego. Claro que tiene que encontrar la forma de hacerlo, causando más daño a la oposición que a sí mismo. Y todavía no la ha encontrado. Tampoco es fácil porque la «mediocridad» en España está generalizada, con arreglo a los estándares que se quiere implantar. Es en esa carencia donde radica el dinamismo de la situación.
sábado, 12 de enero de 2013
El nuevo modelo económico español
Todavía se oye el ya viejo comentario de que España, que basó su crecimiento hasta 2007 en el modelo «del ladrillo», al desaparecer éste por efecto del pinchazo de la burbuja inmobiliaria, sigue sin modelo de recambio y de ahí la persistencia del paro. Craso error. Durante el año de presidencia que lleva Rajoy, nuestra economía se ha lanzado a tumba abierta a «construir» un nuevo modelo, y lo está haciendo con eficacia. En realidad, no era difícil; tan sólo se necesitaba resolución, si la sociedad no era capaz por sí misma de afrontar la destrucción creativa que predicara Schumpeter, del gobierno para hacerlo en su lugar. El objetivo y los medios eran de manual: el manual del modelo de promoción de exportaciones, redactado por el Banco Mundial hacia 1985 e impuesto por el Fondo Monetario Internacional a lo que entonces se llamaba «países en vías de desarrollo». No es extraño, por tanto, que la sociedad española esté padeciendo muchos de los efectos de ese modelo, en aquella década sufridos por los países que habían tenido la desgraciada de verse afectados por la crisis de la deuda externa, de 1982. Similares causas, mismos remedios.
Vamos al modelo. La idea básica es que una economía que se enfrenta severamente a la restricción exterior, por ejemplo, por causa de sobreendeudamiento, debe 1) reducir drásticamente las necesidades financieras de su sector público, 2) flexibilizar al máximo la asignación de recursos interna, y 3) transferir recursos lo más rápidamente posible del sector que produce para la demanda interna al sector que produce para demanda externa y por tanto es capaz de generar ingresos en divisas. Los dos primeros requisitos configuran la política del gobierno Rajoy durante 2012. El tercer punto es el premio que se recibe si todo se ha hecho correctamente. Como todo se ha hecho correctamente, los indicadores más recientes registran dos cambios, aparentemente contradictorios, pero que el modelo revela son íntimamente dependientes el uno del otro. Por una parte, ha aparecido un superávit comercial, cosa insólita ya que ese capítulo de la balanza de pagos de la economía española con el exterior siempre había sido deficitario, desde los tiempos de Franco, durante la transición y en los últimos lustros. Ese rasgo es el que saludan con entusiasmo los mercados, con caídas verticales de la prima de riesgo, subastas del Tesoro relativamente exitosas y múltiples parabienes, recibidos de todos los rincones del patio. ¡El modelo funciona, y de qué forma! ¡España está haciendo sus deberes! Y junto a eso, el segundo dato, que termina de configurar el punto 3) enunciado antes: la producción industrial de España retrocede a niveles de 1993. Toda actividad industrial que no sea tan competitiva como para sumar a las exportaciones, está condenada a perecer. Y lo está por la sencilla razón de que el modelo comporta la depresión de la demanda interna, que es sobre la que subsistía la industria que ahora se desmantela para transferir «recursos», léase capital, al sector exportador. Todo cuadra. La gestión de Rajoy se puede calificar de perfecta.
¿Problemas del nuevo modelo? Todos. Para empezar, tendríamos que ser una economía como Corea para llegar a disponer de un sector exportador que absorba seis millones de parados. Y, a diferencia de Corea, hacerlo sin investigar, sin innovar y sin disponer de tecnologías de punta, puesto que nosotros no investigamos (salvo honrosas excepciones), mucho menos innovamos (ídem de ídem) y apenas generamos patentes que interesen a efectos prácticos. O sea, que nuestro modelo es más el de Costa Rica o Malasia que el de Corea. Mantendremos el paro muy elevado durante mucho, mucho tiempo. Probablemente, hasta que lo absorban flujos suficientemente intensos de emigración, sobre todo entre los jóvenes.
Pero no todos los problemas son «sociales». También se vislumbra problemas económicos a corto plazo, si el gobierno quiere más acuciantes. La promoción de exportaciones exige ahorro para financiarla. Se trata de vender al exterior para no comprar nada, sino retener las divisas; eso es una forma de inversión. Pero resulta que el ahorro de las familias cae a velocidad de vértigo, con su renta disponible; el gobierno se enfrenta a crecientes problemas, sobre todo con las autonomías, para ulteriores reducciones de su déficit, o sea, mejoras de su ahorro (todavía negativo) y aunque la renta de las empresas aumenta, tal aumento sólo se traducirá en inversión productiva conforme haya oportunidades de invertir en el sector exportador, que por su propia naturaleza y en medio de la actual recesión no puede más que crecer moderadamente. No voy a entrar ahora en lo que presumiblemente hacen las empresas con su mayor excedente, a falta de invertir en el sector exportador. Lo que quiero resaltar es que el efecto combinado de todos esos factores se traduce en una necesidad de financiación externa de la economía española que sigue estando, según el INE, en el 1,7% del PIB español. Y eso, sólo para mantener las exportaciones en su nivel actual. Si se quiere aumentar el flujo de exportaciones, que es crucial para que el modelo se asiente, hay que reducir el déficit público más, o aumentar el ahorro de las familias (contradictorio con lo anterior) o acudir a mayor financiación exterior. Por eso, el modelo se combinaba en las décadas de los ochenta y noventa con abundante financiación del FMI a los alumnos aventajados de la clase.
Desde el punto de vista intelectual (y sólo desde ese punto de vista) va a ser divertido ver los apuros del tándem Rajoy-Guindos tratando de evitar el rescate de la economía española; diciendo un día que de ninguna manera habrá rescate, y al siguiente que nuestro rescate no será un verdadero rescate, sólo uno de mentirijillas. Lo van a tener crudo para sacar su incipiente modelo adelante.