Hay un análisis de la intensidad diferencial de la crisis en España, comparativamente a la del resto de Europa y el mundo desarrollado, que es profundamente erróneo. Viene a decir que nuestro problema radica en el estallido del llamado «modelo del ladrillo». Hasta 2007-2008, nos fue muy bien con el auge de los sectores inmobiliario y de la construcción, sólo que eso provocó un sobreendeudamiento de familias y empresas en un contexto de dinero barato propiciado por el Banco Central Europeo. Cuando vinieron mal dadas, sobre todo tras la quiebra de Lehman Brothers, en septiembre de 2008, todo ese montaje resultó insostenible y se vino abajo. Mala suerte; ahora habría que buscar un nuevo modelo de especialización. Hoy se puede afirmar claramente que ésa es una visión equivocada de la realidad. El ladrillo tan sólo sirvió para tapar el verdadero problema. Mientras no se entienda esto, España no saldrá definitivamente de la crisis.
Entre 1985 y 1995, se produjeron cambios cruciales tanto en la economía mundial como en la economía española. Los de andar por casa nos ocultaron los de mayor alcance, cuyas consecuencias para nosotros todavía pasan desapercibidas. En esos años, el mundo pasó de dividirse entre desarrollo y subdesarrollo a entrar en una era nueva que se llamó globalización. En el anterior orden económico internacional, el estatus de un país desarrollado estaba garantizado por su capacidad de producción industrial, a la que apenas podía acceder el mundo subdesarrollado. Éste existía sólo para proporcionar materias primas y mercados a la industria del mundo desarrollado. Todo funcionaba perfectamente, con alguna crisis que otra. Pero en esos diez años, todo cambió, aunque al principio la transformación únicamente resultó perceptible en algunos signos externos. Por una serie de circunstancias puestas en juego por el mundo desarrollado, pero que éste distaba de poder controlar, los países subdesarrollados comenzaron a adquirir industria. Su propia pobreza de partida se convirtió en una ventaja competitiva de primer orden, porque podían producir artículos industriales a un coste muy inferior. Al principio, los países antes subdesarrollados y ahora conocidos como «emergentes» accedían tan sólo a producciones industriales de tecnologías muy sencillas; pero en poco tiempo empezaron a progresar también en ese terreno. En lo fundamental, la división desarrollo/subdesarrollo empezó a desdibujarse. En adelante, ya únicamente habría competidores globales.
España debería haberse adaptado lo más rápidamente posible a esos cambios, pero no lo hizo. España era, desde hacía muy poco, un país desarrollado. Estábamos en el lado bueno de la antigua raya divisoria. En la década anterior, habíamos accedido a la democracia, el sistema político de los países desarrollados. Al comienzo mismo de la década de cambio, habíamos entrado en la Comunidad Europea, selecto club de un número sustancial de países desarrollados. Aceptar que había que olvidarse de los privilegios recientemente adquiridos era pedirnos demasiado, según parece. Gobernaba el PSOE, que al principio era consciente de las dos grandes transformaciones en que España estaba incursa. Pronto, sin embargo, se olvidó de la global y se concentró en la doméstica. Acuciado por tasas de desempleo que ya entonces eran superiores a la media europea, introdujo la precarización en el mercado de trabajo con la temporalidad de los contratos. Y ofreció educación para todos, en todos los niveles de enseñanza, como moneda de cambio (inevitablemente, barata) para sostener la democracia y lograr apoyos al proyecto europeo. Después vinieron la universalización de la sanidad pública y de las pensiones y el resto de elementos del Estado de bienestar. Cuando acabó la década de la gran transformación globalizadora, al partido que gobernó entre 1996 y 2004, el PP, le competía la responsabilidad de liderar al país en la dirección apropiada, corrigiendo el rumbo en cierto modo ensimismado de la economía. Pero ese partido optó por la línea de menor resistencia. En lugar de adaptar al país para la competencia global, prefirió un crecimiento intenso pero basado en producciones en las que no tenía competidor posible porque consistía en inflar una gigantesca burbuja inmobiliaria. La precarización del mercado laboral era funcional a ese proyecto. Y así nació el modelo del ladrillo como una estratagema para escapar a los cambios obligados por la globalización.
Durante dos lustros y medio, la cosa fue bastante bien. No sólo se pudo articular un crecimiento basado en la demanda interna y en producciones a salvo de la competencia exterior, sino que ese crecimiento atrajo capitales y mano de obra extranjera. ¡Qué guay, el milagro español! El problema es que, mientras llenábamos el país de edificios muy por encima de nuestras necesidades, y mientras nos endeudábamos hasta las cejas para poder hacerlo, nuestra industria y, lo que es peor, nuestra sociedad dejaba de lado la obligación de acometer cambios ineludibles. Nos ensimismamos más y más. En ese tiempo, las empresas españolas con capacidad de financiación exterior se volcaron en América Latina, porque allí se hablaba español. Aznar se inclinó hacia Estados Unidos y en detrimento de Europa, porque allí se valoraba más el español que en nuestro entorno. Los españoles teníamos probablemente el peor manejo del inglés de toda Europa. Todos reconocían las deficiencias del sistema educativo, pero nadie las abordaba porque ¿qué educación hacía falta, después de todo, para la construcción y el turismo?
Pero llegó 2008, y con la crisis de ese año el ajuste de cuentas de la economía española. En un contexto de financiación dura, opuesto al que lo había alimentado, el modelo del ladrillo se vino abajo como un castillo de naipes. Y con él, desapareció toda oportunidad de reiniciar un crecimiento sostenido sobre la base de actividades a salvo de la competencia exterior. Lo único bueno de la actual crisis se podría decir que es que, al arruinar el modelo del ladrillo, terminó esa diversión que nos hizo perder diez o doce años cruciales. Lo peor es que, cinco años después, parece que la sociedad española no ha aprendido aún la lección. Sigue ensimismada. Y el gobierno actual, del mismo partido que aquel otro gobierno que infló la burbuja inmobiliaria justo a tiempo para mantenernos al margen de la competencia exterior, solamente encuentra la salida de abaratar la mano de obra (por otro nombre, «devaluación interior»), lo que en definitiva viene a ser como decir: “Hemos disfrutado del desarrollo por encima de nuestras posibilidades; volvamos, pues, a la condición que nos corresponde, que es la de país emergente”.
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