Bien sé que el momento no está para hablar del pasado. La unidad frente a la derecha impone a la izquierda sus restricciones, y más vale no enfadar al PSOE éste de ahora metiéndonos con el que tuvo el gobierno en la legislatura anterior. Pero ¿qué quieren? No soy político; nunca lo he sido. Estoy convencido de que toda componenda sobre lo ocurrido lleva implícita una profunda incomprensión de lo que ocurrió. Y si no se comprende lo que ocurrió, ¿sobre qué bases de futuro se critica lo que está ocurriendo?
Tengo para mí que el origen de los actuales males que sufre España (males diferenciales, se podría decir, porque hay un sustrato común a la economía global del que nadie pudo haber escapado) se sitúa en 2009. Durante ese año, las cosas se hicieron medio bien, sólo. El plan de choque de inversión pública y subsidios al automóvil habría merecido la calificación de notable, si no fuera porque sostenía el empleo sin atacar el problema de fondo, que era (y sigue siendo) la pérdida de competitividad frente a Alemania, acumulada desde la entrada en el euro. A mediados de aquel año, sostuve ante quien me quiso escuchar (algunos dirigentes de Comisiones Obreras fueron los únicos; El País no se dignó a publicar ninguno de los varios artículos que les remití sobre el tema, y Público tampoco) que era necesario adoptar medidas complementarias en materia de política de rentas, desde luego, de acuerdo con los sindicatos. Eso habría hecho de todo punto innecesaria la reforma laboral de 2010, y por descontado la de 2012. Ninguna se adoptó entonces, y el déficit exterior se fue ajustando a base de contracción permanente de la actividad económica.
Pero, como digo, las cosas se iban haciendo medio bien, al menos. En enero de 2010 se empezaron a hacer rematadamente mal. Era fácil equivocarse, claro, pero en esos asuntos se mide la calidad de un gobierno. La cuestión era decidir entre prioridades: ¿el paro y el bienestar de la gente o el cumplimiento de los compromisos adquiridos en materia financiera? La excusa la proporcionó Grecia. Cuando se supo del fraude en la contabilidad nacional de Grecia, perpetrado por el gobierno conservador del partido Nueva Democracia, de Konstantinos Karamanlis, todo el mundo – incluido ZP, muy en primera línea – se puso a hablar de “las trampas de los griegos”, como si todo el país fuera culpable. Claro está, se trataba de aislar el problema – ya entonces, para evitar el contagio – y eso se lograba metiendo a todos los griegos en el mismo saco: ¡hala, por tramposos! Después hemos conocido que la sociedad griega se basa en reglas que los países del norte de Europa consideran “corruptas”, y eso debe haber tranquilizado a muchos. Pero creo que no debería haber tranquilizado a una izquierda de verdad. El lugar de la izquierda siempre está al lado de la gente, no de los poderes financieros que exigen satisfacción.
Ése es el camino que hemos seguido, y por el que aún transitamos. Todo nuestro empeño, el de ZP y el de Rajoy, estriba en demostrar que “no somos como los griegos”, cuando cada vez nos parecemos más. Tampoco a los poderes financieros les ha ido demasiado bien. El garrafal error de la izquierda también ha perjudicado a la derecha, y de ahí las tribulaciones de Rajoy en esta etapa. Habría que haber luchado, ya en el otoño de 2009, por una política monetaria como la que se ejecuta desde diciembre de 2011, con dos años y millones de parados de retraso. Eso habría servido para financiar nuevos planes de choque en vez de para pagar los intereses de la deuda acumulada desde entonces. Pero aquí estamos, y ya no hay vuelta atrás. De lo que se trata es de no olvidar por qué estamos como estamos.
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