Estos días he leído un artículo que publicó El País hace un par de meses, de César Molinas, a quien los economistas españoles serios conceden cierto crédito intelectual. El artículo es lo típico que se escribe para agradar a una amplia audiencia, en un tema de moda, y no el resultado de un esfuerzo por pensar de forma independiente. (También, qué cosas publica El País ahora: deben de estar desesperados). No lo afirmo gratuitamente. En el artículo, Molinas se despacha a gusto con los políticos calificándolos de «clase extractiva», supuestamente, una clase social compuesta por agentes que no producen nada y viven cual parásitos apropiándose de riqueza que producen los demás. A mí esto me suena a marxismo reciclado y barato; sólo le faltó llamar «moderna forma de plusvalía» a la tajada que se llevarían de la producción social. Pero a buen seguro que a muchos les pareció una notable aportación de la economía al análisis de la realidad.
De un buen economista del mainstream, uno habría esperado un análisis basado en la contribución marginal de los políticos a la producción de riqueza y de la retribución que obtienen gracias al monopolio que es su actividad. Los políticos mueven la maquinaria del Estado, y es indiscutible que el Estado contribuye a la producción de riqueza. ¿Cómo? Es algo que muchos tienen menos claro, y Molinas desde luego nada en absoluto. Imagínese que el trazado de una autopista de peaje requiere facilidad de paso por las fincas de cien propietarios, y la empresa constructora y luego explotadora de la infraestructura consigue llegar a acuerdos con todos menos con uno. No sirve la suma que se le ofrezca; tozudamente, se niega a pactar. El trazado alternativo, para el que la empresa tiene acuerdos con todos los propietarios, incorpora un sobrecoste de diez millones de euros tras el pago de indemnizaciones. Llega el turno del Estado, que expropia al recalcitrante pagándole lo que el derecho administrativo-económico llama «justiprecio», pongamos, medio millón de euros, y la empresa se ahorra nueve millones y medio. Ésa es la contribución neta del Estado (y los políticos que hicieron aprobar en su día la correspondiente ley de expropiación forzosa en el parlamento o donde fuere) a la producción de ese ítem de riqueza.
Dado que la legislación de expropiación forzosa aplicable en España data de 1954, hoy nadie tiene derecho a reclamar retribución alguna por su aplicación. Ese valor añadido va a cuenta de los impuestos que el Estado tiene la prerrogativa de recaudar. Pero la operación de la ley requiere de la actuación de instancias estatales añadidas a la de los tribunales que fijan el «justiprecio». Ciertos parámetros de dicha actuación quedan al arbitrio de decisiones administrativas. Por ejemplo, la expropiación del propietario recalcitrante requiere de la declaración de la autopista como «de utilidad pública», y dicha declaración la tiene que efectuar instancia política competente. Si excluimos la contribución de la ley, propiamente dicha, y que para simplificar podemos dar por (casi) amortizada, la contribución de los políticos se aproximaría a los nueve millones y medio estimados antes. Una contribución, desde luego, nada desdeñable y que aporta fundamento económico a la corrupción, lo que obliga a una vigilancia permanente que en España ha sido bastante laxa.
Contra lo que presupone el pensamiento conservador, que suele dar por sentado que el Estado existe para garantizar el derecho de propiedad, la evidencia cotidiana indica que el Estado capitalista existe para eso (por supuesto) pero también, y no menos importante, para garantizar que los derechos de propiedad no se utilizan como freno a la creación de riqueza propiciada por el uso eficiente de otros derechos de propiedad. Es decir, el Estado media en los conflictos entre distintos titulares de derechos y arbitra a favor de los que prometen mayor riqueza para el conjunto de la sociedad. Sé perfectamente que esta visión no gustará a muchos. Pero no escribo para gustar sino para exponer las cosas como las veo. La evidencia a favor de un Estado gestor eficiente de los conflictos económicos entre titulares de derechos de propiedad es abrumadora. Desde los cercamientos de tierras en la Inglaterra moderna a la desamortización de los bienes eclesiásticos y comunales en la España del siglo XIX, los orígenes del capitalismo muestran que no habría habido la formidable acumulación de recursos que fue necesaria para la revolución industrial, de no mediar la intervención beligerante del Estado. Y la insistencia de hoy día en «reformas estructurales» viene a abundar en el tema de forzar una nueva acumulación de recursos para ponerlos en manos de quien es más capaz de movilizarlos productivamente, como estrategia para salir de la crisis.
En España, hay que reconocer a la política la remoción de obstáculos al crecimiento en los últimos treinta años, mediante: a) el ingreso en las Comunidades Europeas, b) la incorporación a la zona euro, c) la actualización de gran parte del ordenamiento jurídico para hacerlo compatible con el de esas instancias supranacionales, y d) todas las actuaciones concretas en décadas recientes que propiciaron el periodo de crecimiento más intenso y prolongado de la historia de España. De resultas de esas transformaciones, muchos titulares de derechos fueron expropiados o sus derechos perdieron todo valor económico, pero hoy ¿quién los recuerda? Su rastro se diluyó en el bullicioso torrente del progreso. De ser, todavía en 1980, un «país en vías de desarrollo», hemos pasado a ser miembros del club de países más ricos del mundo, y es quizá en parte fruto de la ambición del proyecto que ahora la sociedad española se encuentra como se encuentra.
Pero es cierto que no todo son logros en el registro de los políticos, y que precisamente sus fracasos han pasado a pesar más – considerablemente más – que sus logros a ojos de la opinión pública en el último lustro. Pero el débito fundamental de los políticos no consiste en que se hayan convertido en una clase parasitaria, «extractiva», o como se la quiera llamar. Su débito radica en que han dejado de ser gestores eficientes de los conflictos económicos entre derechos de propiedad. Antes al contrario, están demostrando ser gestores extraordinariamente ineficientes de esos conflictos, en lo fundamental, porque se han dejado capturar por lobbies representativos de ciertos intereses que por fuerza han de ser retardatarios del progreso: los de bancos técnicamente quebrados. La banca española, que llegó a entrar en una simbiosis perfecta con los intereses de la propiedad inmobiliaria durante la fase de inflado de la burbuja, luego de pincharse ésta ha demostrado hasta la saciedad su incapacidad para adaptarse a cualquier patrón de crecimiento distinto. Se ha convertido en una institución obsoleta, necesitada de una reconversión tan profunda que los partidos mayoritarios, espantados, retroceden cuando se trata de acometerla. Si hubieran tenido el coraje de forzar el rescate de los bancos por accionistas y tenedores de deuda preferente y subordinada, y en su caso se hubiera procedido a la quiebra y liquidación de las entidades más endeudadas, garantizando los depósitos, ahora la situación sería muy diferente. Pero el coste electoral de semejante política (y la profusa presencia de políticos en excedencia en consejos de administración bancarios) los paralizó, y en la parálisis han caído bajo la influencia de la banca. Continuamente utilizan el poder expropiatorio del Estado para confiscar la propiedad de los demás actores, mediante nuevos y más crecidos impuestos, poniéndola a disposición de un sector económico que es incapaz de utilizarla para contribuir al progreso. Alimentan un esquema piramidal, que depende de bancos zombis para comprar la deuda soberana, y de mayor deuda soberana para mantener en pie a los bancos zombis, en un círculo vicioso que los políticos esperan superar enterrando más y más recursos en tapar agujeros sin fondo, lo que exige mantener a la sociedad española en altas tasas de inactividad y desempleo. Han perdido el norte y extraviado el rumbo de la nave del Estado. De resultas de ello, el orden constitucional amenaza con venirse abajo y, con él, la convivencia pacífica de los españoles.
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