Una de las sorpresas más desagradables de la actual crisis, al menos para mí, ha sido el vergonzoso silencio de los economistas. Hay honrosas excepciones, como Paul Krugman y Brad DeLong, por referirme únicamente a los más conocidos en Estados Unidos; no cuento a los eternos disidentes, como Steve Keen, en Australia, o L. Randall Wray, Warren Mosler y Stephanie Kelton, nuevamente en EE.UU., por la sencilla razón de que cabe esperar que los disidentes aprovechen la mínima para difundir sus críticas. En España hay que citar a Emilio Ontiveros, al pie del cañón desde hace años aunque ahora menos visible; a Álvaro Anchuelo, que ha llevado su compromiso con la economía al extremo de actuar en política, y a Vicente Esteve, que mantiene un blog de lo más digno, donde va vertiendo sus opiniones sobre la coyuntura y otros aspectos de interés para la profesión. Nuevamente, me refiero a los que tienen un nombre y el respeto general, no a «matados» y outsiders, como yo mismo. No hay mucho más. La mayoría de los economistas académicos prefieren exponer sus opiniones en cenáculos reducidos, donde el riesgo que corren por sus posibles equivocaciones se reduce a que amigos y conocidos les recuerden que un día se columpiaron.
Bueno, seguramente, no soy justo con mis colegas. No es que no trabajen duro. Lo hacen, sin duda. Se pasan el día escribiendo sesudos trabajos de investigación que luego plasman en brillantes artículos (si no lo son, están perdidos) para su publicación en revistas internacionales editadas sobre todo en EE.UU. Lo hacen a la fuerza, porque si no, la administración española, por otro nombre la Aneca, no les da las certificaciones necesarias para poder optar a posiciones permanentes en nuestra Universidad o para ascender en el escalafón, o se ven obligados a hacerlo para abrir camino a sus discípulos. O dicho de otra forma, el sistema de promoción académica les obliga a enfrascarse permanentemente en cuestiones las más de las veces irrelevantes pero de gran interés (o eso se espera) para gentes en el extranjero y aquí mismo que han hecho de esas cuestiones su modo fundamental de vida. En consecuencia, no tienen tiempo para reflexionar sobre los temas más candentes del momento, a escala nacional y global, de manera que la opinión de la profesión se delega en «vacas sagradas», como por ejemplo Andreu Mas Collel, posiblemente el economista de mayor prestigio internacional entre los españoles y actual conseller de Economía de la Generalitat de Catalunya, donde ha podido demostrar hasta la saciedad su absoluta incompetencia para la gestión práctica.
Así están las cosas. Gente que tendría que estar reflexionando sobre la actualidad económica es apartada de dicha reflexión por el sistema de investigación universitario. El resultado es que la autoridad intelectual se deposita en quienes han obtenido premios (como el Nobel) o publicado artículos en las revistas científicas de mayor impacto. Y no vale haber obtenido el premio Nobel o haber publicado a cuenta de cualquier tema económico. Robert Barro, eterno aspirante al Nobel por sus trabajos en macroeconomía, desprecia la autoridad intelectual de Krugman en ese ámbito porque el último obtuvo el Nobel por sus trabajos en comercio internacional. De manera que, si hablara de comercio internacional, Krugman sería escuchado por todos. Como habla de actividad económica y paro, es un diletante más. A su vez, Barro es seguidor de Robert Lucas, alguien que obtuvo el premio Nobel en 1995 defendiendo la austeridad en las finanzas públicas, en plena euforia de la Nueva Economía y cuando los gobiernos inflaban cualquier burbuja en la creencia de que las crisis se habían acabado. Era prudente hablar de austeridad entonces, porque las crisis, efectivamente, no se habían terminado; y, por eso, fue justo darle el Nobel en un momento en que brillaba incontestada la estrella de Milton Friedman, para quien el déficit público no tenía problema con tal de que se neutralizara sus efectos inflacionarios. Ya se ha visto que queda ahora de las teorías de Friedman. Pero no deja de ser una perversión que CiU haya puesto la gestión de la economía catalana en manos de alguien que escribió, hace cuatro décadas, un teorema menor sobre el equilibrio general, y que asumió esa responsabilidad con la peregrina idea de que el equilibrio general puede ser alcanzado garantizando el presupuestario. Como es una perversión, también, que quienes tenían su parte de razón hace veinte años al señalar los riesgos de déficits públicos desbocados sean ahora quienes pueden pontificar, ante la aquiescencia general de políticos y mercados, que la austeridad expansiva curará nuestros males.
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