La virtud de los juicios
es que, si son imparciales, la verdad termina por resplandecer. Este lo ha
sido. Sabemos que los partidarios de los acusados lo tildarán de juicio-farsa,
pero no habrá que tenerlo mucho en cuenta: para ellos será una farsa todo
proceso en que no se dé la razón de inmediato a sus dirigentes. Forma parte de su
ideario saberse en posesión de la verdad, y no iba a ser distinto en este trascendental
asunto. Los independentistas pueden querer destruir el Estado constitucional,
pero siempre será en el legítimo ejercicio de sus derechos fundamentales. No faltaba más,
amén.
El proceso penal que
ahora concluye, a falta del fallo del tribunal, ha mostrado con claridad que los
acusados llevaron a cabo un golpe de Estado. Como ha recordado una de las
defensas, ‘golpe de Estado’ no es un delito tipificado en el Código Penal. Se
trata, por tanto, de una calificación política. El entorno de los acusados se ha
molestado particularmente porque los equipara a Tejero, Milans del Bosch y
Armada. Aparte de ser ambos atentados manifiestos contra la Constitución Española de
1978, hay un hilo conductor entre ambas intentonas golpistas, por más que sus ideologías
respectivas diverjan como de la noche al día. Visto en retrospectiva, el golpe
del 23-F de 1981 se hizo para impedir la consolidación de un Estado de las
Autonomías al que los autores de aquel veían propicio a favorecer golpes separatistas
como el de septiembre-octubre de 2017. Desgraciadamente, la deslealtad de los
independentistas a las leyes y al Estado cuyo ordenamiento jurídico habían
jurado defender ha dado, a los ojos de millones de españoles (para empezar, los
votantes de Vox), la razón a los golpistas de hace casi cuarenta años. Pueden
estar orgullosos los de ahora, que gracias a sus desvelos el Estado autonómico
(con la exigencia de los partidos de la derecha de aplicar un artículo 155 permanente) está hoy más en cuestión
que nunca.
Pero una cosa es la calificación
política y otra la jurídica de los hechos. En la primera entrada de este blog dedicada
al juicio, señalé mi convicción de que tipificar los hechos como delito de rebelión
exigía —a mi modesto entender, pues no soy jurista— demostrar un nexo
conspirativo entre el Govern y los mandos de los Mossos d’Esquadra, o al menos
la existencia de órdenes que condicionaran el comportamiento de estos. Seguí
con particular atención las testificales de los mandos policiales, y en opinión
nada de eso se ha demostrado. Creo que los golpistas renunciaron a un instrumento
que los habría podido incriminar como rebeldes y siempre confiaron en que la actuación
multitudinaria, oportunamente manipulada por las entitats ANC y Òmnium, arrastrara a la policía autonómica en un esquema
insurreccional clásico del leninismo. Eso es lo que ocurrió el 1-O: los Mossos,
atrapados entre un clamor popular que les pedía solidaridad y la certeza de que
el Govern era responsable de que la gente saliera a la calle, adecuaron sus rules of engagement a una doctrina ad
hoc para la ocasión, según la cual se trataba de minimizar el sufrimiento de la
población a la hora de hacer cumplir los mandamientos judiciales. Eso no es lo
mismo que alzarse contra el orden constitucional.
Para mí, la sedición está
clara. Si esto no es sedición, ¿qué lo puede ser? Pero quienes construyen el
delito de rebelión como no necesitado de armas a partir del artículo 473.2 del
Código Penal, creo que incurren en un problema de compresión lectora. Ahí no se
dice, ni explícita ni implícitamente, que la rebelión pueda hacerse sin armas;
lo que la fiscalía denominó, en un claro exceso retórico, rebelión posmoderna. La existencia de armas en apoyo de la rebelión
se da por supuesta. Lo que el mencionado precepto indica es que si además de
tenerlas dispuestas, los rebeldes esgrimen
armas, el gesto será considerado agravante. No se ha demostrado que las esgrimieran,
y tampoco que las tuvieran ocultas y preparadas.