A España le tocó ser desgarrador símbolo en un momento dramático, pocos años antes de la tragedia más sangrienta de la historia universal. Que la Guerra de España sirviera de prólogo a la Mundial revistió a la primera de una aureola romántica, que no hizo sino acrecentarse con su triste final. Durante décadas, después, se pensaría que un esfuerzo un poco mayor de las democracias habría salvado a la República y acaso evitado la contienda generalizada que siguió. Todavía medio siglo más tarde, me encontré con ancianos estadounidenses, canadienses, húngaros o australianos, viejos brigadistas, que no podían saludar a un español sin que se les humedecieran los ojos. A todos, sin excepción, les costaba entender la transición española y que la izquierda hubiera apoyado el ingreso en la Comunidad Europea. (Por cierto, hoy podrían decirme que aquellos polvos trajeron estos lodos de 2012).
Me costaba explicar entonces que los republicanos se habían resistido a la derrota, que se habían echado al monte en Pirineos, Picos de Europa y los Montes de León, para acabar siendo cazados como conejos. Pero que, justo cuando Franco creía haber acabado con la izquierda, ésta había levantado cabeza tras sobrevivir a la más salvaje represión. De pronto, la izquierda (lo mismo la comunista del PCE que la católica de AST, HOAC y las JOCs) aparecía reunida en una organización clandestina, las Comisiones Obreras, que se infiltraba como una bacteria en la Organización Sindical franquista. Uno a uno, CC.OO. fue conquistando todos los puestos de representación obrera en el sindicato vertical. El día que uno de sus militantes fue elegido presidente de la Unión de Trabajadores y Técnicos del Metal de toda España, ese día el destino del Vertical (y del franquismo, en realidad) quedó sellado.
Resultó que, de una oposición frontal e intransigente a la dictadura, la izquierda había pasado hacia 1956 a infiltrarse en uno de sus pilares fundamentales hasta carcomerlo y hacer que el edificio se cayera por su propio peso. Veinte años después, la estrategia dio sus frutos. Pero había cierta inercia en la situación, de la que la izquierda no fue consciente. Al construir la nueva democracia, CC.OO. se inclinó – a lo que se ve ahora, en exceso – por aprovechar en todo lo que se pudiera el material de derribo de la Organización Sindical, lo que pareció conveniente a todos en el clima de consenso que presidió el inicio de la transición. Así, se continuó con las elecciones sindicales, sólo que cambiando «enlaces» y «jurados» por «delegados» y «comités». Y de conformidad con el afán universalista y conciliador del nacional-sindicalismo, se dio eficacia erga omnes a los convenios colectivos, es decir, se impuso su validez en todas las empresas y para todos los trabajadores. El franquismo había presumido de garantizar el pleno empleo; y para certificarlo, en sus últimos momentos, se estipuló costes de despido de 60 días por año de servicio en la empresa con tope de 42 mensualidades, lo que pareció tan desorbitado que ninguna empresa podría afrontarlo. También esto se trató de incorporar a la nueva legislación democrática, el Estatuto de los Trabajadores, y se logró con una módica rebaja hasta los 45 días por año. Y así con muchos elementos de la antigua regulación.
Es evidente que este sistema de relaciones laborales es insostenible; pero no ahora, hace mucho tiempo. Lo dije por primera vez hace trece años y lo he repetido en mi anterior blog, Purgatorio Económico. Es insostenible no sólo, y ni siquiera tanto, por los ataques a que la patronal y la derecha política y académica llevan sometiéndolo desde hace 40 años. Más aún, por la desafección generalizada de los trabajadores. Los sindicatos españoles presumen de tener una «representación democrática» de casi el 100%; pero su tasa de afiliación es de las más bajas de Europa, el 16 ó 17%. Una cosa trae la otra. Pero los sindicatos deberían haberse dado cuenta, hace tiempo, que el cambio es de dudoso valor. Gracias a su «representación democrática», y a su consideración de «pilar de la democracia», reciben financiación regular de los presupuestos del Estado pero apenas de los trabajadores. Ahora resulta que la financiación pública está en peligro; qué digo, está condenada. Peor aún, los funcionarios sindicales se han convertido en eso, funcionarios, burócratas que sólo rinden cuentas a la organización (no muy exigente, hay que decirlo) y no a los trabajadores. Quien paga manda era un lema muy querido de Marcelino Camacho. Parece que a todos se les ha olvidado que quienes mandan tendrían que ser los trabajadores.
Creyendo defender la negociación colectiva y proteger el empleo indefinido, todas las garantías a que se aferraron han terminado convertidas en su contrario. Es una ley de la dialéctica, y de la vida.
Desgraciadamente con los sindicatos pasa lo mismo que con los partidos estatales. Mientras estén fuera de la sociedad civil estos no representaran a esta. Solo representaran a quien les paga que no es otro que el Estado que desgraciadamente no tiene ningún vínculo de representación con los ciudadanos. Los sindicatos, para que estos tengan significado, tienen que estar pagados únicamente por sus afiliados.La reforma laboral es imprescindible,los sindicatos de la partitocracia no.
ResponderEliminarLa reforma laboral era imprescindible, aunque no por los motivos que aduce el gobierno, toda vez que no va a crear empleo, ni ahora ni en el futuro. Era imprescindible para romper el consenso de paz laboral existente desde la transición: se ha pagado a los sindicatos para que sean "buenos chicos", y lo han sido. Quizá lo que venga después guste menos a muchos de los que ahora las pían contra los sindicatos, pero ésa es otra historia.
ResponderEliminarPor mi parte, como economista, no tengo más remedio que lamentar la forma en que la sociedad española ha despilfarrado, y al final arruinado, un instrumento de gestión macroeconómica que facilitó la jugada más brillante de política económica de los últimos 35 años: los Pactos de La Moncloa. Quizá era demasiado pedir a las jóvenes generaciones, que sólo saben de aquello por los libros, que entendieran las ventajas de un modo cooperativo de hacer política frente al autismo, que raya en la estupidez, del presente.