El significado del paso dado por el PSOE debería ser
evidente. No se trata sólo de que los socialistas hayan reconocido que con 85
diputados no se puede gobernar; es ésta una cuestión formal que no oculta el
problema de fondo. Que no es otro que el reconocimiento de que el PSOE no tiene
programa de gobierno. Que cualquier programa económico con que se hubiera
presentado Pedro Sánchez a la investidura habría sido un trasunto de los
planteamientos de Podemos, que además habría dejado abiertas grandes interrogantes,
como las consecuencias económicas y financieras de una eventual secesión de
Cataluña puesto que no se habría podido gobernar sin los independentistas. ¿Hay más?
Por supuesto que hay más. Hay en la operación de acoso y
derribo a que hemos asistido un intento de normalización de la vida política
del país. De que se devuelva la palabra al parlamento, con sus reglas
explícitas e implícitas (dejar gobernar al partido más votado sería una de
ellas) y que se termine esto de que dicte la calle. Hay, también, un amago de
vuelta al bipartidismo, con su legitimidad del turno en el poder. Y esto va
mucho más allá que la cuestión de los votos. Hay el reconocimiento tácito de
que Zapatero lo hizo fatal en 2009 y que la rectificación de mayo de 2010, a
instancias de la Unión Europea, con ir en la dirección correcta, no fue
suficiente. Hay la aceptación sumisa (esto ya lo tiene Rajoy, de modo que no necesita
ensañarse) de que el PP lo hizo y lo hace actualmente bastante mejor de como
podría haberlo hecho durante estos cinco años y hacerlo ahora mismo el propio
PSOE. La crisis la habrían creado algunos dirigentes díscolos que se negaban a
aceptar la realidad.
El 19 de noviembre de 2011 escribí en Twitter que se
cerraban tres décadas de hegemonía socialista, plasmada en veintiún años de
gobiernos en solitario interrumpidos por el interrenegno
de ocho años de gobierno de Aznar. Tras el tsunami de aquellas elecciones, se
abría previsiblemente un nuevo ciclo político, hipotéticamente de otras tres
décadas de hegemonía de la derecha conservadora. La crisis del PSOE vendría a
confirmar esta temprana intuición. Y hoy se puede perfilar mejor. El paisaje
político desde la Transición serían catorce años de gobierno prácticamente
omnímodo del PSOE, seguidos por otros quince de alternancia PP/PSOE; a todo eso
seguirían otros catorce o quince años de gobierno omnímodo del PP. Habrían
transcurrido cinco años de esto último; quedarían nueve o diez de gobierno
conservador. Al PSOE habría correspondido, históricamente hablando, consolidar
la democracia modernizando el país y construyendo el estado de bienestar en
medio de una época de prosperidad global. Al PP, corregir los excesos cometidos
para ajustar la economía a la actual coyuntura de crecimiento lento en medio de
una fuerte competencia internacional con elevados volúmenes de desempleo.
Al cabo de la década que ahora comienza, la izquierda volverá
a gobernar. Mientras tanto, será imposible que lo haga, enzarzada como estará
en una lucha por la supervivencia entre dos formas opuestas de entenderla.
Durante ese tiempo, se multiplicarán los llamamientos a formar gobiernos «de
izquierdas», desde fuera y dentro del PSOE. Pero que nadie se engañe: lo que
cuenta es la hegemonía dentro de la
izquierda. Al término de esa lucha fratricida, Podemos emergerá como la nueva
alternativa de izquierda en el bipartidismo; o bien lo hará un PSOE dolorosamente
refundado y que habrá ido absorbiendo los girones que se desprendan del
movimiento populista. Que no piensen los dirigentes de Podemos que el PSOE se
descompondrá ahora, porque este centenario partido es experto en disputar el
centro-izquierda, que Podemos ni huele por más que coqueteara con ello al
autotitularse socialdemocráta.
También Podemos deberá sufrir grandes transformaciones para prevalecer; no
puede descartarse, lo mismo que Syriza terminó con la influencia del Pasok
entre el electorado griego. Y lo mismo que Syriza, deberá estar dispuesto a
aceptar los principios que hoy gobiernan Europa, o se disolverá como un
azucarillo en aguardiente conforme envejezca la generación que salió a la calle
el 15-M.
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