Leo con buenas dosis de asombro las protestas de ciertos
heterosexuales ante la celebración del Orgullo Gay estos días en Madrid. Son de
distinta índole, pero todas me inspiran reflexiones de uno u otro tipo, que
paso a detallar.
Primero, están los que se quejan de que lo ‘homo’ desplaza a
lo ‘hetero’; poco más o menos, vienen a decir que hay una discriminación
positiva en favor de aquello y en detrimento de esto. Me parece ridículo, y
preocupante del nivel de salud mental de este país. Soy heterosexual de
siempre. Para mí, no es una opción: es lo
que me pide el cuerpo, como se decía antes. Aclarado esto, nunca me he
sentido agredido por comportamientos homosexuales; no creo que ocurra nada que
pueda hacerlo suponer, fuera de las cárceles. Si acaso, cuando se trata de
lesbianas tiendo a pensar que hay algo de desperdicio en ello; pero en fin,
ellas les parecerá que el desperdicio lo comete mi pareja. Con los varones, solía decirme: dos competidores menos. Soy sincero. Ahora, esto de sentirse agredido
me parece propio de gentes como que no tienen muy clara su orientación sexual,
la que han elegido la tienen prendida con alfileres y cualquier influencia
externa los puede descolocar. Deberían hacérselo mirar.
Segundo, los que protestan de las molestias generadas por la
afluencia de dos o tres millones de personas (no sé si finalmente ha llegado a
tanto) que ha alterado estos días la normal vida madrileña. Oigan ustedes, ése
es un turismo que se ha dejado, según estimaciones de hoy, unos 200 millones de
euros en la capital. El turismo genera ruidos (la gente aprovecha su tiempo
libre y eso en España invita a salir de noche hasta las tantas),
aglomeraciones, exhibiciones de costumbres y gustos distintos a los locales;
molestias, en definitiva. ¿Qué se creen ustedes? ¿Qué el turismo de los años
sesenta y setenta no las generaba? Pregunten, pregunten a quienes las sufrieron
en sus carnes y las sufren todavía: en Palma de Mallorca uno se encuentra con
carteles que piden al ayuntamiento que obligue al cierre anticipado de locales
de ocio; así, desde hace décadas. Y no durante unos días, como en esto, sino en
los largos meses de verano. Ahora vivimos de eso en gran parte. ¿Qué habría
sido de este país si la población de la costa levantina hubiera tenido la piel
tan fina como la de la madrileña?
Tercero, están las dudas sobre el uso de fondos públicos
para promover el evento. Tras lo dicho, creo que tales dudas se solventan
solas. Tan sólo añadiré que un gasto público que atrae gasto privado de esta es
un ejemplo magnífico de lo que deben hacer los poderes públicos en una economía
que se proponga competir con éxito a escala global.
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