Casi todos los
observadores están de acuerdo en que la supresión del límite de mandatos
presidenciales en China es de importancia cardinal, pero no he visto a nadie
que explique por qué. Hay desde luego una importancia que cabría calificar de
administrativa, que cualquiera puede ver: aunque la dirección del PCCh (Partido
Comunista de China) no está sometida a límites similares, la unión de los
cargos de secretario general del Partido y de presidente de la República
Popular China imponía esa limitación en la práctica. Pero fuera de eso, no se
ve qué puede significar.
La medida significa, para
empezar, que Xi se ha convertido en el tercero de los Grandes Líderes, tras Mao
Zedong y Deng Xiaopin. El asunto no está exento de interés desde el punto de
vista de la astrología china. Mao era serpiente, signo de sabiduría y astucia;
Deng, dragón o el poder espiritual supremo. Xi es caballo, talentoso y hábil,
atractivo y lleno de encanto pero afectado por un destino trágico. Se dirá que
los chinos, y sobre todo los comunistas chinos, no son supersticiosos; y desde
luego, se han tragado sus supersticiones al entronizar a Xi. Ha tenido que ser,
sin embargo, por buenas razones. Máxime cuando tanto Mao como Deng tuvieron
grandísimos aciertos en su vida (el primero hizo la revolución y el segundo la
consolidó) pero sus carreras se vieron ensombrecidas al final. Mao, al llevar
la revolución demasiado lejos, con la Revolución Cultural; Deng, con la matanza
de Tien An Men para frustración de las esperanzas democráticas. Si ellos, cuyos
animales emblemáticos prometen aciertos y prosperidad, tuvieron amargo final, ¿qué
esperar del liderazgo perpetuo de Xi, cuyo animal emblemático anuncia la
tragedia? Por suerte, Xi nació en 1954; de haberlo hecho en el siguiente año
del caballo, 1966, llamado del «caballo de fuego», la cosa habría sido mucho
más dudosa.
Hay, para que los chinos
se arriesguen, razones de índole coyuntural, estratégica y hasta filosófica.
Una razón coyuntural bien notoria es el empeoramiento del clima de seguridad
mundial, con Trump y Putin. Éste último amenaza con perpetuarse en el poder, y
está por ver que Trump no lo intente. China necesita en todo caso un líder que
conozca a esos otros dirigentes mundiales, y que ellos lo conozcan a él. ¿Para
qué esperar, si Xi es un candidato lo bastante bueno? Falta por explicar por
qué. Xi es un sólido ideólogo y estratega. No es fácil combinar en un solo
hombre ambas cualidades. Casi siempre predomina una o la otra. Por ejemplo, Mao
fue un gran ideólogo pero pésimo estratega, sobre todo después de 1949; Deng,
un gran estratega pero absolutamente pragmático toda su vida. Xi es ambas cosas
a la vez, y por eso los chinos confían en que su presidencia vitalicia pueda
representar el gran avance de China que él está prometiendo. Otro día hablaré
de ambas cuestiones.
Hoy quiero centrarme en
que no se puede ser ideólogo y estratega sin ser un filósofo notable; al menos
eso creen los chinos. La filosofía oficial de China es la del Partido, el
marxismo-leninismo pensamiento Mao Zedong teoría Deng Xiaopin, pero es una
filosofía de la que sólo se habla en las grandes celebraciones. La filosofía
cotidiana de China es el confucianismo. Durante los últimos lustros, el
crecimiento económico de China y el aumento de la riqueza, por cierto no de
forma igualitaria (Deng rompió en su día la «olla común»), han propiciado el
surgimiento de una clase capitalista que ha denostado el marxismo-leninismo
etc. La clase capitalista china volvió los ojos al confucianismo, la filosofía
ancestral de China desde hace veinticinco siglos, como base sobre la que
sostener la ética de los negocios. A Deng no le preocupó el asunto, pero las
luchas recientes por el poder en el Partido revelan un intento de oponer
frontalmente el marxismo-leninismo al confucianismo; Bo Xilai fracasó en el
intento hace cinco años. Xi ha tratado preservar el marxismo-leninismo
descendiendo al terreno del confucianismo. Él también es confuciano, como los
grandes empresarios, pero acaso de otra escuela.
La lucha de las escuelas
confucianas es algo que ya se vio en el Japón del periodo Edo. Entonces los
samurái eran confucianos de la escuela Sung y los comerciantes lo eran de la
escuela Ming. Aunque los hombres de negocios chinos no expresan preferencias
colectivas por una o la otra (lo más probable es que cada individuo tenga la
suya), Xi ya ha manifestado predilección por la primera, más antigua y más
aristocrática. Era hasta cierto punto inevitable ya que la escuela Ming,
promovida por la dinastía manchú para obtener el apoyo del pueblo frente a la
nobleza de origen mongol, denuesta las pretensiones aristocráticas y serviría
de apoyo a la democracia: Sun Yat Sen, líder de la revolución nacionalista, era
tan seguidor de la escuela Ming como el último emperador.
Así pues, la maniobra de Xi ha sido clara: propone a los grandes empresarios una alianza para constituir una aristocracia confuciana que dirija conjuntamente el país sobre el acuerdo de impulsar una economía moderna y capaz de ser líder mundial. Para ello es absolutamente preciso que la superioridad moral de esa aristocracia integrada por el Partido y los grandes empresarios, se plasme en un compromiso irrenunciable de lucha contra la corrupción, que sea ejemplo para la sociedad china con vistas a consolidar una clase media hegemónica a lo largo de la primera mitad del siglo XXI. Logro que posibilitará plantearse nuevos objetivos y, eventualmente, la instauración de una democracia representativa.
Así pues, la maniobra de Xi ha sido clara: propone a los grandes empresarios una alianza para constituir una aristocracia confuciana que dirija conjuntamente el país sobre el acuerdo de impulsar una economía moderna y capaz de ser líder mundial. Para ello es absolutamente preciso que la superioridad moral de esa aristocracia integrada por el Partido y los grandes empresarios, se plasme en un compromiso irrenunciable de lucha contra la corrupción, que sea ejemplo para la sociedad china con vistas a consolidar una clase media hegemónica a lo largo de la primera mitad del siglo XXI. Logro que posibilitará plantearse nuevos objetivos y, eventualmente, la instauración de una democracia representativa.
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