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miércoles, 8 de agosto de 2012

Sobre capitalismo y burbujas


Recientemente, he defendido en Twitter 1) que el capitalismo sólo sale de las crisis más profundas, como ésta, inflando burbujas, y 2) que la burbuja que permitirá salir de la actual crisis será la educativa. Hoy me voy a centrar en la primera proposición y dejaré la segunda para más adelante.

A veces se dice que el mundo salió de la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado con una guerra, la segunda guerra mundial (1939-1945). Es sólo una verdad a medias. El hecho es que se salió gracias a una gigantesca burbuja… bélica. Cualquier otra burbuja de dimensiones similares habría sido suficiente, pero no se logró inflar ninguna excepto ésa. Es la historia de siempre. En los años setenta del siglo XIX se inició una depresión – precisamente conocida hasta 1929 como la Gran Depresión – como consecuencia del efecto contractivo provocado en la economía internacional por la adhesión de buen número de países al patrón-oro. No se salió del todo de esa depresión hasta un cuarto de siglo después, por la confluencia de dos factores: uno, la llegada al mercado del oro australiano; dos, y con toda probabilidad más importante, la formación e inflado de la burbuja de la electricidad industrial y doméstica. En efecto, la ciudad de Nueva York, primero, y luego muy rápidamente todas las grandes urbes del mundo reemplazaron el alumbrado por gas con alumbrado eléctrico. El paisaje urbano se llenó de pequeñas centrales térmicas, la maquinaria eléctrica se instaló en las fábricas y, como colofón, el motor de explosión incorporó dispositivos eléctricos a través de las bujías, lo que posibilitó el surgimiento y expansión de lo que llegaría a ser la gran industria del siglo XX: el automóvil. La crisis subsiguiente a la primera guerra mundial (1914-1919) encontró su solución en la transformación del automóvil en bien de consumo de masas. No se trató sólo de fabricar millones de vehículos (unos 30 millones en EE.UU. en los años veinte) sino de asfaltar vías públicas, instalar estaciones de servicio y talleres mecánicos, así como de crear miles de concesionarios y negocios de compraventa de segunda mano. Esta burbuja se infló de una manera tan rápida y espectacular, que condujo directamente al crack del 29. La burbuja de los electrodomésticos sacó a Estados Unidos de la crisis de sobreproducción posterior a la segunda guerra mundial. La plancha eléctrica, primero, y frigoríficos y lavadoras, después, habían surgido en los años veinte. Los años treinta habían visto la incorporación de la cadena de montaje (ideada por Henry Ford en 1913 para la industria del automóvil) a la fabricación de electrodomésticos; pero fue en la segunda mitad de la década de 1940 cuando las amas de casa norteamericanas, que habían sustituido en las fábricas a sus maridos movilizados en la primera mitad de esa década, al volver a las tareas del hogar al término de la contienda, exigieron toda la gama de los electrodomésticos en aras de disponer de mayor tiempo libre. Eso infló la burbuja que tiró del crecimiento económico del mundo desarrollado, vía emulación de lo que ocurría en Norteamérica, en las décadas de los cincuenta y los sesenta, es decir, prácticamente hasta la crisis energética de 1973. En Europa, el impulso fue doble, reforzada la actuación conjunta de las burbujas del automóvil y los electrodomésticos por lo que podría denominarse «burbuja del Estado de bienestar», que incrementó el gasto público de manera considerable y suficiente para sustentar la creación y expansión de la Comunidad Europea. No fue sino otra burbuja, la de las tecnologías de la información (con la proliferación de los ordenadores), primero, y su aplicación a la revolución de las telecomunicaciones (que alcanzó su clímax con Internet), más tarde, lo que hizo que la crisis del petróleo fuera cosa del pasado. El inflado inicial de esta burbuja tuvo financiación pública, a través del programa denominado Iniciativa de Defensa Estratégica o, popularmente, «Guerra de las Galaxias», a principios de los ochenta. Y cuando la burbuja tecnológica a su vez se agotó, hacia 2000-2001, fue otra burbuja, una más inverosímil que todas las anteriores, la inmobiliaria, la que continuó tirando de la economía estadounidense hasta conducirla a la crisis de las hipotecas subprime. Y, así, más dura fue la caída.

La conciencia bienpensante de nuestro tiempo querría un crecimiento económico que fuera sosegado y sostenido. Malas noticias: el capitalismo no es así. Ni sostenido, ni mucho menos sosegado. El capitalismo tiene un componente especulativo que no es posible soslayar. Es ese componente el que moviliza capitales con entusiasmo, de forma que las necesidades productivas encuentran la financiación sin la que no serían viables. El capitalismo se parece más a un mar embravecido que a un lago en calma. Precisamente, esa circunstancia determina movimientos de péndulo en la inversión, que están en el origen de los ciclos económicos, que recuerdan el empuje oscilante de las olas y la depresión de la resaca. Arrastrada por el entusiasmo especulativo, la inversión termina por saturar la oferta, de forma que inevitablemente sigue una crisis de sobreproducción. El sobreendeudamiento de familias, empresas y hasta los Estados puede alargar el ciclo un tanto, retrasando el inevitable ajuste. Pero éste termina siempre por llegar. Y, cuando llega, lo que sigue es una etapa de dudas, vacilaciones y estancamiento, de la que sólo se saldrá con un nuevo movimiento de entusiasmo inversor. Con una nueva burbuja.



jueves, 22 de marzo de 2012

Las grandes Guerras Macro

Hay gente que tiene un don, y eso suele ser independiente de la edad. Noah Smith, editor del blog Noahpinion, es un tipo bastante joven, que estudió física y ahora está completando su tesis doctoral en economía. Pese a su precocidad, o quizá debido a ella, tiene una percepción extremadamente brillante de lo que está pasando en nuestra profesión y por qué damos esa lamentable impresión de no saber lo que está pasando con la crisis. Lo que está pasando él lo llama las grandes Guerras Macro. No podría haberse resumido mejor. Lo contaré a mi manera.

El conocimiento en economía no avanza de la manera lineal que parece hacerlo en otras ciencias. La razón estriba en que cada avance se topa con una dura resistencia de quienes se sienten perjudicados o siquiera amenazados por las nuevas ideas. Esto también pasó en física e incluso en astronomía (recuérdese cómo persiguió la Inquisición a Galileo por decir que la Tierra giraba alrededor del Sol en vez de a la inversa), pero cada vez es más raro. Recuerdo una ridícula polémica en los ochenta, cuando los creacionistas pretendían que la existencia de vida inteligente en la Tierra era un fenómeno único en el universo, que ellos deducían de la falta de observación directa, entonces, de ningún cuerpo estelar similar a los planetas del sistema solar. Ahora que la observación de planetas girando alrededor de estrellas comparables al Sol es cosa cotidiana, ya nadie se acuerda a aquellos idiotas, alguno de ellos Premio Nobel o casi. Hace años que nadie viene con estupideces semejantes, y probablemente la intervención de Stephen Hawkins ha sido decisiva al respecto.

El problema es que en economía esa clase de tonterías está a la orden del día. Ahora, por ejemplo, se ha puesto de moda decir que el buen gobierno financiero de un país debe tomar como modelo el de una familia bien administrada, que jamás gasta más de lo que ingresa. No nos riamos de ese prejuicio, propio de quienes se empeñan en concebir a la familia como microcosmos de la sociedad, que ésta debería reflejar en todas sus esferas de actuación, porque es el que rige actualmente el gobierno económico y financiero de la Unión Europea y la zona euro. Tan bajo como eso ha caído la independencia intelectual de los economistas en esta parte del mundo. Afortunadamente, en Estados Unidos, la beatería económica encuentra todavía quienes la combaten con inteligencia y tesón.

Es, básicamente, una historia de trincheras y de la lucha por conquistarlas. Algo parecido a la pugna por el fuerte Douamont, que pasó de los franceses a los alemanes y de nuevo a aquellos, innumerables veces en 1916, durante la batalla de Verdún. En 1930, la trinchera estaba en manos de aquellos a quienes Keynes llamó los «economistas clásicos», que durante todo el siglo XIX y el primer tercio del XX habían defendido el equilibrio presupuestario y la máxima liberalización de los mercados, como solución a todas las crisis. La Gran Depresión mostró que la creciente complejidad de la economía real y financiera convertía esa solución en ilusoria, y el keynesianismo, propugnando una resuelta actuación inversora del gobierno para restaurar el pleno empleo, tomó la trinchera a la bayoneta, sin hacer prisioneros. Durante 35 ó 40 años, los keynesianos la ocuparon sin disputa, porque los «clásicos» habían pasado a la historia. O eso parecía. Pero la década de 1970 mostró lo que los excesos de un recurso excesivo al gasto público – no tanto provocado por la política de pleno empleo como por las aventuras militares en el Sudeste asiático – podían provocar, en términos de inflación y estancamiento. En esa década, el monetarismo, una doctrina que trataba de ser equidistante entre el keynesianismo y los «clásicos» tomó la trinchera para compartirla, en buena armonía, con lo que se llamó la «nueva macroeconomía clásica», y que venía a decir que el público sabe lo que se trae entre manos cuando se trata de asuntos económicos, lo que convierte la actuación del gobierno en perjudicial. Durante treinta años, monetaristas y «nuevos clásicos» – ya digo, en buena armonía – han ocupado la trinchera sobre la base de un compromiso según el cual si hay que hacer algo, hágase manipulando la cantidad de dinero en circulación, pero nunca, nunca, nunca jamás, incurriendo en déficit público. (La excepción era, como se puede lógicamente entender, el déficit en que era necesario incurrir para sostener la carrera de armamentos).

La teoría era que, así, las crisis desaparecerían para siempre. Y pareció que desaparecían durante el paréntesis que supuso el cierre de la globalización. Pero 2007 y, sobre todo, 2008 nos recordaron que las crisis no desaparecen. Por un momento, pareció que volvíamos a 1933, al hablarse de una crisis comparable a aquélla. La mayor parte de los economistas, atónitos ante su propia incapacidad para prever la magnitud de la crisis, se iniciaron fugazmente keynesianos. El Fondo Monetario Internacional interrumpió una tradición de décadas de apretar el gaznate de las economías con problemas, para proclamar la necesidad de lanzar poderosos estímulos fiscales. Puesto que los ingresos tributarios caían con el PIB, la recomendación era incurrir en abultados déficits. Y, en la urgencia del momento, a todo el mundo le pareció bien. Fue un momento de gloria, como el de la más que diezmada brigada de Pickett al izar la bandera confederada en el cerro del cementerio tras su famosa carga en Gettysburg… sólo para ser aplastada bajo el abrumador cañoneo posterior. La ocupación de la trinchera por los keynesianos fue apenas más larga que eso, pues en cuanto los indicadores de Estados Unidos y Alemania empezaron a mejorar, en el verano de 2009, los economistas volvieron a olvidarse del santa Bárbara cuando no truena y reiniciaron el «business as usual»: la mayoría pensó que había que dar por restauradas las condiciones de normalidad, a fin de devolver la confianza a los agentes económicos, que saben bien lo que se traen entre manos si el gobierno no les complica la vida. Otra vez las expectativas racionales instaladas en la trinchera.

Pero era evidente que no, que no se ha restaurado aún la normalidad. Los keynesianos, poskeynesianos, neokeynesianos y demás compañeros de viaje, encabezados por Paul Krugman, un hombre que ha tenido el coraje de asumir su responsabilidad intelectual incluso cuando la mayoría de los economistas desertaba de su bando, decimos que no se saldrá de la crisis sin considerables dosis de déficit público. Los «nuevos clásicos», con sus acólitos monetaristas, que no se saldrá de ella mientras quede un resto de déficit público por eliminar. Es una lucha sin cuartel porque es una lucha de todo o nada, sin compromiso posible. Ya sé que Krugman inspira muchos recelos entre gentes bienintencionadas, pero el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. No hay por qué comulgar con todo lo que dice Krugman, pero la batalla es ésa y en ella nos jugamos el estado de bienestar y todas las conquistas sociales hasta la fecha.

Las grandes Guerras Macro de este siglo no han hecho más que comenzar.


viernes, 30 de diciembre de 2011

2011

Cuando los economistas de dentro de unas décadas estudien la historia económica de principios del siglo XXI, 2011 será visto como el año en que inequívocamente fracasó la política de consolidación fiscal puesta en marcha el año anterior. Todos los sueños de «austeridad expansiva», acariciados desde la cumbre europea de mayo de 2010, demostraron un año y medio después basarse en la pura ignorancia de las verdades más elementales de la macroeconomía establecidas en la Gran Depresión de los años treinta del siglo XX. Irónicamente, fue Friedrich Hayek quien afirmó que la economía se distingue de las ciencias naturales – por ejemplo, la física – en que sus enseñanzas no quedan sentadas de una vez y para siempre, sino que cada generación tiene que aprenderlas de nuevo porque las olvidó alguna generación anterior.

Se esperaba que la austeridad sacara a Grecia, Irlanda y Portugal del atolladero. A la vista está la situación de Grecia, casi dos años después. Pero, muy prematuramente, se alardeó de que Irlanda estaba saliendo, efectivamente. Las últimas noticias que nos llegan del gobierno irlandés, cristiano-demócrata, afín al partido de Angela Merkel, son que tratan de negociar el referéndum sobre la reforma del tratado a cambio de que se les perdone gran parte de los pagos que deben al Banco Central Europeo por los acuerdos ELA (Emergency Liquidity Assistance) con el Banco Central Europeo, pagos que se alargarán hasta bien entrada la década venidera. Están a la «cuarta pregunta», lo mismo que los portugueses, que no consiguen que su economía arranque por más que reducen el gasto público o, mejor dicho, precisamente por reducirlo tanto.

El caso de España no es menos claro. La ignorancia del gobierno anterior le llevó de un keynesianismo naif, de gastar a manos llenas sin ton ni son, a abrazar la austeridad con ínfulas del mejor alumno de la clase. A la vista están los resultados, cosechados a fuerza de tesón y estupidez: hemos entrado en crecimiento negativo, y todas las perspectivas son que seguiremos así durante gran parte de 2012. Lo peor es que el nuevo gobierno comparte cien por cien la alicorta metáfora de que el gobierno es como una gran familia: no debe gastar más de lo que ingresa. Como dice hoy La Razón: la familia es el único baluarte que nos queda frente a la crisis. Apañados estamos.