Cuando la crisis financiera se desencadenó en el verano de 2007, los economistas atribuyeron sus causas a la emisión de derivados «tóxicos» con hipotecas subprime como subyacente. Tomaban el detonante por la causa profunda. El caso es que, como los bancos y cajas españoles no tenían esa clase de activos en sus balances, se pensó que España estaba fuera del alcance de la crisis. Y se continuó creyendo tal cosa incluso tras el 15 de septiembre de 2008, cuando quebró Lehman Brothers.
La cosa se atribuyó a la excelente supervisión del sector crediticio por el Banco de España (BdE). «El BdE no habría permitido esa clase de inversiones», se decía. Supongamos que era cierto. Había otra razón, sin embargo, para que la banca española no invirtiera en derivados de hipotecas-basura de EE.UU., y es que estaba bien cargadita de hipotecas de nacionales. Sea de ello lo que fuere, proliferaron los elogios al BdE. Conjuntamente con su papel supervisor, se alabó también su papel como regulador. El sistema de provisiones, que obliga a las entidades a dotarlas por encima de lo que es estrictamente necesario en cada momento, también se valoraba muy positivamente. A diferencia del resto de entidades del mundo, obligadas a dotar provisiones específicas contra la morosidad, las españolas han estado obligadas a dotar también provisiones genéricas, con cargo a beneficios. España acudió a la cumbre del G-20 en Washington, en noviembre de 2008, dispuesta a «vender» este modelo y el rol del BdE. Todavía en julio de 2009, una reunión del Ecofin (consejo comunitario de ministros de economía y finanzas) estudió la generalización del modelo español de provisiones a toda la Unión Europea. Pese a todo, España no ha conseguido que, bien en la UE, bien en el ámbito global de los acuerdos de Basilea III, se reconozca que las provisiones genéricas computan a efectos de «capital principal».
Mientras estas consideraciones eran las que dominaban el debate público, la actuación concreta del BdE como supervisor bancario arrojaba luces y sombras. Por una parte, desde el verano de 2007 presionó a las entidades a desprenderse de las filiales inmobiliarias que algunos habían constituido. Por otra, permaneció pasivo frente a inversiones especulativas de alto riesgo. Por ejemplo, a principios de 2007 Caja Castilla-La Mancha invirtió casi 100 millones de euros en adquirir acciones de una inmobiliaria cuya cotización cayó a la décima parte de su valor anterior pocas semanas de después. CCM perdió no menos de 80 millones de euros en aquella operación. El BdE no reaccionó. A lo largo de 2008, hubo episodios de alarma social sobre la capacidad de la Caja de hacer frente a sus depósitos, pero el BdE siguió sin reaccionar. Por fin, en febrero de 2009 fue el Banco Central Europeo el que detectó que CCM se debía de estar quedando sin activos de garantía que descontar, y por tanto sin liquidez, y encendió las luces de alerta. Entonces procedió el BdE a intervenir la Caja.
A lo largo de 2010, con la crisis de la deuda soberana, el foco se desplazó hacia la banca, obligada a absorber cantidades ingentes de deuda pública. Entonces se apuntaron las primeras dudas de los mercados acerca de su solvencia, dado el peso, creciente, de los activos inmobiliarios y sus derivados en sus balances. El BdE cometió su siguiente error. Convencido del poder de su reputación, enaltecida en los dos años anteriores, creyó poder intermediar entre las entidades y el mercado, oficiando de portavoz de las mismas. Prevalecía aquí un concepto trasnochado del secreto bancario, cuando lo que querían los mercados era información detallada de las inversiones y sus riesgos. La farsa de los tests de stress, repetida dos veces, no hizo nada por mejorar la confianza de los mercados.
Pero el mayor error fue el cometido por el gobierno anterior de creer que bastaría con atacar la situación de las cajas de ahorros dejando tranquilos a los bancos. Hubo en esto cierto dogmatismo liberal, que vio en la conversión de las cajas en bancos la oportunidad histórica para una última desamortización. También se pensó que sacrificando a las cajas, sin dueño conocido, se podía evitar ajustes a los bancos, con millones de accionistas. A todas luces, la operación fue producto de una alianza de ensueños doctrinarios e intereses electorales. Y completamente inútil. En ella se han perdido unos meses preciosos y se ha destruido importantes sumas de capital.
Se empezó por fomentar las «fusiones frías» entre cajas. De una de ellas, surgió Bankia. Una soberana estupidez, nacida de la manía española por los «campeones nacionales», que promueve el gigantismo. Un concepto de recién llegados a la competencia global. Lo único que se ha conseguido es crear entidades demasiado grandes para dejarlas caer y también demasiado grandes para poder rescatarlas con los recursos que el país puede reunir. La antesala inmediata de la tribulación actual.
El problema de fondo que se quería resolver con la privatización era la incapacidad de las cajas de acudir al mercado de capitales, al no ser sociedades por acciones. Una vez transformadas en bancos, este problema parecía solventado. Se obligó a todas las entidades a recapitalizarse. Así salieron a Bolsa Bankia y otras entidades, hace menos de un año. Lo que se logró es comprometer los ahorros de pequeños inversores, ya esterilizados para financiar inversión real. Y una medida nuevamente inútil para contener la desconfianza de los mercados. El problema no era ése. En EE.UU. hay muchos bancos pequeños, que tampoco tienen ocasión de acudir a la Bolsa y que, no obstante, funcionan razonablemente bien.
El gobierno actual ha continuado con la política de fomentar el gigantismo y recapitalizar para tranquilizar al mercado, iniciada por el anterior. Así, ha forzado mayores provisiones y, al mismo tiempo, concede plazos más largos para dotarlas a las entidades que se fusionen. Pero tampoco así ha conseguido tranquilizar a los mercados. Todavía no han entendido la naturaleza del problema. Es el desconocimiento de los balances de los bancos lo que provoca la desconfianza. Durante el tiempo en que el BdE pretendía actuar como portavoz y garante de la información de las entidades, los mercados no pudieron por menos de pensar que cuentas tan bien protegidas tenían «gato encerrado». El problema era y sigue siendo la falta de transparencia de las entidades. La retirada del BdE a un segundo plano y la entrada en escena de auditores independientes, por sospechosa que sea su reputación, dará mayor credibilidad a los balances bancarios a los ojos del mercado. Pero incluso eso será insuficiente a estas alturas de la crisis.
La sobrecapitalización propuesta en el plan Goirigolzarri retrasará la aparición de una nueva fase aguda de la crisis bancaria. Para resolver ésta, no hay otra fórmula que una reforma estructural, ésta de la clase que no cabe esperar de gobiernos como el actual o el anterior. La raíz de la opacidad del sector bancario se encuentra en la existencia misma de la banca universal, banca que presupone una amalgama de riesgos casi imposible de desentrañar incluso para las propias entidades. Habría que disponer de información en el ámbito de la sucursal bancaria, y procedente de todas las oficinas de cada entidad, para valorar adecuadamente los riesgos. Una reforma que ponga fin a este estado de cosas es exactamente lo que el país necesita.
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