El referéndum donde el Reino Unido decidió su salida
de la Unión Europea está llamado a representar un punto de inflexión en la
trayectoria de la institución supranacional, sin duda el más importante desde
la firma del Tratado de Maastricht. Se han cumplido ahora veinticinco años,
celebrados sin alharacas como exige la circunstancia del momento; se cierra un
ciclo de brillante expansión si bien bastante desordenada, y cuyo logro
fundamental ha sido el euro. Es momento de reflexión y de reformas.
La salida del Reino Unido está sentenciada y no merece
que se le preste mayor atención. La Unión Europea acaba de negociar, pendiente
de ratificación, el Comprehensive
Economic and Trade Agreement (CETA) con Canadá, que contempla lo que
técnicamente se conoce como una zona de libre comercio más un mercado común de
capitales, y el Reino Unido se tiene ganado eso; ni más, ni menos. Si acaso, a
España le convendría que no excluyera los productos agrícolas, toda vez que el
Reino Unido no es sospechoso de producir alimentos transgénicos.
Cerrado ese capítulo, hay que afrontar el futuro. Un
futuro que se presenta lleno de nubarrones, no solamente por el peligro de que
cunda el ejemplo británico, sino por la actitud, claramente hostil, de la nueva
Administración estadounidense a la Unión Europea y al euro, para imponernos a
los europeos un modelo de relación bilateral que se abandonó con el Plan
Marshall. Hay que actuar con firmeza contra semejante involución, y hay que
hacerlo apoyándonos en lo más avanzado del proceso de integración: el euro. Se
trata de replantear la situación de la moneda común. El Banco Central Europeo es
oficialmente una de las instituciones fundamentales de la Unión, y resulta
incomprensible, en la situación actual, que sólo diecinueve de sus miembros
estén sujetos a su disciplina, y que haya otros nueve que no. Esta anómala situación
se creó únicamente con la finalidad de contentar al Reino Unido. Bien, el
problema ya no existe. El ‘Brexit’
ofrece una gran oportunidad.
Que no malgasten el tiempo y la malogren los líderes
europeos hablando de «Unión Europea a varias velocidades». De eso se hablaba
hace treinta años; es vino viejo en odres nuevos. Hay mayoría suficiente en el
Consejo y en el Parlamento Europeos para imponer a los recalcitrantes una
decisión: o se suman al euro, o se acuerda con cada uno ellos un CETA. Urge, en
definitiva, un ajuste de las fronteras de la Unión Europea a las de la
Eurozona. Eso es lo que puede darnos más
Europa.
En momentos así, hay que reunir la energía de
emperadores antiguos, como el romano Diocleciano y el bizantino Heraclio,
capaces retirarse a fronteras que se podía defender, abandonando lo que no a
los invasores bárbaros.
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