Ahora que han transcurrido casi tres semanas de la elección
de Donald Trump como presidente de Estados Unidos es quizá momento de mirar con
frialdad los acontecimientos. Que ganó aupado en una coalición de fuerzas populares
que, por sí solas, no llevarían al país a ningún lado, excepto a dejar de ser
un socio confiable para quienes comparten valores e intereses, es indiscutible;
que recibió ayuda de los servicios de inteligencia, también. Pero es
precisamente esta inusual confluencia la que nos debe dar una pista de lo que
realmente está en juego.
Trump es, ante todo, un hombre de negocios. Ha habido otros
siete presidentes así desde 1900, pero sólo uno, Herbert Hoover (1929-1933),
saltó directamente de los negocios a la Casa Blanca; los demás fueron antes
senadores o gobernadores, y dos (Truman y George Bush padre) vicepresidentes.
Es decir, seis hombres de negocios que dirigieron la política estadounidense en
este siglo y el anterior pasaron por un estadio intermedio que los obligó a
conciliar el enfoque empresarial con el que llamaríamos burocrático. La
burocracia de Washington ha sido precisamente uno de los blancos de las
diatribas de Trump.
¿Por qué los servicios de inteligencia, que son parte de la
burocracia, apoyan al candidato que ataca a la misma? Esto apuntaría en la
dirección de una fisura, o incluso una fractura entre los servicios de
inteligencia y el resto de la burocracia federal. ¿Y por qué un hombre de
negocios sería el candidato idóneo para resolver el problema, cualquiera que
éste fuese? Porque la burocracia federal ha adoptado una visión sobre todo
política de problemas que, en lo esencial son económicos. Aquí sólo puedo
tratar de conjeturar cuál es la visión de los servicios de inteligencia, pero
no hay otra forma de entender lo que está pasando.
Desde Bush padre y hasta Obama, EE.UU. ha estado enfrascado
en organizar un nuevo orden mundial, una especie de reino global de la
democracia, los derechos humanos y la economía de mercado. Hillary Clinton
estaba comprometida con esa visión. Pero el problema, un cuarto de siglo
después, ya no es ése. Bush hijo ya metió la pata en Irak por aferrarse a esa
visión; la tensión entre la OTAN y Rusia en Ucrania es de la misma naturaleza.
EE.UU. se ha enfrentado a la invasión de Crimea por Putin como se enfrentó a la
de Kuwait por Saddan Hussein. Y no son la misma cosa. En esa dinámica EE.UU.
sólo puede perder.
El gran problema es otro. China es una amenaza, no por su
política, que puede ser tan pacífica como los dirigentes de Pekín quieran, sino
por su tamaño. Su desarrollo económico absorbe tantos recursos que pone en
riesgo el normal crecimiento de los demás. Por ejemplo, con el automóvil
eléctrico. Cada día está más claro que es una de las tecnologías que habrán de
sacar al mundo del estancamiento actual, y el litio es insustituible en sus
baterías. Las reservas mundiales de litio son escasas, y el automóvil eléctrico
competirá con los teléfonos móviles por ellas. En previsión de sus ingentes
necesidades, las empresas chinas están tomando posiciones de control sobre las
principales minas de litio del mundo.
Y éste es un problema al que Obama no se ha enfrentado, y
que Clinton no tenía pensado cómo tratar. Ellos, la burocracia de Washington,
estaban más por una labor diplomática que persuada a China de plegarse a la sentencia
del Tribunal de La Haya sobre el Mar de la China Meridional, o que frene la
expansión del gigante asiático en el Mar de la China Oriental, donde amenaza a
Japón y Corea del Sur. Pero los verdaderos problemas no son éstos, porque nadie
quiere una guerra. El verdadero problema es el otro, y Trump ha empezado a
enfrentarse a él declarando muerto al TPP porque si este tratado no sirve para
frenar el expansionismo económico de China, entonces no sirve para gran cosa.
Y el colofón son malas noticias para el mundo. Durante la
primera fase de la globalización, hemos disfrutado de un consumo, barato por cuanto
lo era la mano de obra china, y por el que los propios chinos no competían.
Ahora empiezan a competir, y lo hacen en gran escala. El resultado no podrá ser
más que un coste mucho más elevado de productos que hasta ahora eran accesibles
para todos; la prosperidad china nos hace más pobres a todos. Ése es el sentido de esta economía
post-crisis que no termina de arrancar, y que puede que no lo haga en décadas.
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