viernes, 24 de mayo de 2013

El problema de fondo de la economía española


Hay un análisis de la intensidad diferencial de la crisis en España, comparativamente a la del resto de Europa y el mundo desarrollado, que es profundamente erróneo. Viene a decir que nuestro problema radica en el estallido del llamado «modelo del ladrillo». Hasta 2007-2008, nos fue muy bien con el auge de los sectores inmobiliario y de la construcción, sólo que eso provocó un sobreendeudamiento de familias y empresas en un contexto de dinero barato propiciado por el Banco Central Europeo. Cuando vinieron mal dadas, sobre todo tras la quiebra de Lehman Brothers, en septiembre de 2008, todo ese montaje resultó insostenible y se vino abajo. Mala suerte; ahora habría que buscar un nuevo modelo de especialización. Hoy se puede afirmar claramente que ésa es una visión equivocada de la realidad. El ladrillo tan sólo sirvió para tapar el verdadero problema. Mientras no se entienda esto, España no saldrá definitivamente de la crisis.

Entre 1985 y 1995, se produjeron cambios cruciales tanto en la economía mundial como en la economía española. Los de andar por casa nos ocultaron los de mayor alcance, cuyas consecuencias para nosotros todavía pasan desapercibidas. En esos años, el mundo pasó de dividirse entre desarrollo y subdesarrollo a entrar en una era nueva que se llamó globalización. En el anterior orden económico internacional, el estatus de un país desarrollado estaba garantizado por su capacidad de producción industrial, a la que apenas podía acceder el mundo subdesarrollado. Éste existía sólo para proporcionar materias primas y mercados a la industria del mundo desarrollado. Todo funcionaba perfectamente, con alguna crisis que otra. Pero en esos diez años, todo cambió, aunque al principio la transformación únicamente resultó perceptible en algunos signos externos. Por una serie de circunstancias puestas en juego por el mundo desarrollado, pero que éste distaba de poder controlar, los países subdesarrollados comenzaron a adquirir industria. Su propia pobreza de partida se convirtió en una ventaja competitiva de primer orden, porque podían producir artículos industriales a un coste muy inferior. Al principio, los países antes subdesarrollados y ahora conocidos como «emergentes» accedían tan sólo a producciones industriales de tecnologías muy sencillas; pero en poco tiempo empezaron a progresar también en ese terreno. En lo fundamental, la división desarrollo/subdesarrollo empezó a desdibujarse. En adelante, ya únicamente habría competidores globales.

España debería haberse adaptado lo más rápidamente posible a esos cambios, pero no lo hizo. España era, desde hacía muy poco, un país desarrollado. Estábamos en el lado bueno de la antigua raya divisoria. En la década anterior, habíamos accedido a la democracia, el sistema político de los países desarrollados. Al comienzo mismo de la década de cambio, habíamos entrado en la Comunidad Europea, selecto club de un número sustancial de países desarrollados. Aceptar que había que olvidarse de los privilegios recientemente adquiridos era pedirnos demasiado, según parece. Gobernaba el PSOE, que al principio era consciente de las dos grandes transformaciones en que España estaba incursa. Pronto, sin embargo, se olvidó de la global y se concentró en la doméstica. Acuciado por tasas de desempleo que ya entonces eran superiores a la media europea, introdujo la precarización en el mercado de trabajo con la temporalidad de los contratos. Y ofreció educación para todos, en todos los niveles de enseñanza, como moneda de cambio (inevitablemente, barata) para sostener la democracia y lograr apoyos al proyecto europeo. Después vinieron la universalización de la sanidad pública y de las pensiones y el resto de elementos del Estado de bienestar. Cuando acabó la década de la gran transformación globalizadora, al partido que gobernó entre 1996 y 2004, el PP, le competía la responsabilidad de liderar al país en la dirección apropiada, corrigiendo el rumbo en cierto modo ensimismado de la economía. Pero ese partido optó por la línea de menor resistencia. En lugar de adaptar al país para la competencia global, prefirió un crecimiento intenso pero basado en producciones en las que no tenía competidor posible porque consistía en inflar una gigantesca burbuja inmobiliaria. La precarización del mercado laboral era funcional a ese proyecto. Y así nació el modelo del ladrillo como una estratagema para escapar a los cambios obligados por la globalización.

Durante dos lustros y medio, la cosa fue bastante bien. No sólo se pudo articular un crecimiento basado en la demanda interna y en producciones a salvo de la competencia exterior, sino que ese crecimiento atrajo capitales y mano de obra extranjera. ¡Qué guay, el milagro español! El problema es que, mientras llenábamos el país de edificios muy por encima de nuestras necesidades, y mientras nos endeudábamos hasta las cejas para poder hacerlo, nuestra industria y, lo que es peor, nuestra sociedad dejaba de lado la obligación de acometer cambios ineludibles. Nos ensimismamos más y más. En ese tiempo, las empresas españolas con capacidad de financiación exterior se volcaron en América Latina, porque allí se hablaba español. Aznar se inclinó hacia Estados Unidos y en detrimento de Europa, porque allí se valoraba más el español que en nuestro entorno. Los españoles teníamos probablemente el peor manejo del inglés de toda Europa. Todos reconocían las deficiencias del sistema educativo, pero nadie las abordaba porque ¿qué educación hacía falta, después de todo, para la construcción y el turismo?

Pero llegó 2008, y con la crisis de ese año el ajuste de cuentas de la economía española. En un contexto de financiación dura, opuesto al que lo había alimentado, el modelo del ladrillo se vino abajo como un castillo de naipes. Y con él, desapareció toda oportunidad de reiniciar un crecimiento sostenido sobre la base de actividades a salvo de la competencia exterior. Lo único bueno de la actual crisis se podría decir que es que, al arruinar el modelo del ladrillo, terminó esa diversión que nos hizo perder diez o doce años cruciales. Lo peor es que, cinco años después, parece que la sociedad española no ha aprendido aún la lección. Sigue ensimismada. Y el gobierno actual, del mismo partido que aquel otro gobierno que infló la burbuja inmobiliaria justo a tiempo para mantenernos al margen de la competencia exterior, solamente encuentra la salida de abaratar la mano de obra (por otro nombre, «devaluación interior»), lo que en definitiva viene a ser como decir: “Hemos disfrutado del desarrollo por encima de nuestras posibilidades; volvamos, pues, a la condición que nos corresponde, que es la de país emergente”.



jueves, 2 de mayo de 2013

La economía española, a punto de desfallecer


La publicación del nuevo cuadro macroeconómico del gobierno arroja sombras de incertidumbre adicional sobre el horizonte de la economía española. Y es para no avisados la observación, hecha por Rajoy, de que han optado por el escenario más adverso para que sus previsiones resulten fáciles de superar y con ello el futuro ya no pueda traernos sino buenas noticias. Falso de toda falsedad. Sus obras, aquello por lo que sabemos que se conoce a las gentes, les desmienten. Si algo ha dejado claro el gobierno en los últimos meses, hasta la saciedad, es que a ellos no les interesaba hacer más recortes, porque ahora saben (hemos pagado 1 millón de parados por ese máster) que cada euro recortado del gasto público cuesta puestos de trabajo. Pero, para adaptarse a esas nuevas previsiones, según ellos «de mentirijillas», han tenido que recortar más de 4.000 millones adicionales; 3.134 en sanidad y 958 en dependencia, para ser exactos. Si hubieran podido recortar menos, lo habrían hecho. Si han recortado hasta ahí, es porque no les ha quedado otro remedio.

La preocupación surge de constatar que el gobierno ha tirado la toalla, como quien dice. Se ve forzado a aplicar una política en la que ha dejado de creer, como lo proclama a todas horas mendigando estímulos a escala europea, y al mismo tiempo sus previsiones son, no ya pobres, paupérrimas. A continuación trascribo el cuadro macroeconómico. Lo hago en la composición gráfica que presenta Miguel Puente Ajovin en su blog Caótica Economía (AQUÍ).



El cuadro está en porcentajes de incremento, lo que lo convierte en un tanto críptico para el profano. Lo traduzco a valores absolutos, y resumo. Según las previsiones del gobierno, el PIB de 2015 seguirá estando ligeramente por debajo del de 2011; en otras palabras, el gobierno acepta implícitamente, desde ya, que la historia considere su mandato una «legislatura perdida». En cuanto al empleo, será en 2015 un 7,5 por ciento inferior al de cuatro años antes. El desempleo seguirá afectando a 5.700.000 personas. El presidente del gobierno no sólo nos pide paciencia ahora; tendrá que seguir pidiéndonosla dentro de tres años. Pero ¿qué se ha creído?

Es difícil ser más insensato. Rajoy parece pensar que los mercados aceptarán su palabra sólo porque es un señor de derechas muy formal; en realidad, ésta ha sido siempre su manera de pensar y un año y pico de gobierno parece no haberle enseñado nada al respecto. Vamos, se cree que a los mercados los encandila con la facilidad con que encandila al núcleo duro de sus propios votantes. Pero en los mercados hay gente inteligente, que echa cuentas como las que he echado, y que sacará conclusiones parecidas a las que he sacado. Pronto empezarán a pensar que Rajoy es un estadista amortizado, como empezaron a pensarlo de ZP a finales de 2010. Y entonces la prima de riesgo, la niña de los ojos de Rajoy (y no aquella ridícula ficción que sólo le sirvió para perder unas elecciones), su oscuro objeto de deseo, por el que ha sacrificado a la economía española para llegar hasta aquí, volverá a subir. Y, cuando lo haga, nuestro presidente de gobierno, que encuentra su refugio de paz y sosiego contemplando los 286 puntos básicos a que acaba de llegar la susodicha prima, perderá los nervios definitivamente. Y habrá que rescatar, esta vez en serio y con todas sus connotaciones negativas, a este país.

Nadie crea que éste es un pronóstico arriesgado. En realidad, lo es muy poco. Con estos mimbres y el panorama que se presenta a escala global, la situación no puede sino empeorar, y dispongo de tres años para demostrar que estoy en lo cierto. Mucho me temo, sin embargo, que hará falta bastante menos tiempo.