viernes, 25 de noviembre de 2011

Alemania rechaza los eurobonos y mayor implicación del BCE en la crisis

Ayer, en una mini-cumbre comunitaria Alemania-Francia-Italia, Angela Merkel rechazó tajantemente dos soluciones que venían siendo propuestas de forma insistente en las últimas semanas ó meses, a saber, la emisión de eurobonos y un préstamo del BCE al FMI para que éste adquiera deuda soberana de los países en situación más crítica. (Lo del préstamo al FMI es un truco para sortear la prohibición del Tratado UE de que el BCE compre deuda soberana de los países de la zona euro). Era previsible que Alemania las rechazara. El hecho de que no haya alternativa (y está claro que no la hay, como lo demuestra la entrada de Portugal en recesión pese a, o quizá por aplicar disciplinadamente la consolidación fiscal) no convierte a ambas propuestas en las estrategias ganadoras que sus partidarios ven en ellas.

Empiezo por la intervención del BCE. Yo la defendí hace dos años en un medio tan marginal – en términos de la opinión pública europea – como el diario Público. Eso fue antes del estallido de la crisis de deuda soberana. Cuando ésta saltó al primer plano, afirmé que era consecuencia de la decisión previa de no monetizar entonces el déficit. Todavía lo creo. Siguiendo las prescripciones del FMI, en el otoño de 2008, muchos gobiernos habían aumentado su gasto para sostener la actividad y el empleo. La monetización del déficit habría evitado tener que recurrir a los mercados. Una vez que se recurrió a ellos, impusieron su ley. Ahora ya es tarde: los mercados llevan casi dos años dictando las condiciones para financiar a los estados. No será fácil dejarlos a un lado, aparte de que los mercados son los principales aliados de Alemania para imponer la «vía prusiana a la unidad europea». ¿Cuál sería la finalidad de monetizar los déficits ahora? Sólo se me ocurre una: acelerar la tasa de inflación, con lo que erosionar el valor real de la deuda. Pero los mercados lo percibirían rápidamente, y el pánico volvería a apoderarse de ellos. O el BCE – directamente o por intermedio del FMI – se hace sin dilación con una gran parte de la deuda y adquiere ésta masivamente en el mercado primario, o el remedio será peor que la enfermedad. Esto conducirá a desatar procesos de inflación galopantes. Era evidente que Alemania no entraría de buen grado por ese camino. Antes, dejará que se desintegre el euro.

Los eurobonos responden a otra lógica. Hacer un pool con todas las deudas soberanas europeas reduciría, sin duda, la prima de riesgo con que italianos y españoles, por ejemplo, emitimos nuestra deuda, pero indudablemente aumentaría el coste financiero de alemanes, holandeses y finlandeses. Esto puede parecer «solidario». Supongamos que lo es. Sin embargo, el problema no es ése. El problema es que así no se devolverá la confianza a los mercados, más que si acaso temporalmente. Tarde o temprano, los mercados caerán en la cuenta de que el ritmo de las reformas se ralentiza. Ya no habrá línea de retirada. Será toda la zona euro la que se encuentre comprometida, y seguramente no habrá solución para la moneda común. ¿Y por qué son tan necesarias las reformas? Porque en los mercados se ha instalado el convencimiento de que las administraciones públicas europeas incurren en grandes despilfarros, que tras la fachada del «estado de bienestar» se esconden ineficientes arreglos de privilegio e intercambio de favores. Los eurobonos suprimirían el síntoma sin tratar la enfermedad. Sin una profunda reforma que elimine esos despilfarros y haga desaparecer tales privilegios y uso de dinero público para intercambio de favores, no habrá modo de restaurar la confianza en el crédito de buen número de estados europeos. Dicho de otra forma, los mercados opinan que es preciso reformar la «democracia clientelar» que se ha instalado en Europa. ¿Que esto es ideología neoliberal? Déjenme que me encoja de hombros.

La parte interesante es que Alemania quiere también una profunda reforma de las administraciones públicas en toda la zona euro. Pero no es una reforma neoliberal lo que pretende, sino una reforma prusiana. Si Alemania tiene que cargar con la financiación de los gastos de las burocracias de toda Europa, éstas tendrán que adaptarse a los criterios y exigencias de la burocracia alemana. Por eso resulta tan importante para Merkel la reforma del Tratado.



sábado, 19 de noviembre de 2011

La voluntad política no es suficiente

En vísperas de la primera reunión del G-20, que tuvo lugar en Washington en noviembre de 2008, a menos de dos meses de la quiebra de Lehman Brothers, el suceso que desencadenó la mayor crisis financiera desde el crack del 29, varios líderes europeos se felicitaron de lo que parecía un aspecto positivo de una pavorosa situación. Durante década y media de crecimiento al parecer imparable de la economía mundial, la economía había tratado a la política como su pariente pobre. El discurso mediático era que los estados soberanos lo eran ya menos porque tenían que plegarse a las exigencias de la globalización para garantizar a sus ciudadanos un aceptable nivel de vida. Gurús como Alan Greenspan, desde la presidencia de la Reserva Federal estadounidense, proclamaban a los cuatro vientos la buena nueva de la desregulación, lo que era equivalente a cuanta menos intervención pública, mejor. En resumidas cuentas, los políticos habían tenido que tragar quina por un tubo, como quien dice. Pero, héteme aquí que la crisis de 2008 venía a demostrar que los mercados, dejados a su actuación espontánea, conducen al desastre y que la política volvía a ser, una vez más, necesaria para reconducir la situación.

Tres años después, aquí estamos. Más viejos, con menos ilusión, más cansados. Los estadistas mundiales no han sido capaces de reformar el orden económico mundial, como se habían propuesto; ni siquiera han podido abordar el caso, singular y bien identificado, de los «paraísos fiscales», que parecía una víctima propiciatoria del ardor reformista. Absolutamente nada, de nada: eso es lo que se ha hecho. Es más bien al revés. Las políticas de consolidación fiscal, en las que ciertos tecnócratas han vuelto a revelar su pericia para teledirigir a los políticos, representan un regreso conceptual a la época prekeynesiana. Y no es que se trate de propugnar políticas keynesianas. Me refiero a lo absurdo de pretender que el keynesianismo sólo fue un error, que no hemos aprendido nada en los últimos ochenta años, que hay que volver a los dogmas – como el presupuesto equilibrado – de finales del siglo XIX. Y no voy a decir que todas las intuiciones políticas de estos tres años han sido equivocadas o fútiles. La idea, por ejemplo, de que el monetarismo de la era de la globalización, digamos de 1991 a 2007, con su expansión monetaria asociada a la financiación de grandes déficits públicos, era un keynesianismo disfrazado de neoliberalismo, es rigurosamente cierta. Pero eso es una cosa, y otra muy distinta rechazar el keynesianismo en bloque. Entre otras cosas, porque rechazar el keynesianismo en bloque supondría rechazar la contabilidad nacional, que es hija de aquel pensamiento.

Si se piensa bien, las tribulaciones de Europa provienen de ese rechazo indiscriminado del keynesianismo, que lleva implícito el rechazo de la contabilidad nacional. Cuando se dice que la política debe mantener el equilibrio presupuestario, lo que – en una época en la que apenas se puede subir los impuestos – presupone la reducción del gasto público en lo que resulte necesario, se ignora que la reducción del gasto da lugar a la reducción de la producción agregada (PIB) y, como mínimo, al estancamiento del crecimiento. ¿Qué está pasando en España, sino eso? Mala contabilidad nacional, tal es la inspiración principal de las políticas de consolidación fiscal.

¿Qué habría que haber hecho, entonces? La alternativa parecía la política keynesiana «pura», es decir, ingenua. Es la que acometió el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero desde finales de 2008 a comienzos de 2010. La voluntad política era sostener la actividad y el empleo manteniendo o incluso expandiendo el gasto público (el famoso «plan E» y el estímulo al sector de la automóvil). El plan fracasó estrepitosamente, y se puede considerar como el origen de gran parte de los problemas financieros actuales. Y fracasó porque una política así no es keynesiana más que en un sentido naif que transpira esta época de posmodernidad muchas veces estúpida. El único keynesiano que queda en el mundo, el premio Nobel Paul Krugman, lo planteó con claridad en una visita que hizo a España en febrero de 2009. Dijo que, para sostener el empleo, había que hacer dos cosas (dos, y no sólo una). Gastar más en el sector público, era una, y la otra, reducir precios y salarios en un 15%. En varios artículos que envié a la prensa en aquella época, traté de explicar la propuesta de Krugman, que estaba bajo el fuego cruzado de la derecha y la izquierda. Concretamente, propuse un pacto nacional – a la manera de los Pactos de La Moncla – para expandir el gasto y reducir los salarios, en un artículo que envié a El País en junio de 2009. A este insigne periódico le debió de parecer que la propuesta era demasiado extravagante, y declinó publicarla «por razones de oportunidad y espacio», según su fórmula habitual. En Comisiones Obreras estaban al tanto de mis ideas pero, prudentemente, evitaron comentarlas.

Podemos ver por qué Krugman y yo teníamos razón; sobre todo él, ya que yo sólo soy un intérprete. El problema de España no radica en el excesivo endeudamiento, ni público ni privado. Es verdad que tanto familias como empresas, y de resultas de ello, también los bancos, están todos bastante endeudados. Pero el problema sería menor si estuviéramos creciendo, digamos, al 2,5%. El problema es que no crecemos. Y no crecemos porque no hay crédito. Y no hay crédito porque el dinero escasea en España. Y el dinero escasea porque tenemos un agujero en la balanza de pagos. Es así de sencillo. En 2007 y 2008, la balanza por cuenta corriente española registró déficits récord de más de 100.000 millones de euros cada año. Unido al cierre de los mercados interbancarios internacionales, esa sangría obligó al gobierno a endeudarse rápidamente en el exterior para reponer el dinero perdido. En 2009, 2010 y 2011, se ha reducido considerablemente el volumen del déficit, pero no basta. El saldo exterior debe ser positivo, o continuará saliendo dinero del país, aunque sea más moderadamente; el estrangulamiento será más lento, pero no menos seguro. Y, para tener un saldo positivo, o sea, un superávit con el exterior, lo que hace falta es que los precios españoles vuelvan a ser competitivos. Desde nuestra entrada en el euro y hasta 2008, el IPC español subió alrededor de un 15% más que el de Alemania. En 2009, era necesario reducir los precios interiores al menos en esa cuantía para restaurar la competitividad perdida, y de ahí la cifra de Krugman. Esta política de rentas tenía que haber complementado la política de gasto, para no acabar como hemos acabado.

Ahora, con casi total seguridad, volverán las ideas sobre un gran pacto de Estado para reducir los salarios, con la vista puesta en provocar lo que llamo una deflación controlada. Pero, si eso se hace sin una paralela expansión del gasto público, nos habremos ido al extremo opuesto, previsiblemente, con tan malos resultados como en el pasado. Pues la deflación reducirá la recaudación tributaria, lo que aumentará el peso de la deuda, tanto pública como privada, con el exterior. Y, por otro lado, ¿de dónde vamos a sacar recursos para financiar una nueva expansión del gasto, si nuestro crédito exterior se encuentra agotado? Empieza a ser tarde ya para casi todo.



viernes, 18 de noviembre de 2011

España, en zona de rescate

España, en zona de rescate

Ayer, por primera vez, ocurrieron dos cosas, a cual más alarmante. Primero, los intereses de la deuda española en la emisión del Tesoro rebasaron – por muy poco, pero la rebasaron – la línea roja del 7%. Es éste el tipo de interés por encima del cual se estima que el servicio de la deuda se vuelve insoportable a largo plazo. Segundo, la prima de riesgo en el mercado primario superó a la del mercado secundario. Analizaré ambos asuntos por separado.

Es verdad que, en próximas emisiones, el interés pagado por el Tesoro podría caer por debajo del 7%, nuevamente. Eso es lo que repite la inefable Salgado, inasequible al desaliento. Si se observa la evolución de los intereses en los últimos dos años, la tendencia es claramente al alza; no se ve por qué regla de tres podrían invertir esa tendencia en un plazo razonable de tiempo. Lo peor para las pretensiones del gobierno (y a lo que se ve, también del PSOE en los últimos mítines electorales) de que todo se ha hecho razonablemente bien es que, ahora, no se trata de un problema de contagio. Grecia e Italia acaban de formar sendos gobiernos presididos por técnicos/tecnócratas, y lo que los mercados nos dicen es que España se está quedando atrás. Estoy de acuerdo en que es un signo de lo más preocupante, y un augurio de la peor especie para la democracia. Pero recuerdo que los políticos tuvieron su oportunidad en 2008, y en tres años han hecho lo suficiente para encontrarnos donde nos encontramos, ni mejor ni peor.

El segundo asunto, que la prima de riesgo en el mercado secundario (la «prima de riesgo» propiamente dicha) haya quedado por primera vez por debajo del diferencial de los intereses que pagamos sobre los que paga Alemania es incluso más preocupante, y no veo que los analistas le estén prestando la debida atención. Hasta ahora, el Tesoro pagaba menos que lo que luego descontaba el mercado secundario, y eso significa que los mecanismos políticos que tiene establecidos el Mercado Oficial de Deuda Pública, articulados en torno a los creadores de mercado – Titulares y grandes Gestoras con Capacidad Plena de la Central de Anotaciones del Banco de España, obligados a reunirse periódicamente con el Tesoro y a asumir compromisos de compra en cada emisión – habían funcionado con bastante eficiencia, bajo la experta batuta de Soledad Núñez, directora general del Tesoro y Política Financiera. Ahora, la disciplina se relaja, los creadores de mercado (grandes bancos españoles y bancos de inversión extranjeros) tratan de sacar tajada de la situación y el sistema empieza a desmoronarse. Es absolutamente meritorio que la señora Núñez haya logrado mantener la situación hasta la última semana antes de las elecciones, y la pregunta es si el PP logrará restablecerla.



viernes, 11 de noviembre de 2011

Un euro a dos velocidades

Como era de prever, Italia y España se aprestan a seguir el camino de Grecia. Toda la voluntad política de Europa se está demostrando incapaz de torcer las leyes de la economía. Para colmo, el Viejo Continente parece a punto de precipitarse en una nueva recesión, según confiesa la Comisión Europea. Tras traspasar la línea roja de intereses de su deuda (7%), Italia ha terminado por darle a Berlusconi la pata de Charlot. No hay bien que por mal no venga. Pero el mayor morbo lo han dado una serie de supuestas conversaciones entre Merkel y Sarkozy para crear un «euro a dos velocidades». ZP ha llamado a la canciller alemana y, según nos cuesta con enfática vacuidad, ella lo ha tranquilizado: no hay tal intención. Suficiente, al menos para antes del 20-N.

Carezco de tan encumbrados informadores, vamos, que sé de esas conversaciones lo que todo Quisque. Pero puedo opinar sobre hasta qué punto es posible, y en qué condiciones podría serlo. Posible, lo que se dice, es posible. Y no hace falta que nos echen del euro para hacerlo realidad. Es decir, me parece perfectamente realizable.

El quid de la cuestión radica en que los países con mayor debilidad financiera no disponemos del recurso a la devaluación: 1 euro vale 1 euro en todo el territorio de la Unión Monetaria. No hay forma de hacer que el euro español valga menos que el euro alemán, pongamos por ejemplo. La única solución, en términos teóricos, consiste en que el país con déficit exterior, que por ello debe endeudarse, efectúe una así llamada devaluación interior, o sea, una reducción sensible en precios y salarios. La devaluación interior es algo muy difícil de conseguir; virtualmente imposible en la medida necesaria.

En ausencia de devaluación interior, la única posibilidad de sostener la moneda común es reintroducir los montantes compensatorios monetarios (MCM). Los MCM se introdujeron a finales de la década de 1960 para mantener la igualdad de los precios agrícolas – fijados por la PAC – cuando se producía una devaluación del franco francés (o cualquier otra moneda) vis-à-vis el marco alemán. Se abolieron en 1993, para establecer la unidad del mercado único. Lo que durante un cuarto de siglo se utilizó para neutralizar devaluaciones podría usarse ahora para simularlas, extendiéndolas desde la agricultura a todos los sectores productivos.

Funcionaría del siguiente modo. Habría que fijar un impuesto especial en aduana para todos los productos procedentes de otro país de la zona euro con que se registra un déficit comercial, y se pagaría una subvención de igual cuantía a todo producto exportado a ese mismo país. La cuantía del impuesto/subvención dependería de la magnitud del déficit en proporción al volumen del comercio. De esa forma, los productos que importásemos de Alemania, por ejemplo, pagarían ese impuesto al fisco español, y los que exportásemos a ese país, cobrarían esa subvención; como nuestras importaciones a Alemania superan a las exportaciones a ese país, el fisco español obtendría una recaudación neta, que facilitaría la reducción del déficit. Al mismo tiempo, las exportaciones españolas a Alemania se verían incentivadas y las importaciones alemanas en España, desincentivadas. El efecto general sería estabilizador. Los nuevos MCM se mantendrían hasta que la crisis de deuda soberana se hubiera conjurado.

Únicamente hay un problema: con estos MCM, se rompería la unidad de mercado. Pero eso, en realidad, no preocuparía más que a los puristas.



sábado, 5 de noviembre de 2011

La crisis del euro y la vía prusiana a la unidad europea

Los acontecimientos de esta semana muestran el verdadero cariz de la crisis por la que está atravesando la zona euro (ZE). Las turbulencias en los mercados venían precedidas de un plan pactado la semana anterior por el Eurogrupo de recapitalizar los bancos de la ZE hasta llegar a un 9% de capital principal sobre los activos ponderados por riesgo (por encima de las exigencias de Basilea III) y de ajustar la valoración de la deuda soberana en las carteras de esos mismos bancos a su precio de mercado. El plan, que impone a España recapitalizar el sector bancario en 26.000 millones de euros – la segunda cifra más alta, sólo detrás de Grecia, 30.000 millones –, provocó malestar en nuestros medios políticos y bancarios porque presuponía una quita del 2% para la deuda española. Todo esto no es más que ruido. El hecho fundamental es que la ZE está preocupada por las inversiones inmobiliarias de la banca española, y no ha encontrado mejor forma de reflejar un poco esa preocupación con lo elevado de dicha recapitalización, que ni de lejos se aproxima al peso del ladrillo en los riesgos bancarios.

En estas estábamos, cuando Papandreu, primer ministro de Grecia, anunció la convocatoria de un referéndum en su país sobre los sacrificios que el acuerdo paneuropeo exigía a los ciudadanos de su país. Aquí, el anuncio se rechazó con particular inquina, en todo caso comprensible, porque tras la reforma de nuestra Constitución, este verano, para la que muchos pidieron esa consulta, Papandreu ponía en evidencia muchas goteras de las formas de gobierno de los últimos meses en Europa. Pero, en fin, nunca me he manifestado partidario de una democracia plebiscitaria, y no me voy a manifestar en tal sentido ahora. Lo interesante es que nosotros nos hemos sumado, de forma muy clara, al coro de tragedia griega que llamamos «intervención». Tenemos a Grecia intervenida, con su soberanía no ya limitada sino claramente suspendida hasta nueva orden, y nos parece muy bien. Cuando Papandreu renunció al referéndum, tras la presión desalmada de Merkel y Sarkozy, las Bolsas hicieron una de sus habituales fiestas, y no menos que las demás la española.

Lo que realmente está pasando vengo describiéndolo desde hace meses en este blog y en el blog Purgatorio Económico, del que éste es reencarnación, como la unificación europea por la vía prusiana. Los federalistas más ingenuos esperaban (y todavía parecen esperar, en el asunto del «gobierno económico» o «fiscal») la formación de un verdadero gobierno europeo, responsable ante un parlamento europeo, éste con plenos poderes para legislar. Es, como digo, la ilusión del federalismo ingenuo. ¿Para qué necesita Alemania un tinglado como ése, que además no podría controlar? Es mucho más sencillo que Merkel le retuerza el brazo a Sarkozy y que luego ambos se lo retuerzan juntos al que se ponga díscolo. Así, han doblegado a Papandreu, que ha resultado ser bastante duro; pero antes se lo retorcieron a ZP, de suyo particularmente blandito, o al irlandés hace un año como a Berlusconi ahora. Ya veremos cómo se las arreglan para retorcérselo a Rajoy. La idea de podría haber una política económica más expansiva en Europa, que anda vendiendo Rubalcaba, es peregrina. Alemania no lo consentirá, por una razón muy sencilla. Alemania se propone unificar Europa de la misma forma que en la década de 1860-70 Prusia unificó Alemania: por las bravas. Entonces, la herramienta fue la guerra; ahora, las finanzas. Una política expansiva supondría más dinero para todos, por distintos canales. Y lo que Alemania necesita para unificar Europa por vía de las finanzas es hacer que el dinero sea escaso y, sobre todo, concentrarlo en sus propias manos. Es una cuestión de poder.

Grecia no es más que un ejemplo – el infierno en que todos podemos caer si no nos portamos bien – y un banco de pruebas. Otro día hablaré sobre esto último. Lo importante, ahora, es que Alemania utiliza la escasez de dinero (técnicamente, «rarefacción monetaria») para forzar reformas en toda Europa, y particularmente en la Europa más necesitada de ellas. España cae de lleno en ese grupo, por más que nuestros políticos protesten. Y el punto que está atrayendo la atención de los mercados es nuestro costosísimo régimen autonómico. Pero, ¡ojo!, eso incluye muchos aspectos institucionales, y en primer lugar las universidades, proliferadas como setas al abrigo de ese régimen. Aquí confluyen dos líneas de fuerza que juntas serán irresistibles. Por un lado, la racionalización de gastos, que parece una tendencia europea: en Francia, por ejemplo, está dando lugar a procesos de fusión de universidades. Por otro, la racionalización del sistema autonómico, que es un problema específicamente hispano. España no es Francia. Si los titulados en Derecho o en ADE, pongamos por ejemplo, terminan de cajeros en supermercados o peor aún, en el paro, y si los titulados en Medicina emigran al Reino Unido (que para más inri, está fuera del euro), el ajuste impuesto por la racionalización à la prusiana podrá venir por vía del aumento de los empleos adecuados en España o por vía de la reducción del gasto universitario que de esa forma no es más que despilfarro; pero es inexorable que tendrá que venir. Y a eso no basta con resistirse con buenas intenciones. Hay que saber con quién se juega uno los cuartos y no hacer el canelo.


NOTA: Esta entrada está dedicada a los miembros de la Universidad de Castilla-La Mancha, a cuyas elecciones a rector me presento.