domingo, 27 de noviembre de 2016

El propósito de Trump y la economía mundial

Ahora que han transcurrido casi tres semanas de la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos es quizá momento de mirar con frialdad los acontecimientos. Que ganó aupado en una coalición de fuerzas populares que, por sí solas, no llevarían al país a ningún lado, excepto a dejar de ser un socio confiable para quienes comparten valores e intereses, es indiscutible; que recibió ayuda de los servicios de inteligencia, también. Pero es precisamente esta inusual confluencia la que nos debe dar una pista de lo que realmente está en juego.

Trump es, ante todo, un hombre de negocios. Ha habido otros siete presidentes así desde 1900, pero sólo uno, Herbert Hoover (1929-1933), saltó directamente de los negocios a la Casa Blanca; los demás fueron antes senadores o gobernadores, y dos (Truman y George Bush padre) vicepresidentes. Es decir, seis hombres de negocios que dirigieron la política estadounidense en este siglo y el anterior pasaron por un estadio intermedio que los obligó a conciliar el enfoque empresarial con el que llamaríamos burocrático. La burocracia de Washington ha sido precisamente uno de los blancos de las diatribas de Trump.

¿Por qué los servicios de inteligencia, que son parte de la burocracia, apoyan al candidato que ataca a la misma? Esto apuntaría en la dirección de una fisura, o incluso una fractura entre los servicios de inteligencia y el resto de la burocracia federal. ¿Y por qué un hombre de negocios sería el candidato idóneo para resolver el problema, cualquiera que éste fuese? Porque la burocracia federal ha adoptado una visión sobre todo política de problemas que, en lo esencial son económicos. Aquí sólo puedo tratar de conjeturar cuál es la visión de los servicios de inteligencia, pero no hay otra forma de entender lo que está pasando.

Desde Bush padre y hasta Obama, EE.UU. ha estado enfrascado en organizar un nuevo orden mundial, una especie de reino global de la democracia, los derechos humanos y la economía de mercado. Hillary Clinton estaba comprometida con esa visión. Pero el problema, un cuarto de siglo después, ya no es ése. Bush hijo ya metió la pata en Irak por aferrarse a esa visión; la tensión entre la OTAN y Rusia en Ucrania es de la misma naturaleza. EE.UU. se ha enfrentado a la invasión de Crimea por Putin como se enfrentó a la de Kuwait por Saddan Hussein. Y no son la misma cosa. En esa dinámica EE.UU. sólo puede perder.

El gran problema es otro. China es una amenaza, no por su política, que puede ser tan pacífica como los dirigentes de Pekín quieran, sino por su tamaño. Su desarrollo económico absorbe tantos recursos que pone en riesgo el normal crecimiento de los demás. Por ejemplo, con el automóvil eléctrico. Cada día está más claro que es una de las tecnologías que habrán de sacar al mundo del estancamiento actual, y el litio es insustituible en sus baterías. Las reservas mundiales de litio son escasas, y el automóvil eléctrico competirá con los teléfonos móviles por ellas. En previsión de sus ingentes necesidades, las empresas chinas están tomando posiciones de control sobre las principales minas de litio del mundo.

Y éste es un problema al que Obama no se ha enfrentado, y que Clinton no tenía pensado cómo tratar. Ellos, la burocracia de Washington, estaban más por una labor diplomática que persuada a China de plegarse a la sentencia del Tribunal de La Haya sobre el Mar de la China Meridional, o que frene la expansión del gigante asiático en el Mar de la China Oriental, donde amenaza a Japón y Corea del Sur. Pero los verdaderos problemas no son éstos, porque nadie quiere una guerra. El verdadero problema es el otro, y Trump ha empezado a enfrentarse a él declarando muerto al TPP porque si este tratado no sirve para frenar el expansionismo económico de China, entonces no sirve para gran cosa.

Y el colofón son malas noticias para el mundo. Durante la primera fase de la globalización, hemos disfrutado de un consumo, barato por cuanto lo era la mano de obra china, y por el que los propios chinos no competían. Ahora empiezan a competir, y lo hacen en gran escala. El resultado no podrá ser más que un coste mucho más elevado de productos que hasta ahora eran accesibles para todos; la prosperidad china nos hace más pobres a todos. Ése es el sentido de esta economía post-crisis que no termina de arrancar, y que puede que no lo haga en décadas.



miércoles, 16 de noviembre de 2016

Trump y sus planes en la presidencia

Sorprende ver el número de personas, algunas de ellas de relevancia como el premier griego Alexis Tsipras, que al ser preguntadas ante las cámaras sobre el presidente electo de EE.UU. responden algo así: «Al principio me asusté bastante, pero ahora pienso que a lo mejor tiene un plan; veremos». Es una reacción típica ante la incertidumbre que sabemos que no remitirá.

Más sensato sería atender a los claros signos de que Trump no sabe qué hacer más que en un corto número de asuntos que sólo le importan a él. Por ejemplo, entre los nombres que suenan para puestos clave en la nueva administración, pocos hay con experiencia de gestión pública; Trump parece preferir a sus familiares (su yerno Jared) y amigos (como Bannon) que lo ayudaron en la campaña, ninguno de los cuales tiene experiencia y candidatos por tanto a dejarse seducir por el reverso tenebroso del poder ignorando el componente de responsabilidad, que generalmente requiere años de experiencia para ser apreciado. Muchos tomarán esta clase de opciones como muestra de beligerancia antisistema, cuando en realidad es simple inmadurez en la gestión pública.

Que Trump no tenga un plan no quiere decir que se verá bloqueado a la hora de hacer cosas. Hizo promesas muy escandalosas durante la campaña, y querrá cumplirlas. Por ejemplo, el famoso muro que quiere construir en la frontera de México, o la renegociación (con amenaza de romperlo) del Tratado de Libre Comercio con Canadá y México. Pero todas estas cosas no configuran un plan, en el sentido que querrían los buenos deseos de los entrevistados. Si acaso, integran lo que en castellano se llama un desiderátum.

El más listo ha sido Putin, que se ha dado perfecta cuenta de lo que supondrá la nueva administración: la liquidación del «nuevo orden mundial» soñado por George Bush, padre. Trump tiene la vaga noción de que ese orden ha dejado de ser bueno para EE.UU., pero el nuevo presidente carece de pericia para defenderlo, si quisiera. Tras su presidencia, Estados Unidos dejará de ser para sus amigos el socio confiable que ha sido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.



lunes, 14 de noviembre de 2016

Bulgaria mira a Rusia

Las elecciones presidenciales en Bulgaria han dado el triunfo a un excomunista y partidario de acercarse a Rusia; el gobierno ha caído, como consecuencia de ello. Bulgaria se une así a Hungría y a Grecia, simpatizantes de Putin en la Unión Europea. El partido euroasiático se fortalece en el Este de Europa y en los Balcanes.

Era fácil de prever que algo así ocurriría. Mencionaré los signos evidentes, no por orden cronológico ni de importancia, sino sólo para mostrar lo evidente. El Brexit ha debilitado la conexión euroatlántica de la UE; Trump ríe las gracias de Farage y apuesta por la desaparición del euro; la guerra de Ucrania continúa sin solución, ni política ni militar. Bulgaria es uno de los países más directamente amenazados por ésta.

Añadiré el triste destino del gaseoducto submarino, a través del Mar Negro, que Rusia quería construir en sustitución de los numerosos que cruzan de este a oeste Ucrania. El Este y el Centro de Europa se aprovisionan de gas natural ruso que pasa por Bielorrusia o por Ucrania. Desde hace una década, Putin ha acusado a Ucrania de robar gas a su paso por el territorio, aunque puede que esto no fuera más que una excusa para tensar las relaciones con el vecino. Cuando hace ya casi tres años Rusia invadió Crimea, la coyuntura sirvió de excusa para cortar definitivamente el tránsito del gas siberiano a través del territorio controlado por Kiev; eso dejaba sin suministro energético a los Balcanes, a Austria y al Norte de Italia. Putin propuso construir un nuevo gaseoducto que iría por aguas internacionales (y turcas) del Mar Negro a salir a la superficie en las costas de Bulgaria, y de ahí se redistribuiría a todos los Balcanes y más al norte. Pero la OTAN no lo consintió. ¿Un gaseoducto para dejar aislada económicamente a nuestra amiga Ucrania? Ni hablar. Se ordenó a Bulgaria rechazar el proyecto.

Por el resultado de las elecciones, ahora está claro que a los búlgaros no les gustó ser utilizados como un peón en la partida de ajedrez que juegan Washington y Moscú.






domingo, 6 de noviembre de 2016

La comunidad de la inteligencia apuesta por Trump

La declaración del director del FBI ante un comité del Congreso de Estados Unidos, revelando que entre los 600.000 correos electrónicos recientemente publicados por Wikileaks hay algunos remitidos por una asistente de Hillary Clinton que podrían comprometer la integridad de la candidata a la presidencia, ha dado un vuelco inesperado a las encuestas y a las expectativas de triunfo en estas elecciones. El todavía presidente Obama ha censurado al director del FBI por interferir en la campaña electoral; los partidarios de Clinton lo acusan de hacer el juego a Putin, ya que dan por hecho que Wikileaks es una herramienta del servicio secreto ruso. Lo cierto es que el director del FBI no se habría atrevido a dar el paso sin el respaldo de la CIA y de los otros catorce (quince, si incluimos a la Oficina de Evaluación Neta, que depende directamente del secretario de Defensa) servicios de inteligencia de Estados Unidos. La ambigüedad de las revelaciones es tal (no se sabe cuántos correos, ninguno es de Hillary Clinton) que éstas sólo pueden entenderse como una apuesta de la llamada «comunidad de la inteligencia» por la victoria de Donald Trump. De ser un candidato contestado incluso en su propio partido, ha pasado a ser el favorito en estas elecciones. ¿Cómo ha ocurrido y por qué?

La clave está en una percepción distinta de la posición de Estados Unidos en el mundo. Quiérase o no, Bill Clinton y Barack Obama, no menos que George W. Bush, han sido tributarios de la noción de un «nuevo orden mundial», preconizada por George Bush padre. En esa visión, Estados Unidos ha sido el guardián de la legalidad internacional y el garante de la democracia en todo el orbe. Como tal, se ve obligado a intervenir en todas partes, apoyando igual las primaveras árabes que el fallo del tribunal de La Haya sobre el Mar de la China meridional y la soberanía de Ucrania sobre Crimea. Hillary Clinton representa la continuidad de esta dinámica. Trump, al que se acusa de aislacionista, representa la tendencia opuesta. Según él, Putin no es el enemigo (de ahí que muchos vean en el candidato a una marioneta del ruso); una eventual guerra con Rusia en Ucrania o por Ucrania, Estados Unidos no puede ganarla por razones logísticas evidentes. ¿A qué mantener entonces la tensión? Buscar un acomodo sería lo más razonable según Trump. En Oriente Medio sus ideas no son tan claras, pero entrañan una crítica profunda de las inconsistencias de la política de Obama, quien fue advertido por la CIA en 2012 de que algo como el Estado Islámico podía surgir en la frontera entre Siria e Irak como consecuencia de la política de apoyar a todo rebelde al régimen de Damasco. Y en Extremo Oriente, ¿de qué vale defender el fallo de La Haya a favor de Filipinas, si el propio presidente filipino se aleja de Estados Unidos para aproximarse a China?

El espaldarazo de la comunidad de la inteligencia a Trump no asegura el triunfo de éste, pero le da una enorme ventaja, incluso psicológica, sobre su contrincante. El pueblo norteamericano puede opinar diferente. Pero incluso si Clinton gana, tiene motivos para reflexionar sobre una política exterior de la que ella, como secretaria de Estado, ha sido protagonista activa en los pasados años.