sábado, 23 de septiembre de 2017

Cataluña: hora cero

Que el independentismo catalán tiene hondas raíces nadie puede ponerlo en duda. En la guerra de Sucesión a la corona española creyeron lograr la independencia; de rebote, porque lo que entonces querían era defender la organización política de los Austrias (foral, o sea feudal, que ambas palabras tienen la misma raíz latina) contra la no menos absolutista pero bastante más moderna de los Borbones. Ahora presume de «democrático», pero el nacionalismo catalán tuvo un origen retrógrado de mucho cuidado. Es dudoso que haya perdido ese marchamo a la fecha.

Los centenarios son ocasiones propicias para celebrar el nacionalismo. Ni 1814 (apenas expulsados los franceses y en plena rebelión de las colonias americanas, en suya supresión la industria textil catalana estaba interesada como el que más) ni 1914 (al borde de una conflagración europea que se mascaba desde la anexión de Bosnia-Herzegovina por la monarquía danubiana, en 1909) ofrecieron coyunturas favorables. Pero 2014 era otra cosa. Acabada la Guerra Fría y en eterna pax americana, con la globalización marchando a paso de carga (y la tecnociencia catalana globalizándose como el que más), disfrutando de derechos inalienables en la Unión Europea, ¿qué obstáculo podía haber?

Muchos en el resto de España soñaron con que la Constitución Española de 1978 pondría definitivo fin a las veleidades independentistas del nacionalismo catalán. Craso error. Hacen mal los unionistas en contraponer la figura de Tarradellas a los soberanistas actuales: la actitud del gran político catalán sólo demuestra que era realista. La transición no era el momento. Pero los albores del siglo XXI, ¿por qué no?

Hay quien cifra el comienzo de esta ola independentista en la operación del juez Garzón para prevenir acciones de Terra Lliure con ocasión de los Juegos de Barcelona, y que dio con varios activistas en la cárcel (y, según las malas lenguas, el exilio voluntario de Puigdemont). No sabría decirlo. Pero está claro que el proyecto estaba en un sólido y muy resuelto grupo ya en 2004. El 28 de diciembre de ese año – ojo a la fecha – se constituyó la Fundaçiò PuntCat. El objeto era conseguir una extensión de dominio en internet, con arreglo a la expansión del número de las mismas acordado por el ICANN (organismo gestor de la asignación de nombres de dominio); la idea era lograr .cat como una extensión patrocinada, lo que fue aprobado por el ICANN en septiembre de año siguiente. De quince extensiones patrocinadas en aquellas fechas, sólo dos tenían una referencia territorial, de sentido muy distinto: .asia y .cat. Entonces ya estaban claros la intensión de sacar a Cataluña del código de país .es, correspondiente a España, y el carácter singular del empeño a escala planetaria. En el logro de la extensión tuvieron un papel protagonista las gestiones del Institut d’Estudis Catalans, el mismo que dio cabida al infundio de que El Quijote fue originalmente escrito en catalán (El Quixot o quizá En Quixot) por un tal Joan Miquel Servent, nacido en Játiva pero de familia barcelonesa; novela que luego habría sido reescrita en castellano. También influyó en la decisión del ICANN la presión del capítulo catalán en la Internet Society.

La fábula del Quixot catalán y la absurda teoría de que Colón (supuestamente, Cristòfol Colom) habría salido no de Palos, en Huelva, sino de Pals en el Bajo Ampurdán, así como otros dislates igual de divertidos, muestran algo mucho más dramático: el siempre difícil encaje de la cultura catalana en la española. Son dos culturas distintas, basadas en dos lenguas muy diferentes. Sólo la más supina ignorancia permite hoy decir que el catalán es un dialecto del castellano; en realidad, pertenecen a dos ramas distintas de la lengua romance: la castellano-portuguesa, por un lado, y la catalano-occitana, por otra, mucho más próxima al italiano que a la que tiene al oeste. Para colmo, el catalán comparte con el italiano, el francés e incluso el portugués ciertas notas de musicalidad ausentes en el castellano. Ésta es una lengua recia y cortante, que ha moldeado así el espíritu de las gentes que lo hablan como lengua nativa. Se trata, así pues, de dos culturas antitéticas en algunos aspectos. Por momentos, la simbiosis de ambas ha dado origen a los mejores momentos de la historia de España; obviamente, no en la actual generación. Alguno de los peores aspectos de esa difícil relación se está revelando en la presente crisis.

Si los Estados se definieran por la uniformidad cultural (como quieren quienes llaman traidores a Serrat y Boadella), Cataluña tendría todo el derecho a ser uno de ellos. Pero no es así. Los Estados hoy se definen por su funcionalidad económica, y realmente Cataluña y España (y la Unión Europea y probablemente Occidente pues el Catexit sumaría sus efectos al Brexit) tienen mucho que perder con la independencia de la primera. JPMorgan, primer banco del mundo por el tamaño de sus activos, advierte hoy de los riesgos en ese sentido, y llama a las autoridades comunitarias a ser más beligerantes en la crisis. Se dirá: ya están los bancos… Quizá, pero apunta también a algo con mucho sentido: no es un problema cuya solución se pueda afrontar con romanticismo.

Pase lo que pase estos días, los catalanes tienen que tener clara una cosa: si rompen con España, saldrán de la UE y del euro para no regresar en un horizonte temporal previsible. Se enfrentarán la permanente oposición de España y también a la de Alemania, porque otra cosa sería dar alas a los nacionalistas bávaros a romper con la República Federal. El procès ya no es sólo un asunto de ámbito europeo sino también un problema interno de todos los Estados miembros de la Unión donde el ejemplo catalán podría prender con fuerza. Esto, que haría la felicidad de los antisistema encendidos de rauxa, debería hacer reflexionar, con su tradicional seny, a la clase media moderada de nuestra hermana Cataluña.