jueves, 30 de agosto de 2012

Aires de crisis en la eurozona

La crisis de la deuda soberana, de la que España, junto con Grecia, es uno de los epicentros, está a punto de dar una nueva vuelta de tuerca. Dos claros indicios apuntan al aislamiento político de la conservadora Alemania. Por una parte, la lentitud en decidir la separación, expulsión o como se le quiera llamar, de Grecia de la eurozona. Por otra, la más que ostensible divergencia entre la dirección del Banco Central Europeo y el Bundesbank, o por personalizar, entre Draghi y Merkel. Los dos indicios marcan una fisura que amenaza con resquebrajar hasta el tuétano a la eurozona. Francia, es decir, Hollande se convierte así en el árbitro de la situación.

Algunos creen que no se puede echar a Grecia, o para el caso, a ningún otro país del euro. Ilusos. Claro que es posible, y además muy fácil. Pero el BCE tiene que querer, y en este caso parece que no quiere. Para echar a Grecia, le basta al BCE con excluir a la deuda griega de la lista de activos de garantía utilizables en las operaciones habituales del Eurosistema; así, Grecia queda de facto fuera del euro. ¿Y esto se puede hacer? Naturalmente que se puede, y el BCE debería haberlo hecho hace meses, si no años, dada la baja calificación crediticia de esa deuda. Pero no se ha hecho por motivos políticos, con los que Alemania comulgó en su momento, y esa comunión se vuelve contra ella ahora. Este verano, se ha empezado a reconocer que el problema de Grecia es de calidad de su democracia, mucho más importante que el de la calidad de su crédito. Y que la calidad de la democracia griega no mejorará sino que previsiblemente empeorará en cuanto Grecia salga del euro. Y, todavía más importante, que Europa entera pagará las consecuencias de una evolución de Grecia hacia totalitarismos de un signo u otro.

El segundo problema es el de España. Draghi ha protagonizado una propuesta este verano, consistente en la compra masiva de deuda española para contener y rebajar la prima de riesgo. Simplemente, el anuncio de esa nueva política, prevista para septiembre, bajó la prima de riesgo desde bastante por encima de 600 puntos básicos a los poco más de 500 en que se sitúa ahora. Pero incluso esta última cifra resulta excesiva. De los anuncios hay que pasar a las realidades. Y se ha desatado una lucha sorda entre Draghi y el Bundesbank, que es trasunto de la negativa de Alemania a relajar la disciplina que se exige a los rescatados.

Uno no puede dejar de ver la mano del socialista Hollande en el pulso general que están echando Draghi y Merkel. En los dos asuntos en que chocan, Draghi defiende la posición que a priori se atribuiría al francés, de modo que lo lógico es pensar que el italiano se muestra fuerte porque se siente respaldado. Estamos, así pues, ante el cambio de clima general que algunos pronosticaron tras las presidenciales francesas. Pero, más que nada, Alemania paga ahora la crisis interna que sufrió a comienzos de 2011, cuando el presidente del Bundesbank, y candidato a suceder al francés Trichet al frente del BCE, Axel Weber, se enfrentó públicamente a Merkel defendiendo la misma postura que ahora defiende la canciller. Entonces, Merkel quiso hacer política europea para contrarrestar el terreno que le estaba ganando la oposición socialdemócrata, y obligó al presidente del Buba a dimitir antes de tiempo, con lo que Alemania perdió sus opciones a la presidencia del BCE. Más tarde, en junio, a la canciller debió de parecerle que el currículum de Draghi en Goldman Sachs era suficiente aval para contar con él en los momentos difíciles. Está claro que se equivocó.

No diría yo que Merkel ha perdido ya la partida, sin embargo. Es el más peligroso «animal político» de la Unión Europea. Sabe que si ahora se deja arrinconar, perderá las próximas generales de su país ante una cada vez más crecida oposición socialdemócrata. Sabe, además, que puede contar con el apoyo incondicional (o casi) de Austria, Finlandia y Holanda. Y sabe, sobre todo, que Hollande, es decir, Francia no tiene alternativa al eje franco-alemán. Dispone de unos cuantos meses, quizá sólo de unas semanas, para encontrar la forma de poner a Hollande entre la espada y la pared, dándole claramente a elegir entre Alemania y esas veleidades. Si logra hacerlo, todavía la veremos levantar cabeza y hacerse de nuevo con el liderazgo europeo, justo a tiempo de plantar cara a los socialdemócratas para disputarles el triunfo electoral el año que viene.

Y mientras aquí, el amigo Rajoy se mantiene quieto, enconchado y cruzando los dedos para que el socialista, o mejor los socialistas, tanto franceses como alemanes, le ganen la partida a su correligionaria, a la que pese a todo su buen sentido y toda su sensatez, no ha logrado convencer. ¿De qué? De nada, en realidad. El problema de Rajoy es que no tiene otra cosa que ofrecer que sensatez y buen sentido… vacíos de todo contenido concreto. Espera sin duda poder vender ese humo a buen precio a los tontos de los socialistas, que seguro que se lo querrán comprar enternecidos ante la deprimente visión de seis millones de parados.



martes, 14 de agosto de 2012

La burbuja educativa que viene (y 2)

(Haz clic AQUÍ para enlazar con el primer artículo de esta serie).


Una segunda causa de la burbuja educativa es de carácter sistémico, determinada por la clase de contradicciones en que el capitalismo se enreda sin cesar. Los viejos socialistas – p.e., Karl Kautsky – creían que el capitalismo se derrumbaría bajo el peso de sus contradicciones. Hoy sabemos lo equivocados que estaban. El capitalismo es un sistema avezado en moverse entre contradicciones. Multiplica su número y las profundiza día a día y, sin embargo, eso no lo destruye. Al revés, resurge de ellas con renovada fuerza, como si su capacidad de sobrevivir a contradicciones aparentemente irresolubles paralizara, por lo que sucede ante sus ojos, a una humanidad atónita. Quizá esto tenga un final dentro de décadas. Muy próximo, sinceramente, no veo ese final.

La entrada de ayer (Peak oil) me ayuda a explicar cómo se traduce esto en mayor demanda de educación. Las contradicciones actuales del capitalismo parecen poner en peligro la existencia misma de la vida en el planeta. Pero el sistema no deja de jugar a ellas. Tras dos tremendos accidentes, uno en la extracción de crudo en el Golfo de México y otro nuclear en Fukushima, Rusia y Noruega se proponen perforar el Océano Ártico y el gobierno japonés planea construir más centrales nucleares, pese a la oposición de más del 80% de la población de su país. El capitalismo actúa así en todo. Lo mueve una mezcla explosiva de afán de lucro privado y de necesidad insuperable de control. Así, se introduce en situaciones donde arriesga la pérdida absoluta de control y ésa es quizá la principal de sus contradicciones. Los dos accidentes mencionados son buenos ejemplos. Y esto ocurre en una sociedad que se llama a sí misma «del conocimiento».

Una sociedad del conocimiento no es necesariamente una sociedad con conciencia. Siendo realistas, la sociedad del conocimiento hacia la que avanzamos es una sociedad capitalista con enormes dosis de mala conciencia por todo lo que está sacrificando en aras del beneficio privado y del control. Soporta contradicciones de múltiples clases: energéticas, relativas a los ecosistemas, a la dificultad creciente de gestión de conflictos, humanitarias… La conciencia bienpensante querría evitar esas contradicciones, y superar con ello el capitalismo; eso, o el diluvio. La experiencia nos dicta que no hay diluvio, que el capitalismo puede continuar avanzando, incrementando la complejidad de sus contradicciones. Pero, para poder continuar, el capitalismo se ha tenido que hacer experto en la gestión de sistemas complejos. El mundo podrá multiplicar sus centrales nucleares y generar vertidos de crudo en los casquetes polares, pero tendrá que multiplicar aún más los expertos formados en gestionar sus riesgos. No científicos capaces de aumentar nuestro conocimiento de lo que es la energía nuclear, que esa clase de conocimientos ya vimos en el primero de estos artículos excede ahora mismo de la capacidad de aplicarlos; sino técnicos capaces de reducir poco a poco sus riesgos haciendo uso de mucha de esa ciencia que hoy no sirve para nada. En general, el capitalismo se obliga a incrementar considerablemente la cantidad de educación, precisamente para gestionar riesgos y contradicciones en todos los ámbitos donde el auri sacra fames y la necesidad de control lo ponen en débito con la naturaleza o con la humanidad. Invirtiendo en la educación de expertos que mantengan la esperanza de que ciertos problemas se irán resolviendo poco a poco, a largo plazo, el mundo puede continuar embarcándose, sin vacilaciones estériles, en nuevas agresiones al ecosistema del planeta o a la estabilidad de los biosistemas, agresiones que sin embargo permiten ir sorteando los problemas de corto plazo. Esto configura a la inversión es esa clase de educación como una verdadera burbuja.

La gestión de sistemas complejos es algo para lo que nuestro sistema educativo forma particularmente mal. El signo de la educación, hasta ahora, ha sido la especialización; una suerte de ignorancia reglada, según la cual tengo que saber de lo mío e ignorar lo demás porque de eso se encargan otros. La gestión de sistemas complejos exige lo que en inglés se llama cross breeding («fertilización cruzada») o en el español «interdisciplinariedad». En realidad, la interdisciplinariedad está penalizada en el sistema educativo por su estado mayor, la Academia, como cuando comités evaluadores de la actividad investigadora del profesorado universitario deniegan tramos de investigación porque el interesado se ha presentado a Métodos Matemáticos para la Economía cuando su investigación es en Matemática pura (caso rigurosamente exacto); o, más en el origen del problema, cuando referee tras referee desaconsejan la publicación de un artículo, pese a su reconocido interés, por no encajar en el «perfil» – especializado – de sucesivas revistas de impacto (no menos verídico). Se necesita educación, por tanto, para formar en la interdisciplinariedad no sólo a nuevas generaciones de profesionales de todos los campos del saber, sino también a los que hasta ahora han sido educadores en la especialización y hasta a los grandes gurús de la ciencia, si se me apura.

Por último, una tercera razón por la que la educación va a crecer de forma exponencial en las próximas décadas es que, en un mundo como el actual, la educación, y sobre todo cierta clase de educación, se presenta como una ventaja incontestable a la hora de encontrar empleo. Muchos titulados universitarios terminan de cajeros en grandes superficies. Es un despilfarro social; un signo característico de la burbuja, si se quiere, pero desde el punto de vista individual no deja de ser una ventaja tener educación frente a no tenerla. (Otro exceso de la educación como screening). Esto continuará ocurriendo, de modo que la demanda individual, no ya la sistémica, de educación va a seguir creciendo. En un mundo donde prevalezca la interdisciplinariedad, el currículo perderá importancia frente al criterio capaz de añadir valor al conocimiento de los especialistas. Pero la demanda de educación para-tener-currículo, aunque cada vez menos estimulada por el sistema, seguirá inflando la burbuja. Hasta un límite, naturalmente, toda vez que la educación es mayor ventaja de cara al empleo cuanta menor proporción de gente dispone de ella. Cuando aumenta la proporción de personas con educación, la ventaja de cara al empleo se reduce. Llegados a un punto, la ventaja se anulará por completo y entonces se pinchará la burbuja. Pero convendrá el lector en conmigo en que todavía falta algún tiempo para llegar a eso.



domingo, 12 de agosto de 2012

La burbuja educativa que viene (1)

Se ha convertido en un tópico decir que estamos o vamos a entrar en una sociedad del conocimiento. Es un tópico porque muchos lo mencionan pero me temo que estoy completamente solo en pronosticar que la próxima burbuja del capitalismo se organizará alrededor de la industria de la educación, ya que es precisamente a través de la educación como se adquiere el conocimiento.

¿Qué es exactamente lo que quiero decir? Que debemos prepararnos para un crecimiento extraordinario (y posiblemente excesivo) del sector educativo a escala mundial. Nótese que esto es algo más que simplemente decir que la educación va a convertirse en un sector clave de la globalización. La educación, o para el caso cualquier industria, puede ser estratégica en una determinada fase del desarrollo capitalista—como obviamente lo ha de ser la educación en la sociedad del conocimiento—sin necesidad de que haya una burbuja que tome a esa industria por motivo principal. ¿Por qué creo que el caso es, efectivamente, que la educación dará origen a una burbuja de dimensiones globales? Se me ocurren tres razones, de una lista que no tiene por qué ser exhaustiva. En esta entrada expondré la primera de esas razones, y dejaré para la próxima las dos restantes

La primera razón tiene que ver con el pinchazo de una burbuja previa, la de la I+D+i (Investigación, Desarrollo e innovación) de financiación pública. Esta burbuja empezó a inflarse durante la presidencia de Ronald Reagan, en Estados Unidos, con la llamada Iniciativa de Defensa Estratégica (o, más popularmente, «Guerra de las Galaxias»), que posibilitó el desarrollo de tecnologías de doble uso, militar y civil a la vez. Internet, por ejemplo, es un subproducto de esa burbuja. La burbuja de las tecnologías de doble uso empezó a pincharse en 1991, con el desmantelamiento de la URSS y la desaparición del «enemigo global», momento en que se inició una desenfrenada carrera por dar uso civil a los conocimientos que habían estado «clasificados», o sea, obligados a mantenerse en secreto por su posible uso militar. Cuando esa carrera empezó a perder fuelle, se intentó volver a inflar la burbuja tecnológica de financiación pública a cuenta del atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, diez años después. Pero está claro que mantener el nivel de inversiones de antaño contra al Qaeda y los talibanes, incluso contra Irán, es matar mosquitos a cañonazos. Ahora bien, si flaquea la inversión pública, como ha flaqueado desde 2008, empezará a fallar (está fallando ya) el sistema global de ciencia y tecnología montado sobre ella, y que bascula sobre la formación de excelentes investigadores seleccionados con arreglo a lo citada que es su obra entre los restantes científicos. En EE.UU., el acceso y continuidad en la docencia universitaria se ha condicionado a esa producción científica. La definición de «excelencia» con arreglo a tal baremo incluye a un número realmente reducido de gente ya que los mejores investigadores son citados por muchos pero ellos sólo se citan entre sí; por lo que para completar sus plantillas universitarias otros países (incluida España) han acudido a un proxy consistente en considerar «excelente» la publicación en una revista suficientemente citada—gracias a otros artículos—aunque el artículo en cuestión no lo sea mucho, o no lo sea en absoluto. Se considera que los filtros establecidos por la propia revista (comité editorial, evaluación por pares) ya suponen cierta garantía de «excelencia». De alguna manera había que cubrir las plantillas universitarias. Pero no para ahí la cosa. El crecimiento exponencial del número de universidades en todo el mundo ha estimulado una fuerte demanda de esa clase de filtros, o sea, de revistas científicas dotadas de comités editoriales más o menos rigurosos y asistidos por evaluadores anónimos entresacados de la propia Academia, revistas que han surgido para servir a los fines de lo que los economistas llaman screening, o sea, pura y simplemente, como soporte a la selección de personal docente e investigador.

Como consecuencia, se ha estimulado una clara sobreproducción científica. El esquema ha resultado ruinoso en términos del output final buscado, la i de «innovación». Los investigadores en «ciencia básica» (ciencia publicada, para que todo el mundo la lea) son con frecuencia incapaces de innovar, y eso es algo completamente natural; y, por otra parte, sus logros pasan en gran parte desapercibidos para una sociedad incapaz de valorar su trabajo excepto en términos de imagen. El efecto ha sido la acumulación de centenares de miles, quizá algún millón de artículos científicos, más o menos meritorios, que permanecen sin aplicación y con frecuencia desconocidos hasta para la propia comunidad científica. Pero no, en una pequeña fracción, para la gran empresa innovadora, que tiene expertos en revisar esa literatura buscando oportunidades de aplicación. Si la burbuja de la I+D+i se ha traducido en una producción científica que valora mucho la Academia pero en gran parte es perfectamente prescindible para la sociedad, y que en esa medida cabría calificar de «irrelevante», la burbuja educativa se traducirá en la formación de un numeroso cuerpo de expertos capaces de exprimir la potencial relevancia de toda esa literatura científica hoy carente de ella. Cuando la sociedad tome conciencia de que hay un inmenso capital científico acumulado, y del que no se saca provecho, surgirá una importante demanda de educación superior para formar expertos capaces de seleccionar parcelas científicas de aplicación industrial, expertos que se colocarán en toda clase de empresas, grandes y pequeñas, con el único requisito de que sean innovadoras. A su vez, el número de empresas innovadoras no aumentará considerablemente mientras no haya una abundante oferta de técnicos capaces de traducir esa ciencia que hoy resulta redundante, en tecnologías rentables. Esto nos llevará lejos del modelo actual, que busca difundir la ciencia en la sociedad replicando Silicon Valley en los lugares más inverosímiles del mundo mediante «parques científicos y tecnológicos», y nos acercará a otro basado en la división del trabajo entre expertos en plantilla de empresas innovadoras, que busquen oportunidades de aprovechamiento práctico de la literatura científica, y científicos aplicados, temporalmente contratados por esas mismas empresas o acaso autoempleados, que materialicen la mejora. Un nuevo modelo de innovación, en una palabra, que dependa menos de la formación de una élite científica (pues carece de sentido continuar amontonando conocimientos que pocos conocen y nadie aplica) y más de la de un par de profesiones con competencias de amplio espectro, repartidos sus miembros por todos los campos del saber y capaces de rentabilizar la ciencia de los últimos lustros. O dicho en la jerga característica de KM (Knowledge Management o «gestión del conocimiento»), un modelo innovador que bascule menos sobre el conocimiento codificado que producen los científicos y más sobre el conocimiento tácito que pueden hacer valer los expertos. Un modelo así, funcional a las necesidades industriales y financieras del presente, necesita educación de máximo nivel, aunque de otro tipo, para un mayor número que el declinante sistema de I+D+i.

(Haz clic AQUÍ para enlazar con el segundo artículo de esta serie).



miércoles, 8 de agosto de 2012

Sobre capitalismo y burbujas


Recientemente, he defendido en Twitter 1) que el capitalismo sólo sale de las crisis más profundas, como ésta, inflando burbujas, y 2) que la burbuja que permitirá salir de la actual crisis será la educativa. Hoy me voy a centrar en la primera proposición y dejaré la segunda para más adelante.

A veces se dice que el mundo salió de la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado con una guerra, la segunda guerra mundial (1939-1945). Es sólo una verdad a medias. El hecho es que se salió gracias a una gigantesca burbuja… bélica. Cualquier otra burbuja de dimensiones similares habría sido suficiente, pero no se logró inflar ninguna excepto ésa. Es la historia de siempre. En los años setenta del siglo XIX se inició una depresión – precisamente conocida hasta 1929 como la Gran Depresión – como consecuencia del efecto contractivo provocado en la economía internacional por la adhesión de buen número de países al patrón-oro. No se salió del todo de esa depresión hasta un cuarto de siglo después, por la confluencia de dos factores: uno, la llegada al mercado del oro australiano; dos, y con toda probabilidad más importante, la formación e inflado de la burbuja de la electricidad industrial y doméstica. En efecto, la ciudad de Nueva York, primero, y luego muy rápidamente todas las grandes urbes del mundo reemplazaron el alumbrado por gas con alumbrado eléctrico. El paisaje urbano se llenó de pequeñas centrales térmicas, la maquinaria eléctrica se instaló en las fábricas y, como colofón, el motor de explosión incorporó dispositivos eléctricos a través de las bujías, lo que posibilitó el surgimiento y expansión de lo que llegaría a ser la gran industria del siglo XX: el automóvil. La crisis subsiguiente a la primera guerra mundial (1914-1919) encontró su solución en la transformación del automóvil en bien de consumo de masas. No se trató sólo de fabricar millones de vehículos (unos 30 millones en EE.UU. en los años veinte) sino de asfaltar vías públicas, instalar estaciones de servicio y talleres mecánicos, así como de crear miles de concesionarios y negocios de compraventa de segunda mano. Esta burbuja se infló de una manera tan rápida y espectacular, que condujo directamente al crack del 29. La burbuja de los electrodomésticos sacó a Estados Unidos de la crisis de sobreproducción posterior a la segunda guerra mundial. La plancha eléctrica, primero, y frigoríficos y lavadoras, después, habían surgido en los años veinte. Los años treinta habían visto la incorporación de la cadena de montaje (ideada por Henry Ford en 1913 para la industria del automóvil) a la fabricación de electrodomésticos; pero fue en la segunda mitad de la década de 1940 cuando las amas de casa norteamericanas, que habían sustituido en las fábricas a sus maridos movilizados en la primera mitad de esa década, al volver a las tareas del hogar al término de la contienda, exigieron toda la gama de los electrodomésticos en aras de disponer de mayor tiempo libre. Eso infló la burbuja que tiró del crecimiento económico del mundo desarrollado, vía emulación de lo que ocurría en Norteamérica, en las décadas de los cincuenta y los sesenta, es decir, prácticamente hasta la crisis energética de 1973. En Europa, el impulso fue doble, reforzada la actuación conjunta de las burbujas del automóvil y los electrodomésticos por lo que podría denominarse «burbuja del Estado de bienestar», que incrementó el gasto público de manera considerable y suficiente para sustentar la creación y expansión de la Comunidad Europea. No fue sino otra burbuja, la de las tecnologías de la información (con la proliferación de los ordenadores), primero, y su aplicación a la revolución de las telecomunicaciones (que alcanzó su clímax con Internet), más tarde, lo que hizo que la crisis del petróleo fuera cosa del pasado. El inflado inicial de esta burbuja tuvo financiación pública, a través del programa denominado Iniciativa de Defensa Estratégica o, popularmente, «Guerra de las Galaxias», a principios de los ochenta. Y cuando la burbuja tecnológica a su vez se agotó, hacia 2000-2001, fue otra burbuja, una más inverosímil que todas las anteriores, la inmobiliaria, la que continuó tirando de la economía estadounidense hasta conducirla a la crisis de las hipotecas subprime. Y, así, más dura fue la caída.

La conciencia bienpensante de nuestro tiempo querría un crecimiento económico que fuera sosegado y sostenido. Malas noticias: el capitalismo no es así. Ni sostenido, ni mucho menos sosegado. El capitalismo tiene un componente especulativo que no es posible soslayar. Es ese componente el que moviliza capitales con entusiasmo, de forma que las necesidades productivas encuentran la financiación sin la que no serían viables. El capitalismo se parece más a un mar embravecido que a un lago en calma. Precisamente, esa circunstancia determina movimientos de péndulo en la inversión, que están en el origen de los ciclos económicos, que recuerdan el empuje oscilante de las olas y la depresión de la resaca. Arrastrada por el entusiasmo especulativo, la inversión termina por saturar la oferta, de forma que inevitablemente sigue una crisis de sobreproducción. El sobreendeudamiento de familias, empresas y hasta los Estados puede alargar el ciclo un tanto, retrasando el inevitable ajuste. Pero éste termina siempre por llegar. Y, cuando llega, lo que sigue es una etapa de dudas, vacilaciones y estancamiento, de la que sólo se saldrá con un nuevo movimiento de entusiasmo inversor. Con una nueva burbuja.



domingo, 5 de agosto de 2012

Sobre si el euro es un enfermo terminal


La cuestión se suscitó luego de que Nouriel Roubini, exasesor del presidente Obama, dijera recientemente que el euro caducará dentro de seis meses. Es sorprendente que tantos norteamericanos entiendan tan mal el problema. Parece como si, sencillamente, fueran incapaces de contemplar siquiera la idea de que un grupo de lo más dispar de países, sin gobierno central, pueda hacer circular una moneda común. Dan por hecho que tal moneda necesita perentoriamente una Hacienda federal (ya se sabe: mismos impuestos para toda la eurozona, eurobonos, y cosas así), como poco. Eso, sin embargo, es teoría económica del siglo XVIII, he de decir. Robert Mundell (premio Nobel de Economía en 1999, el año que se instauró el euro) elaboró una teoría más actualizada, hace menos de medio siglo. La teoría trata de áreas monetarias óptimas. Un área monetaria óptima es un territorio donde una moneda común resulta sostenible. Para que un territorio merezca calificarse de «área monetaria óptima» debe satisfacer ciertos requisitos. En primer lugar, los mercados de factores, capital y trabajo, deben ser flexibles en el ámbito local, de modo que sus remuneraciones respectivas se ajusten a su productividad. Además, los factores deben moverse libremente a través de las fronteras nacionales, con objeto de que su remuneración, de nuevo, se ajuste a desiguales cambios de productividad a escala de toda el área. Y eso es todo. (Hay una tercera condición que sustituye temporalmente a las otras dos, a saber, que haya transferencias de recursos desde los países con superávit exterior a los países con déficit exterior, pero sobre esto empieza a haber un consenso creciente de que no toca, o ya no toca más). La eurozona cumplió de forma bastante satisfactoria esos requisitos de 1999 a 2007. Desde 2008, las cosas se han puesto difíciles. Sin embargo, no ello no se debe tanto a un «fallo de construcción» como a una crisis de demanda efectiva.

Tras el bloqueo de los mercados mayoristas de liquidez, la crisis de demanda condujo a numerosos países, entre ellos la mayoría de los europeos, bajo recomendación del Fondo Monetario Internacional, a llevar a cabo «estímulos fiscales», es decir, gasto público por encima de los ingresos; en otras palabras, a presupuestar déficits públicos más o menos abultados. Siguiendo un inmisericorde enfoque ortodoxo de las finanzas públicas (1. «Nadie puede gastar más de lo que tiene», ¿les suena?, y 2. «No monetizar absolutamente nada del déficit, si lo hay», por cierto, lo contrario de lo que el gobierno español reclama a Europa como un derecho ahora), la situación generó una escalada en la deuda pública. El enfoque ortodoxo de las finanzas públicas era tan equivocado en 2009 como lo fue en 1933, pero eso carece de importancia para el problema principal: si el euro va a sobrevivir o no. Más aún, podría decirse que si el euro soporta una política tan absurda, se probará que su capacidad de resistencia es fuerte incluso bajo las más adversas circunstancias.

La política absurda generó elevado desempleo en varios países. Se abordó serias reformas para retornar al pleno empleo fomentando mayor flexibilidad en los mercados de bienes y servicios (libertad de horarios comerciales, por ejemplo) y de factores (reformas laborales sucesivas, en el caso de España), sin éxito ninguno. El problema, otra vez, era de demanda efectiva y no de rigidez de los mercados reales. Como resultado, las rentas tributarias menguaron y los déficits se mostraron intratables. Ahora bien, la solución propuesta por el segundo requisito de Mundell, que la gente pueda emigrar de los países con alto desempleo a otros con desempleo menor, es extraordinariamente difícil de poner en práctica, debido a barreras lingüísticas y culturales. A día de hoy, la emigración afecta a decenas de miles de personas, cuando tenía que afectar a millones. Así, la falta de demanda encadena alto desempleo, que no es absorbido por la emigración; el alto desempleo encadena disminuciones en los ingresos tributarios y déficits fiscales intratables, en tanto que déficits fiscales intratables empujan a los partidarios del absurdo enfoque ortodoxo de las finanzas públicas a recortar aún más el gasto público. No se trata de un bucle sin fin, empero. Los déficits necesitan financiación y cuanto más dura la situación de déficit, tanto más cara es la recompensa reclamada por los inversores («prima de riesgo»). Tan pronto como un país miembro de la eurozona deje de pagar su deuda, el riesgo de contagio a otros países sacude toda el área monetaria. Automáticamente, ésta deja de ser «óptima». El euro, como divisa convertible, entra en peligro de desaparición.

Las cosas, en realidad, son incluso más impactantes. Grecia ha quebrado ya una vez, hasta ahora. ¿Cuántas más veces se le permitirá entrar en bancarrota? Ni una sola vez más. Con todo, la solución es sencilla desde el punto de vista económico, aunque seguramente difícil de digerir desde el político. Es la incapacidad de Grecia de adaptarse a los requisitos del área monetaria lo que ha convertido a ésta en «subóptima». Bien, supongamos que Grecia es cercenada del euro. A continuación, España puede suponer un problema similar. Supongamos, por tanto, que España es cercenada de la eurozona, de igual modo. Y así sucesivamente, hasta que la eurozona recobre su condición de área monetaria óptima. ¿Cuán lejos podría llegar la eurozona en semejante rectificación de su geometría? Mi hipótesis es que la eurozona puede perder miembros, sin poner en verdadero peligro su existencia, mientras los Seis fundadores de la Comunidad Europea – Alemania, Francia, Italia y el Benelux – se mantengan juntos. Eso supondría una suerte de «vuelta a los orígenes», a empezar de cero. Pero no creo que sea necesario llegar tan lejos.

Adenda a la versión española de este artículo: Hay en todo este asunto, implícita, una pugna – tan absurda como el enfoque ortodoxo de las finanzas públicas – entre el poder de la política y el poder de la economía. Algunos parecen creer que el desencanto subsiguiente a una brutal rectificación de líneas, como la descrita, convertiría a la eurozona en inviable. Tal creencia carece de fundamento. La eurozona será o no viable dependiendo de fuerzas estrictamente económicas, no políticas. La política puede bloquear una salida económicamente viable, pero no puede lograr que lo que no es viable lo sea. Si un euro a Seis o a Ocho (los Seis originales, más Austria y Finlandia, por ejemplo) se sustenta en los flujos comerciales y financieros relativamente estables entre esos países, los mercados se dedicarán a ganar dinero con semejante euro, y aquí paz y después gloria. Ahora bien, si los flujos comerciales y financieros carecen de la necesaria estabilidad, ni toda la voluntad política de todos los políticos de toda Europa será capaz de mantenerlo en pie.

Por eso resulta particularmente decepcionante el argumento, esgrimido con arrojo muy español, eso sí, por el gobierno de Mariano Rajoy, de que «si cae España, cae el euro». Está fuera de la realidad, y los europeos lo notan, ¿que no? España ni forma parte del núcleo duro de la eurozona y la Unión Europea (como Alemania, Austria, Finlandia, Holanda y Luxemburgo) ni es miembro fundador de la Comunidad Europea (como Bélgica, Francia e Italia). España hizo una transición de la dictadura a la democracia juzgada modélica por todo el mundo, que inspiró transiciones comparables en los ochenta (Argentina, Chile) y noventa (si se quiere, los países excomunistas de Europa oriental). Eso ocurrió hace ya más de veinte años, sin embargo. España no va a estar viviendo siempre de las rentas de esa gesta política. Será duro para Europa sacar a España del euro, claro que sí. Pero no seremos el primer país que está fuera (nos preceden el Reino Unido, Suecia y Dinamarca), ni siquiera el primer país que está fuera por causa de fuerza mayor (pues nos precederá Grecia o puede que Irlanda). Y tampoco la debacle política va a ser mayor que la sufrida por el proyecto europeísta con el colapso de Plan Pleven para una comunidad de la Defensa, en noviembre de 1954. Si no se pone las pilas, por decirlo brevemente, y sospecho que no se las va a poner, España está fuera del euro. Como dos y dos son cuatro.