jueves, 28 de agosto de 2014

El sueño de Hayek

Hace más de veinte años, cuando leí La fatal arrogancia, la última publicación importante de Hayek, quedé absolutamente fascinado. No mucho después, murió, y desde entonces no he dejado de pensar que su premio Nobel es uno de los más merecidos de la historia de ese galardón, si no el que más. Hayek era un economista político, en toda la acepción del término. Nunca se preocupó por lo adecuado o inadecuado de los estadísticos de una serie temporal; es más, pensaba que eso son ejercicios inútiles, que nublan nuestra visión de la realidad. Diría incluso más. Hayek fue, más que un economista (en el sentido de Alfred Marshall, que tanto hizo por la profesionalización de la Economía como por la dilución del conocimiento económico en matemáticas de segunda) fue un filósofo. También Adam Smith se consideró siempre un filósofo más que otra cosa.

El gran descubrimiento de Hayek fue la descripción del mercado como un “orden espontáneo”. Fíjense bien: el mercado era, para Hayek, un orden que se establece, se regula y se reproduce por sí mismo. En esto, Hayek se distancia de los clásicos; para Adam Smith, por ejemplo, el mercado era producto de la innata propensión del ser humano a intercambiar y comerciar. Allí donde los clásicos podrían ser tachados de “platónicos” (lo que es innato es descubierto por introspección, análoga a la anamnesis socrática), Hayek se presenta como un verdadero estoico, en la mejor tradición de Cicerón, entre los antiguos, y de Edmund Burke, entre los modernos. Los estoicos creen que la felicidad del mayor número se consigue sólo mediante instituciones que se asemejen, en su diseño y funcionamiento, a lo que es natural; la naturaleza viene a ser el modelo de lo social. Esas instituciones, ya sea en la Roma clásica, en la Inglaterra del siglo XVIII o en la globalización actual, no surgen de la noche a la mañana, porque no son innatas en el ser humano, como descubrió el FMI en la transición de los países del Este de Europa al régimen de mercado. El funcionamiento del mercado es un conocimiento, como otro cualquiera, que se aprende; no es necesario estudiar ninguna teoría para aprenderlo: basta con actuar en el mercado. O sea, es un conocimiento de ésos que los japoneses del KM (Knowledge Management) llamarían “implícito”. Lo adquirimos sin darnos cuenta. Ese conocimiento ha evolucionado desde los albores de la civilización, con pequeñas mejoras, de las que apenas eran tampoco conscientes quienes las introducían: no pretendían pasar a la posteridad; tan sólo les importaba ganar dinero con ellas. Los demás las copiaban, esperando ganar el mismo dinero. Así, el mercado ha ido progresando con el paso de los siglos, hasta constituir un orden espontáneo, es decir, un orden que se sostiene sólo con que los que actúan en él continúen haciéndolo de una forma “correcta”. Aquí es donde Hayek, como buen “austriaco”, se separa radicalmente de los estatistas, por “liberales” que sean, quienes opinan que es necesaria la acción reguladora del gobierno para sostener el orden de mercado.
¿Cuál es el problema? Junto a la clase de actuaciones “correctas”, que sostienen y hacen progresar el mercado (al tiempo que les proporciona beneficios, claro está), los agentes aprenden también actuaciones “incorrectas”, tramposas y perjudiciales al mercado; actuaciones que reducen la libertad y por tanto la eficiencia del mercado. Cuando no se pone freno a esas actuaciones restrictivas, puede llegar a ocurrir que el mercado no ofrezca ninguna ventaja sobre cualquier economía organizada con arreglo a criterios paternalistas. El monopolio conduce a la tiranía, y la tiranía convierte la libertad en servidumbre.

Hasta aquí, el discurso de Hayek es impecable. ¿Cuál es su punto débil? Que él sólo ve amenazas al mercado por el lado del gobierno, que son desde luego las amenazas más obvias; se le escapan, no obstante, las amenazas al mercado que provienen de la falta generalizada de escrúpulos de los agentes del mercado, del exceso de actuaciones “incorrectas” de éstos. Para Hayek, la tarea del filósofo es doble. Por un lado, debe predicar sin descanso contra los peligros de la estatización, que sofoca la capacidad expansiva del mercado. Por otro, ha de propugnar una moral capitalista, que se abstenga de interferir en los mecanismos de mercado por medio de actuaciones que ponen obstáculo al funcionamiento de éste. Su énfasis lo puso en el estatismo, porque vivió en una época de totalitarismos. Ahora haría falta, sin embargo, subrayar los peligros de la ausencia de una moral colectiva, pública, contra las actuaciones carentes de escrúpulos.

Algunos “austriacos” de menos talla que Hayek, que en vez de estoicos parecen cínicos, se despreocupan de los monopolios. Es natural que los haya, nos dicen; incluso es natural que los agentes lo busquen. Si los beneficios del monopolio son grandes, y el mercado prevalece, otros agentes aguzarán su ingenio para arrebatarle el monopolio al que lo detente, y sin duda lo conseguirán con tal de que el monopolio no tenga carácter más o menos “oficial”. No caen en la cuenta que el monopolio es consecuencia de la destrucción del mercado, más que causa de esa destrucción. La razón la da otro de los nombres emblemáticos del siglo XX: Karl Polanyi, autor del “best seller en diferido” La gran transformación. La sociedad moderna no contempla sólo el intercambio de equivalentes (= mercado) sino también otras formas de circulación, entre las que quiero citar el intercambio de favores, que no se basa en el principio latino do ut des (“doy para que des”, regla número 1 del mercado) sino en el siciliano una mano lava a la otra. Si quieren saber por qué El padrino es considerada por el público la mejor película de la historia del cine, reflexionen sobre las diferencias entre las filosofías de Friedrich A. Hayek y Dom Vito Corleone.


Dedicado a Jorge Hurtado