jueves, 28 de febrero de 2013

El espinoso asunto del déficit


En poco más de 24 horas, la semana pasada se escuchó al presidente Rajoy decir, en el debate sobre el Estado de la Nación, que el déficit público de España en 2012 quedaría por debajo del 7% del PIB, y al comisario europeo Olli Rehn afirmar que sería del 10,2%. Ayer mismo, oímos a Rajoy precisar que será del 6,7%, y que ésa será la cifra que envíen a Bruselas para su validación. (La Comisión Europea ha rehusado comentar este dato, pronunciándose por esperar el veredicto de la oficina europea de estadísticas, Eurostat). A cuenta, hemos tenido todos que soportar la petulancia de los populares sobre su propia capacidad de reconducir las finanzas públicas, comparada con la inoperancia del gobierno anterior, socialista, que – según se nos ha repetido hasta la saciedad – dejó un déficit de tanto y cuanto más que lo declarado. Dime de qué alardeas, y te diré de qué careces.

De inmediato, han surgido voces críticas, recordando al gobierno que hay unos 40.000 millones de euros de deuda con la Unión Europea por el rescate bancario pactado en junio y llevado a cabo en las semanas finales del año, lo que viene a suponer algo más del 3,5% del PIB, y que eso podría explicar la discrepancia entre la cifra de Rajoy y la de Rehn. A lo que la bancada del gobierno ha replicado de diverso modo, desde que eso no es déficit puesto que es un préstamo a los bancos, que ellos tienen que devolver aunque salga fiador el gobierno (lo que es manifiestamente falso), hasta que esa clase de deuda nunca se cuenta en el déficit (lo que únicamente demuestra ignorancia). Es un préstamo a España, no a los bancos; que España ha empleado en recapitalizar bancos, no en prestarles dinero; y que, por tanto, sólo se recuperará si el FROB vende las acciones en su poder a un precio que compense lo que pagó por ellas. Véase a cómo están las acciones de Bankia, para hacerse una idea de cuáles son las expectativas de recuperación, a día de hoy. Es más, si las entidades quiebran o se procede a su disolución, cosa que está prevista a cierto plazo por la UE para las que no tienen forma de sociedad anónima, no se recuperará nada en absoluto. Por tanto, hoy cuenta como déficit. Y si se recupera algo mañana, mañana contará como superávit lo que se recupere. Ésa es la forma de contabilizar correctamente las cosas. Muy distinto es que la UE, que ha aprobado separadamente ese déficit, y es parte interesada en su generación, permita al gobierno contarlo aparte. Seguramente, esto ya está pactado y de ahí proviene la prepotencia del gobierno y sus corifeos.

Pero lo que a buen seguro no tienen pactado estos jugadores de ventaja es el déficit autonómico y su financiación. Que las Comunidades Autónomas han hecho ajustes cosméticos en sus déficits con la aprobación del gobierno es algo que está fuera de dudas. La Generalitat de Catalunya, por ejemplo, preveía un déficit del 2,5% en noviembre y ahora dice que será sólo del 2%. Qué raro; en un mes, la cantidad de ahorros que han hecho. Si esta contabilidad creativa se ha dado en una de las Comunidades más «serias», qué no habrán hecho las otras. Más oscuro todavía es el asunto del Fondo de Liquidez Autonómico, con el que el gobierno ha querido proporcionar medios de pago a las CC.AA. Se empezó por 16.000 millones, ahora ronda los 30.000 millones. Esto supone casi el 3% del PIB. Y esto, como con los bancos. En principio, hay que suponer que es financiación a fondo perdido. ¿O es que alguien espera que Cataluña devuelva lo que le ha prestado el FLA? Y si no lo devuelve Cataluña, no lo devolverá ninguna otra. En todo caso, lo que se recupere después, será superávit.

No pretenderé que la inversión del FLA se suma al resto del déficit, estatal más autonómico. Sumarla supondría algún tipo de doble contabilización, y no se trata de eso. De lo que se trata es de entender por qué ha surgido esa necesidad financiera en las CC.AA. y de ver si nos ayuda a estimar el déficit real, no el «maquillado», de las mismas. Las CC.AA. han necesitado financiación extra porque sus gastos fueron presupuestados antes del verano; con tales gastos había un presupuesto de ingresos que ha resultado claramente optimista, pues no tenía en cuenta los efectos sobre la recaudación de la caída de la actividad y el empleo. Como han ingresado menos de lo que esperaban, pero han gastado conforme a lo que esperaban ingresar, les ha faltado dinero. Y semejante carencia es la que ha venido a suplir el FLA. Por tanto, la inversión del FLA es una buena estimación del déficit de las CC.AA. Una estimación, y no un cálculo exacto. El déficit real será algo menor, porque con el dinero del FLA las Autonomías han debido de pagar facturas que se arrastraban de ejercicios anteriores. Con el lío contable que las CC.AA. deben de tener montado, será prácticamente imposible llegar algún día a saber cuál fue exactamente el déficit. Y, sin duda, en esta percepción se apoyan el ministro Montoro y los creativos del ministerio de Hacienda para vendernos su quincallería contable.

Unas cosas con otras, no me parece irreal pronosticar que Eurostat acabará dictaminando que el déficit autonómico se situará entre el 2,5 y el 3% del PIB, en lugar del 1,5% presupuestado para 2012. Como me caben pocas dudas de que Economía está haciendo sus cálculos sobre la base del 1,5%, a fin de cargar eventualmente sobre ellas incumplimientos sobrevenidos, me aventuraría a pronosticar que el déficit final estará, no en el 6,7%, sino entre el 7,7 y el 8%. Quizá el 7,5%, si Economía se ha puesto realista y estima el 1,7% en vez del 1,5% para las Autonomías. Más el rescate de los bancos, naturalmente; digamos el 3,5%. En total, el 11% del PIB.

Con un déficit del 12% del PIB, y en circunstancias similares, recapitalización bancaria y banco malo incluidos, Irlanda tuvo que pedir el rescate de sus finanzas públicas, o sea, del país entero, en noviembre de 2010.


Pocas horas después de publicada esta entrada, el ministro Montoro ha dado una rueda de prensa para abundar en detalles sobre el déficit. Anuncia que el déficit de las CC.AA. ha sido del 1,73%. O sea, el gobierno se ha puesto «realista», como yo suponía que podía ocurrir, y exactamente en la cifra que yo suponía. Todo lo dicho más arriba queda confirmado, excepto en una cosa. Daba yo por hecho que el responsable de la cifra final era Guindos; y todavía creo que es él quien informa de cuánto déficit está la UE dispuesta a aceptar. Pero, puesto que Montoro da la cara, he cambiado por el suyo el nombre de Guindos, que aparecía originalmente en la entrada.



miércoles, 20 de febrero de 2013

El fatalismo español y Rajoy


La ciudadanía no cree que España pueda salir de la crisis sin ayuda exterior. ¿Qué clase de ayuda exterior? Eso está por ver. Pero la idea básica es que ningún gobierno, sea del color que sea, tenga el programa que tenga, podrá sacarnos del atolladero. Crisis de fatalismo. En una tal crisis de fatalismo, lo único que cabe esperar es que algo, sea de la naturaleza que sea, venga de repente a sacarnos las castañas del fuego. Desde otro punto de vista, la situación también podría describirse como crisis de fe (ojo, no de confianza): los españoles hemos perdido la fe en nuestras capacidades, en nuestras competencias, en nosotros mismos. Conclusión: la misma. Dependemos de otros para salir adelante. El peligro implícito en la situación es, por tanto, que España se deslice de la posición de «país desarrollado», anterior a la crisis, a la de «país dependiente», posición esta última que se reforzaría tras una salida de la crisis que fuera atribuible a la actuación de «poderes exteriores». Semejante condición aparece ya indicada por la terminología de «periferia europea», en la que se nos incluye sistemáticamente, y que podría llegar a convertirse en «periferia del capitalismo», si el marasmo actual se prolongara en exceso. Una situación, vaya, comparable a la actual de Grecia.

Si el diferencial de la crisis española es el fatalismo numerosos hechos, a primera vista sorprendentes, quedan explicados. A esta situación no se ha llegado de la noche a la mañana. Entre 2008 y 2011 se confió en las «soluciones blandas» del gobierno Zapatero; no porque parecieran más razonables, sino porque eran más cómodas. El fatalista siempre elige lo más cómodo. Si vale, mejor. Si no, ya se encargará el destino de desmentirlo. El destino lo desmintió. Consecuentemente, el fatalismo español llevó a Rajoy al gobierno en 2011; no porque la ciudadanía hubiera entrado en razón, sino por esperar que las «soluciones duras» funcionaran donde habían fracasado las «blandas». Las «soluciones duras» de Rajoy tampoco han funcionado. ¿Qué nos queda? Nada, absolutamente nada. O mejor dicho, una sola cosa: la ayuda exterior. Es así que Rajoy lo tiene todo a punto para pedir el rescate cuando le convenga, si llega a convenirle, porque la ciudadanía lo aceptará como lo único realista a estas alturas de la crisis. Pero lo evitará cuanto pueda, por lo que vamos a ver.

Lo que la hipótesis de crisis de fatalismo explica con facilidad es que Rajoy se sostenga pese a sus dificultades aparentes. Parece que, pese a su probada ineptitud técnica, tiene bien cogido el punto al electorado español. Su estrategia es una de fe. Puede que la solución no provenga estrictamente del exterior, sino de cosas que estamos haciendo y que ejercen efectos beneficiosos aunque no los notemos. Nuestra suerte puede cambiar en algún momento indeterminado del futuro. Apenas sin darnos cuenta, estaremos fuera de la crisis. Ésa es la fe que Rajoy querría inculcar. Es la fe que comparte el núcleo duro de votantes del PP, que se defienden con uñas y dientes contra las críticas, del tipo que sea. Ha perdido apoyo electoral, sin duda; pero esos votantes no han ido al PSOE (¿para qué?: éste ya demostró su incapacidad) sino directamente a la desesperación. Rajoy confía en mostrarles que es mejor la fe que la desesperación, y recuperar esos votos para su causa. A estas alturas, creo que tiene más posibilidades de lograrlo que Rubalcaba.

Tampoco la corrupción en su propio partido (quizá incluso la suya personal) le hace un daño irremediable a Rajoy. El debate de la corrupción le ayuda a ganar tiempo en la economía, a conseguir quizá que los indicadores mejoren un poco más. Lo importante es que no aparecen alternativas claras, y que él sin embargo sigue ofreciendo la fe como un antídoto válido para el fatalismo. Éste es un país formalmente católico, donde el descreimiento ha sido generalizado en los últimos lustros. Los estrategas de la derecha han dado en pensar que el descreimiento religioso y el fatalismo económico tienen estrecha relación en la esfera psíquica. De ahí la ofensiva para restaurar la influencia de la Iglesia en numerosos ámbitos, incluido el educativo. Combinado con el «culto a la excelencia», que buena parte del centro-izquierda comparte (lo que ayuda a establecer una hegemonía social), el PP aspira a sustituir la lógica de la ayuda pública, de algún modo «externa» al sujeto, por la racionalidad de la fe en uno mismo. El fatalismo económico o la esperanza generalizada en la ayuda de otros (por otro nombre, «solidaridad»), visto desde este ángulo, sería el producto de tres décadas de hegemonía socialista (con el paréntesis de las dos legislaturas de Aznar) actuando sobre un sustrato de descreimiento del catolicismo puro y duro. Si Rajoy tiene éxito, se instauraría una fe voluntarista, con ribetes de la doctrina de la predestinación, que consolidaría la hegemonía de la derecha por un periodo similar. No es, por tanto, un simple retroceso al pasado. Es una conservación formal de los valores católicos, pero actualizados con valores del protestantismo, al que se atribuiría el éxito económico de los países «centrales» de la Unión Europea. Esto explicaría el apoyo cerrado de la derecha europea al proyecto de Rajoy.

Así las cosas, los problemas de Rajoy con la corrupción son de índole menor; tan menor, que por ahora no siente la necesidad de hacer concesión alguna. Si tuviera algo más de arrojo (y si no llega a tenerlo, ahí está Gallardón, echándole el aliento en el cogote) la amenaza que la corrupción representa para su partido y el gobierno podría transformarse en una oportunidad de «limpiar» España de «mediocres» necesitados de violar las reglas del juego. Claro que tiene que encontrar la forma de hacerlo, causando más daño a la oposición que a sí mismo. Y todavía no la ha encontrado. Tampoco es fácil porque la «mediocridad» en España está generalizada, con arreglo a los estándares que se quiere implantar. Es en esa carencia donde radica el dinamismo de la situación.



lunes, 11 de febrero de 2013

De qué va esta crisis


Supongamos que tenemos delante una caja. Se nos dice que contiene bolas de madera pintadas de esmalte, del tamaño de las de billar. La caja es opaca y está dispuesta de forma que no hay manera de ver su contenido más que sacando bolas, una a una. ¿Cuál es el color de las bolas? Incierto. ¿Son todas del mismo color o de colores diversos? Incierto, incierto. La naturaleza de la incertidumbre tiene que ver con preguntas como ésta y la falta de respuestas.

Una historia bien conocida cuenta las cosas de forma diferente. En 2005, Takashi Hashiyama, CEO de la firma electrónica Maspro Denkoh, decidió desprenderse de los cuadros de pintores impresionistas, incluyendo algún Van Gogh y algún Cézanne, propiedad de la compañía. Optó por subastarlos. Pero dudaba entre encargar la gestión a Christie’s o a Sotheby’s, líderes mundiales en subastas de obras de arte. Propuso a ambas casas jugar entre ellas un «piedra, papel ó tijera». El ganador subastaría todo el lote. Tras un breve periodo de reflexión, según ella misma, Sotheby’s eligió al azar jugar «papel». A la vista del resultado, cabe dudar de que fuera al azar. Christie’s optó por una estrategia distinta. Consultó a las gemelas de 11 años, hijas de su director internacional, Nicholas MacLean. Conociendo que «piedra» es la elección obvia, por más frecuente (según una muestra obtenida por ellas mismas en cientos de desafíos similares), las gemelas dedujeron que Sotheby’s jugaría «papel», y ellas sin dudarlo jugaron «tijeras». Christie’s subastó el lote completo.

Lo que la historia de Hashiyama revela es que el azar completo no existe. En el juego relatado, «piedra» es la elección más probable y «tijeras» la menos probable, seguramente porque esta última comporta mayor esfuerzo neuronal y físico que aquella; «papel» ocupa un lugar intermedio a tal respecto. Las dos últimas son jugadas en cierto modo antinaturales, en mayor o menor grado, que exigen planteamientos estratégicos. Jugar «papel» incorpora un paso de backward induction (proceso inductivo hacia atrás). Jugar «tijeras» incorpora dos de tales pasos: es una estrategia más sofisticada. Por razones análogas, las bolas de nuestra caja serían de color más incierto en Norteamérica; en Europa serían sobre todo blancas. Esto es lo que llamaríamos probabilidades a priori.

Sacamos una primera bola. Es negra. Todas nuestras conjeturas a priori han resultada falsadas por la evidencia empírica. ¿Cuál es la predicción más razonable acerca del color de la próxima bola? Negra. Sacamos una segunda bola: también es negra. Nuestra confianza en que todas las bolas son negras, crece. La tercera bola es blanca. Nuestro cálculo de probabilidades acerca del color de la cuarta bola (que aún no ha salido) cambia. Suponemos un 66,6% negra frente a un 33,33% blanca. Seguimos sacando bolas. Cuando hemos extraído la milésima, resulta una cuenta de 501 blancas y 499 negras. Prácticamente el 50% de cada color. ¿Cuál será el color de la 1001ª bola? Con un error despreciable, podríamos predecir que será blanca o negra, con la probabilidad de arrojar una moneda al aire. Sacamos la bola. Es roja. ¡Cuando estábamos seguros de que todas las bolas eran blancas o negras, sale una maldita bola roja! Una serie de 20 ó incluso 200 bolas negras seguidas no nos habría sorprendido tanto. Tan sólo habría reducido la probabilidad de aparición de bolas blancas. Pero una bola roja nos obliga a preguntarnos: ¿cómo diablos llegó allí la bola roja? Ojalá tuviéramos al respecto la certeza de la gemelas MacLean acerca de «piedra», «papel» ó «tijeras». Pero carecemos de su experiencia. ¿Es un hecho singular, irrepetible, o podemos esperar a partir de ahora la proliferación de bolas rojas? ¿Sigue siendo la probabilidad de una bola blanca, o una negra, igual a (1 – x)/2, donde x es la ignota probabilidad de una nueva bola roja, o cabe suponer que todas las probabilidades se tambalean? De pronto, estamos en los dominios de la incertidumbre.

En la incertidumbre, los analistas se dividen, pierden las referencias comunes y sus lenguas se confunden. Tras una nueva serie de 6 ó 7 nuevas bolas blancas y negras, los optimistas se dicen: «Bien. Las aguas vuelven a su cauce. Únicamente había una bola roja. Incluso es posible que la bola roja nunca haya existido. Quizá era una bola blanca, o negra, a la que vimos roja por un efecto óptico. Business as usual.». Los críticos, por su parte insisten: «¡Farsantes! Había una bola roja, costó billones de euros (o dólares) y millones de puestos de trabajo… Y, en cualquier momento, puede aparecer otra». Los primeros replican: «Nada de eso. La bola roja en todo caso fue un aviso (¿de Dios, quizá?). Las pérdidas de riqueza y empleo provienen de la rigidez de los mercados. Hay que flexibilizarlos con reformas estructurales». Y los mercados son cada vez más flexibles. Pero, ante la extracción de cada nueva bola, todos se echan a temblar. Crisis de incertidumbre.



sábado, 9 de febrero de 2013

Perversión procíclica de la autoridad intelectual entre los economistas


Una de las sorpresas más desagradables de la actual crisis, al menos para mí, ha sido el vergonzoso silencio de los economistas. Hay honrosas excepciones, como Paul Krugman y Brad DeLong, por referirme únicamente a los más conocidos en Estados Unidos; no cuento a los eternos disidentes, como Steve Keen, en Australia, o L. Randall Wray, Warren Mosler y Stephanie Kelton, nuevamente en EE.UU., por la sencilla razón de que cabe esperar que los disidentes aprovechen la mínima para difundir sus críticas. En España hay que citar a Emilio Ontiveros, al pie del cañón desde hace años aunque ahora menos visible; a Álvaro Anchuelo, que ha llevado su compromiso con la economía al extremo de actuar en política, y a Vicente Esteve, que mantiene un blog de lo más digno, donde va vertiendo sus opiniones sobre la coyuntura y otros aspectos de interés para la profesión. Nuevamente, me refiero a los que tienen un nombre y el respeto general, no a «matados» y outsiders, como yo mismo. No hay mucho más. La mayoría de los economistas académicos prefieren exponer sus opiniones en cenáculos reducidos, donde el riesgo que corren por sus posibles equivocaciones se reduce a que amigos y conocidos les recuerden que un día se columpiaron.

Bueno, seguramente, no soy justo con mis colegas. No es que no trabajen duro. Lo hacen, sin duda. Se pasan el día escribiendo sesudos trabajos de investigación que luego plasman en brillantes artículos (si no lo son, están perdidos) para su publicación en revistas internacionales editadas sobre todo en EE.UU. Lo hacen a la fuerza, porque si no, la administración española, por otro nombre la Aneca, no les da las certificaciones necesarias para poder optar a posiciones permanentes en nuestra Universidad o para ascender en el escalafón, o se ven obligados a hacerlo para abrir camino a sus discípulos. O dicho de otra forma, el sistema de promoción académica les obliga a enfrascarse permanentemente en cuestiones las más de las veces irrelevantes pero de gran interés (o eso se espera) para gentes en el extranjero y aquí mismo que han hecho de esas cuestiones su modo fundamental de vida. En consecuencia, no tienen tiempo para reflexionar sobre los temas más candentes del momento, a escala nacional y global, de manera que la opinión de la profesión se delega en «vacas sagradas», como por ejemplo Andreu Mas Collel, posiblemente el economista de mayor prestigio internacional entre los españoles y actual conseller de Economía de la Generalitat de Catalunya, donde ha podido demostrar hasta la saciedad su absoluta incompetencia para la gestión práctica.

Así están las cosas. Gente que tendría que estar reflexionando sobre la actualidad económica es apartada de dicha reflexión por el sistema de investigación universitario. El resultado es que la autoridad intelectual se deposita en quienes han obtenido premios (como el Nobel) o publicado artículos en las revistas científicas de mayor impacto. Y no vale haber obtenido el premio Nobel o haber publicado a cuenta de cualquier tema económico. Robert Barro, eterno aspirante al Nobel por sus trabajos en macroeconomía, desprecia la autoridad intelectual de Krugman en ese ámbito porque el último obtuvo el Nobel por sus trabajos en comercio internacional. De manera que, si hablara de comercio internacional, Krugman sería escuchado por todos. Como habla de actividad económica y paro, es un diletante más. A su vez, Barro es seguidor de Robert Lucas, alguien que obtuvo el premio Nobel en 1995 defendiendo la austeridad en las finanzas públicas, en plena euforia de la Nueva Economía y cuando los gobiernos inflaban cualquier burbuja en la creencia de que las crisis se habían acabado. Era prudente hablar de austeridad entonces, porque las crisis, efectivamente, no se habían terminado; y, por eso, fue justo darle el Nobel en un momento en que brillaba incontestada la estrella de Milton Friedman, para quien el déficit público no tenía problema con tal de que se neutralizara sus efectos inflacionarios. Ya se ha visto que queda ahora de las teorías de Friedman. Pero no deja de ser una perversión que CiU haya puesto la gestión de la economía catalana en manos de alguien que escribió, hace cuatro décadas, un teorema menor sobre el equilibrio general, y que asumió esa responsabilidad con la peregrina idea de que el equilibrio general puede ser alcanzado garantizando el presupuestario. Como es una perversión, también, que quienes tenían su parte de razón hace veinte años al señalar los riesgos de déficits públicos desbocados sean ahora quienes pueden pontificar, ante la aquiescencia general de políticos y mercados, que la austeridad expansiva curará nuestros males.



miércoles, 6 de febrero de 2013

Corrupción


El problema de la corrupción en España tiene su origen en el régimen legal de financiación de los partidos políticos. Por las razones que se verá enseguida, aquí no nos ha gustado nunca el sistema norteamericano por el cual la financiación de partidos procede de fuentes privadas. No termina de convencernos que sean las donaciones lo que sostenga a nuestros partidos. Y ello seguramente porque la izquierda teme que el gran capital se incline decididamente por uno de los partidos y lo anegue literalmente en dinero. Eso, en el criterio de nuestros intelectuales orgánicos, daría una ventaja decisiva a ese partido, que podría denominarse con toda justicia «partido del gran capital». Y así, los intelectuales orgánicos demuestran tener al dinero por mucho más de lo que en realidad es.

Hay razones para pensar que tal resultado no sería inevitable. Primero, porque el gran capital podría dividirse. Lo hace habitualmente en Estados Unidos. No hay unidad acción al respecto. Quienes piensan que el resultado es necesario vuelven a mostrar sus prejuicios, en este caso creer que la lucha de clases domina la actuación de los capitalistas. Más de siglo y medio de dejarse llevar por esa creencia ha conducido a la clase trabajadora a la situación en que se encuentra. Parecería que va siendo hora de revisar algunas ideas preconcebidas. Pero es que incluso para un marxista, que no sea un completo mecanicista, la lucha interna entre capitalistas, suscitada por las tendencias al monopolio y a resistir esas mismas tendencias, puede en muchos momentos tener tanta importancia como, o incluso más que el conflicto entre capital y trabajo. Repito que no hay más que mirar a Estados Unidos.

La segunda objeción al dogma de que la financiación privada de los partidos es mala es que, incluso si hubiera un partido del gran capital frente a otro de los trabajadores, el hecho de que el primero dispusiera de mucho más dinero que el segundo no supondría una ventaja decisiva, a condición de que la procedencia del dinero fuera absolutamente transparente. ¿Que el partido de los ricos podría ganar elecciones por la facilidad para desplegar campañas más espectaculares y costosas? Eso sólo da ventaja en sociedades atrasadas y dominadas por la incultura. En países con mejor nivel de formación, el dato inclinaría a la ciudadanía opuesta al gobierno descarnado del dinero precisamente del lado contrario. Para muchos, la abundancia de recursos de fuente privada sería justamente el indicio de que no deberían votar a ese partido. Incluso cabe la posibilidad, si la sociedad es muy culta, de que todos los partidos limiten el tamaño de las donaciones que reciben, para no perder demasiados votos. En eso se basa el equilibrio que Aristóteles encontró, entre el poder del dinero (oligarquía) y el poder de los votos (democracia), en la fórmula híbrida que él llamó república. ¿De qué le sirve al gran capital tener un partido muy rico, que pague elevados sobresueldos a sus cuadros, si apenas recoge votos? El gran capital dejaría de financiar a ese partido, como es lógico. Sería deseable dejar que estas cosas se regularan de una manera natural, a la vista de todos. Pero no; aquí preferimos reglamentar y prohibir. Así, la corrupción se hace invisible, y mucho más atractiva porque sus beneficios se convierten en astronómicos. He mencionado a la república. Lo que ocurre es que aquí algunos quieren una república que sea el calco exacto de la monarquía constitucional, sólo que cambiando al rey por un presidente al que elijamos cada cuatro años. Y eso no funcionará. Sólo tendremos más de lo mismo.

Podría ocurrir que el partido capitalista chiquito, con pocos votos, pudiera sin embargo comprar a los diputados de otros partidos con todo el dinero que tiene. Eso ocurre en Estados Unidos; lo llaman lobbies. Entonces lo que habría no es partidos pequeños pero ricos, sino lobbies. Bien, aceptemos los lobbies. ¿Qué problema hay? Desde luego, mucho si los lobbies dan lugar al «transfuguismo», que es un efecto de las listas cerradas y bloqueadas. Pero si los votantes eligen a la persona y no sólo al partido, cuando vean a su representante votar en sentido contrario al esperado y supongan que se debe a que lo han comprado, sencillamente, dejarán de votarle.

Hay lobbies siempre, nos gusten o no. Si no queremos verlos, serán invisibles; pero seguirán ahí. En Estados Unidos, y ése es el acierto de su sistema, aceptan los lobbies como una realidad natural de la política, y los mantienen estrictamente separados de los partidos. En España, donde no podemos ni ver a los lobbies, ni siquiera soportamos hablar de ellos, los hemos quitado de nuestra vista y se han incrustado en la estructura de los partidos. Lo que es infinitamente peor, como muestra el caso Bárcenas.