sábado, 24 de marzo de 2012

Lucha de ideas en economía

Se ha hecho costumbre decir que los economistas no se enteran de lo que pasa, que la crisis los ha sobrepasado ampliamente. Craso error. La gran mayoría sabe lo que pasa, pero difieren considerablemente en cuanto a la forma de recuperar altas tasas de crecimiento, capaces de aumentar de forma apreciable el empleo. Resumiendo mucho el estado actual del debate, se podría afirmar que hay dos posiciones fundamentales.

Un aspecto en el que parecen estar profundamente en desacuerdo, pero en todo caso es un asunto secundario, es en cuanto a si las finanzas de un gobierno se parecen o no a las de una familia o una empresa, en definitiva, a las de cualquier entidad privada. Sólo los tontos y los legos pueden creerlo en serio. Al final, los economistas estarían de acuerdo en que un gobierno no se parece a ninguna entidad privada. Ya que, mientras una entidad privada tiene sus gastos limitados a largo plazo por sus ingresos, un gobierno, estrictamente hablando, no los tiene. Un gobierno, por lo general, paga sus gastos en la clase de moneda que él mismo emite, de modo que, en último extremo, siempre puede emitir más moneda para hacer frente a cualquier déficit. (La zona euro parece una excepción a esta afirmación, pero no lo es de una forma fundamental). Como digo, casi todos los economistas estarían de acuerdo en esto, pero divergen en que, para unos, el gobierno debe hacer uso de esta ventaja siempre que sea necesario, en tanto que, para otros, el gobierno debe conducir sus finanzas como una entidad privada aunque pueda hacerlo de forma distinta. La razón por la que esto sería así radica, según los defensores de esta doctrina, en que, conduciéndose como una entidad privada, el gobierno inspira más confianza al sector privado que si hace uso de todos los recursos a su alcance. Supuestamente, el gobierno resulta más previsible, y siendo más previsible genera menos incertidumbre, si establece límites claros a su propio comportamiento que si utiliza sus poderes discrecionalmente. Teóricamente, se podría aumentar el empleo imprimiendo cuanto dinero fuera necesario para financiar la inversión pública capaz de llevar a la economía al pleno empleo, pero los adversarios de esa posibilidad sostienen que el resultado de una actuación discrecional como ésa sería sembrar el desconcierto entre la iniciativa privada y, a la postre, a entrar en una espiral contractiva que desembocaría en el reconocimiento del fracaso o en una estatalización completa de la economía.

Mi opinión en este debate es que resulta ilusorio esperar que la implantación de un modelo de comportamiento autocontrolado por parte del gobierno pueda inspirar confianza al sector privado en situaciones como la que atravesamos. La crisis es de demanda efectiva, y lo que el sector privado espera del gobierno es una firme demostración de liderazgo que anime a los empresarios a aumentar el empleo en previsión de un inmediato incremento de sus ventas. Es después de iniciada una sostenida reactivación cuando podrá instaurarse un modelo de autolimitación que, haciendo más previsible el comportamiento del gobierno, reduzca la incertidumbre.

En resumidas cuentas, y esto es lo más cerca que estoy dispuesto a llegar de quienes defienden un modelo de finanzas estable para el gobierno, me parece que dicho modelo puede estudiarse y en su caso implantarse una vez que la reactivación sea un hecho y el empleo se esté recuperando a buen ritmo. En tal coyuntura, la previsibilidad de las finanzas gubernamentales podría introducir estímulos adicionales a la iniciativa privada. Pero antes de llegar a ella, cualquier modelo rígido de comportamiento gubernamental, y más si es de autocontención, no dejará de surtir efectos paralizantes y aumentará los efectos de pánico a la recesión en el sector privado. Que es exactamente lo que está pasando en España.



jueves, 22 de marzo de 2012

Las grandes Guerras Macro

Hay gente que tiene un don, y eso suele ser independiente de la edad. Noah Smith, editor del blog Noahpinion, es un tipo bastante joven, que estudió física y ahora está completando su tesis doctoral en economía. Pese a su precocidad, o quizá debido a ella, tiene una percepción extremadamente brillante de lo que está pasando en nuestra profesión y por qué damos esa lamentable impresión de no saber lo que está pasando con la crisis. Lo que está pasando él lo llama las grandes Guerras Macro. No podría haberse resumido mejor. Lo contaré a mi manera.

El conocimiento en economía no avanza de la manera lineal que parece hacerlo en otras ciencias. La razón estriba en que cada avance se topa con una dura resistencia de quienes se sienten perjudicados o siquiera amenazados por las nuevas ideas. Esto también pasó en física e incluso en astronomía (recuérdese cómo persiguió la Inquisición a Galileo por decir que la Tierra giraba alrededor del Sol en vez de a la inversa), pero cada vez es más raro. Recuerdo una ridícula polémica en los ochenta, cuando los creacionistas pretendían que la existencia de vida inteligente en la Tierra era un fenómeno único en el universo, que ellos deducían de la falta de observación directa, entonces, de ningún cuerpo estelar similar a los planetas del sistema solar. Ahora que la observación de planetas girando alrededor de estrellas comparables al Sol es cosa cotidiana, ya nadie se acuerda a aquellos idiotas, alguno de ellos Premio Nobel o casi. Hace años que nadie viene con estupideces semejantes, y probablemente la intervención de Stephen Hawkins ha sido decisiva al respecto.

El problema es que en economía esa clase de tonterías está a la orden del día. Ahora, por ejemplo, se ha puesto de moda decir que el buen gobierno financiero de un país debe tomar como modelo el de una familia bien administrada, que jamás gasta más de lo que ingresa. No nos riamos de ese prejuicio, propio de quienes se empeñan en concebir a la familia como microcosmos de la sociedad, que ésta debería reflejar en todas sus esferas de actuación, porque es el que rige actualmente el gobierno económico y financiero de la Unión Europea y la zona euro. Tan bajo como eso ha caído la independencia intelectual de los economistas en esta parte del mundo. Afortunadamente, en Estados Unidos, la beatería económica encuentra todavía quienes la combaten con inteligencia y tesón.

Es, básicamente, una historia de trincheras y de la lucha por conquistarlas. Algo parecido a la pugna por el fuerte Douamont, que pasó de los franceses a los alemanes y de nuevo a aquellos, innumerables veces en 1916, durante la batalla de Verdún. En 1930, la trinchera estaba en manos de aquellos a quienes Keynes llamó los «economistas clásicos», que durante todo el siglo XIX y el primer tercio del XX habían defendido el equilibrio presupuestario y la máxima liberalización de los mercados, como solución a todas las crisis. La Gran Depresión mostró que la creciente complejidad de la economía real y financiera convertía esa solución en ilusoria, y el keynesianismo, propugnando una resuelta actuación inversora del gobierno para restaurar el pleno empleo, tomó la trinchera a la bayoneta, sin hacer prisioneros. Durante 35 ó 40 años, los keynesianos la ocuparon sin disputa, porque los «clásicos» habían pasado a la historia. O eso parecía. Pero la década de 1970 mostró lo que los excesos de un recurso excesivo al gasto público – no tanto provocado por la política de pleno empleo como por las aventuras militares en el Sudeste asiático – podían provocar, en términos de inflación y estancamiento. En esa década, el monetarismo, una doctrina que trataba de ser equidistante entre el keynesianismo y los «clásicos» tomó la trinchera para compartirla, en buena armonía, con lo que se llamó la «nueva macroeconomía clásica», y que venía a decir que el público sabe lo que se trae entre manos cuando se trata de asuntos económicos, lo que convierte la actuación del gobierno en perjudicial. Durante treinta años, monetaristas y «nuevos clásicos» – ya digo, en buena armonía – han ocupado la trinchera sobre la base de un compromiso según el cual si hay que hacer algo, hágase manipulando la cantidad de dinero en circulación, pero nunca, nunca, nunca jamás, incurriendo en déficit público. (La excepción era, como se puede lógicamente entender, el déficit en que era necesario incurrir para sostener la carrera de armamentos).

La teoría era que, así, las crisis desaparecerían para siempre. Y pareció que desaparecían durante el paréntesis que supuso el cierre de la globalización. Pero 2007 y, sobre todo, 2008 nos recordaron que las crisis no desaparecen. Por un momento, pareció que volvíamos a 1933, al hablarse de una crisis comparable a aquélla. La mayor parte de los economistas, atónitos ante su propia incapacidad para prever la magnitud de la crisis, se iniciaron fugazmente keynesianos. El Fondo Monetario Internacional interrumpió una tradición de décadas de apretar el gaznate de las economías con problemas, para proclamar la necesidad de lanzar poderosos estímulos fiscales. Puesto que los ingresos tributarios caían con el PIB, la recomendación era incurrir en abultados déficits. Y, en la urgencia del momento, a todo el mundo le pareció bien. Fue un momento de gloria, como el de la más que diezmada brigada de Pickett al izar la bandera confederada en el cerro del cementerio tras su famosa carga en Gettysburg… sólo para ser aplastada bajo el abrumador cañoneo posterior. La ocupación de la trinchera por los keynesianos fue apenas más larga que eso, pues en cuanto los indicadores de Estados Unidos y Alemania empezaron a mejorar, en el verano de 2009, los economistas volvieron a olvidarse del santa Bárbara cuando no truena y reiniciaron el «business as usual»: la mayoría pensó que había que dar por restauradas las condiciones de normalidad, a fin de devolver la confianza a los agentes económicos, que saben bien lo que se traen entre manos si el gobierno no les complica la vida. Otra vez las expectativas racionales instaladas en la trinchera.

Pero era evidente que no, que no se ha restaurado aún la normalidad. Los keynesianos, poskeynesianos, neokeynesianos y demás compañeros de viaje, encabezados por Paul Krugman, un hombre que ha tenido el coraje de asumir su responsabilidad intelectual incluso cuando la mayoría de los economistas desertaba de su bando, decimos que no se saldrá de la crisis sin considerables dosis de déficit público. Los «nuevos clásicos», con sus acólitos monetaristas, que no se saldrá de ella mientras quede un resto de déficit público por eliminar. Es una lucha sin cuartel porque es una lucha de todo o nada, sin compromiso posible. Ya sé que Krugman inspira muchos recelos entre gentes bienintencionadas, pero el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. No hay por qué comulgar con todo lo que dice Krugman, pero la batalla es ésa y en ella nos jugamos el estado de bienestar y todas las conquistas sociales hasta la fecha.

Las grandes Guerras Macro de este siglo no han hecho más que comenzar.


sábado, 17 de marzo de 2012

Son los bancos, estúpido

Si dijese que el origen de la crisis estuvo en que una empresa financiera (Bear Stearns) compró hipotecas incobrables a bancos locales en EE.UU., las revendió a dos fondos de inversión localizados en las Islas Cayman, que las pagaron con el producto de una emisión de bonos de alto interés que el propio Bear Stearns colocó entre los bancos del mundo entero, todo lo cual funcionó a las mil maravillas hasta que otra sociedad financiera, Merrill Lynch, decidió subastar su paquete de esos bonos, que se vendió por una cantidad irrisoria, lo que obligó a los demás propietarios estadounidenses de esos bonos a ajustar a la baja su valor en libros, no creo que habría muchos economistas decididos a contradecirme, porque éste es exactamente el relato de los hechos del verano de 2007 que condujeron a la crisis. Pero a partir de ese relato, cabe extraer dos conclusiones diferentes. La extraída por la gran mayoría de los observadores, en los aciagos días del otoño de 2008 e incluso después, es que habría que prohibir a las entidades financieras hacer lo que hizo Bear Stearns. Conclusión equivocada. En realidad, la generación de esa clase de productos financieros debería seguir siendo libre, a condición de que se informe debidamente al inversor de que un alto interés, como el que pagaban aquellos bonos, era consecuencia del alto riesgo que comportaban. Si se me acepta el símil, es la diferencia entre prohibir la fabricación de cigarrillos y obligar a que las cajetillas adviertan claramente que el fumar perjudica gravemente la salud.

Lo que debería haberse prohibido de inmediato, y todavía no se ha hecho, es que los bancos puedan comprar productos (esos o similares) que sometan a la economía a indebidos riesgos sistémicos. Y aquí “riesgo sistémico” no quiere decir más que un riesgo que obliga a los gobiernos – como les obligó entonces – a rescatar a bancos que estaban en peligro de quiebra como consecuencia de haber adquirido bonos muy rentables sobre el papel, pero que resultaron no valer prácticamente nada.



martes, 6 de marzo de 2012

El objetivo de déficit

El sentido de Estado es requisito imprescindible para el ejercicio de la ciudadanía. No importa que la ciudadanía se exprese en un tranquilo acto de votación o en la toma de la Bastilla; sin sentido de Estado, no hay ciudadanía sino turbas encanalladas. El sentido de Estado consiste, sencillamente, en el compromiso de compartir la suerte y la desgracia, los aciertos y los errores de quienes lo conforman. Si es imperativo buscar un cabeza de turco, como se dice, alguien a quien cargar con las culpas para exonerar a la sociedad, de modo que ésta pueda seguir avanzando, se lo busca y se le hace cargar con ellas. Pero lo que demuestra carencia del más elemental sentido de Estado es la manía de echar la culpa de los fracasos a los demás y atribuirnos en exclusiva los éxitos patentes. Eso, en política, es la ridiculez elevada a la categoría de ideal de actuación.

Semejante ridículo, a los ojos de Europa, es en el que ha incurrido el gobierno al decidir unilateralmente – es decir, sin consultar allende nuestras fronteras – la flexibilización del objetivo de déficit para 2012, del 4,4% al 5,8% del PIB. El gobierno cree poder resolver la situación echando la culpa a su antecesor – aquí, la falta de sentido de Estado –, que fue quien asumió el compromiso ahora considerado excesivamente duro. Así, el gobierno repudia, de su antecesor, todo: actuación y compromisos. El problema es que con esto siembra dudas sobre la dirección de la causalidad, y a fin de cuentas sobre su propia credibilidad. Porque el gobierno afirma que es la pésima ejecutoria de Zapatero lo que justifica la relajación del objetivo de déficit, pero ¿no podría ser que la relajación, secretamente motivada por el deseo de evitar esfuerzos, fuera la causa de la malos resultados del antecesor en forma de un déficit de 2011 artificialmente inflado para inspirar lástima? Al bueno de don Mariano le vendrían bien algunas lecciones de semiótica para no presentar imagen tan patética ante la UE y los mercados.

Se dista de haber visto el fin del culebrón, empero. Lo paradójico de la situación es que se ofrece a Rajoy la oportunidad de aparecer abanderando al pueblo español en la afirmación de nuestra soberanía frente al intervencionismo de Europa y la dictadura de los mercados. Eso, precisamente en el momento en que su gobierno está asestando un golpe al Estado de bienestar del que éste se recuperará (si lo hace) a duras penas. Se me llevan los diablos de pensar que, bien por patriotismo y militancia antiglobalización, bien por responsabilidad y sentido de Estado (como ya está haciendo Rubalcaba), voy a tener que dar la cara en Europa y el mundo por la incompetencia de Rajoy y sus ministros, quienes no tienen otra cosa en la cabeza que la cursi pretensión de que una familia bien gestionada es el modelo óptimo de política macroeconómica. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Aportar sentido de Estado ahora no hará más que reforzar la sinrazón de Estado que está en el origen de la situación.

Decididamente, en esta situación todas las posturas son malas, lo que no dejará de contribuir a la fragmentación de la izquierda y la desvertebración del país.