miércoles, 26 de septiembre de 2012

La economía española, de mal en peor


Ésta está siendo una semana aciaga para la economía española. Hoy, el Banco de España ha dado a conocer una caída del PIB del 1,3% en junio, a la que suma la previsión de una nueva y «significativa caída» del mismo indicador en el trimestre que termina en septiembre. Y ayer, en un encuentro a tres bandas en Helsinki, los ministros de Finanzas de Alemania, Holanda y Finlandia amenazaron con dar marcha atrás del acuerdo sobre el rescate de la banca española, pactado en junio. En peor momento, imposible: el viernes las auditoras publicarán las necesidades de recapitalización de los bancos españoles. Sobre lo primero, poco hay que añadir. Es evidente que la causa estriba en la política de austeridad del gobierno, añadida a la recesión global.

Menos evidente es lo que motiva lo segundo. El acuerdo de junio incluía, aparte de un máximo de 100.000 millones de euros para la banca española, la decisión de crear una autoridad supervisora de la banca europea en su conjunto. Tras señalar que la autoridad supervisora no estará en funciones a comienzos de enero, como se acordó, ahora Alemania vincula los dos términos del acuerdo: si no hay autoridad supervisora, no habrá rescate bancario. Más claro, agua. La explicación alemana es la siguiente. Si no hay autoridad supervisora, el control del cumplimiento de las condiciones impuestas a cada entidad recaerá sobre autoridades nacionales. Y las autoridades nacionales fallaron por dos veces consecutivas en la realización de los stress-tests de 2010 y 2011, que dieron excelentes resultados para bancos que ahora hay que rescatar.

Aún hay más. En las últimas semanas, Alemania ha pasado a pensar que es preferible el rescate del Estado al rescate bancario. Por tanto, lo que busca es que Rajoy, no contando con el dinero para los bancos dé su brazo a torcer y pida el rescate del Estado. ¿Por qué este cambio de opinión? Yo no descartaría, incluso, que se tratara de una estrategia para quebrar el «orgullo español», al que los medios germanos estuvieron durante meses atribuyendo la resistencia a pasar por el aro. Se trate o no de una estrategia, los motivos están claros. Alemania y otros países financieramente fuertes están hartos de la estulticia de este gobierno. Las afirmaciones de Rajoy, en rueda de prensa, de que en todo caso era él quien había presionado para llegar al acuerdo sobre el rescate bancario, dieron a muchos que pensar que es un imprudente y a otros que quizá tenía razón y había engañado a los demás europeos. Un efecto absurdo, dada la posición de España, en cualquier caso. Después, este gobierno alardea de gestos, claramente electoralistas (como la prometida subida de las pensiones), que no se permitiría a un país rescatado. Los europeos de un país u otro no verán con agrado que con su dinero se dé a los españoles mejoras de que carecen aquéllos.

La idea de que Rajoy, a despecho de sus continuas afirmaciones en contrario, es un insensato se abre paso con fuerza en la escena internacional. Ahora Rajoy se va a Nueva York a pedir que España vuelva al Consejo de Seguridad de la ONU como miembro no permanente. ¿Es que no tiene suficientes problemas en casa, de manera que le sobra tiempo para pensar con detenimiento los graves problemas de la política mundial? Pues es evidente que no va a pensar a fondo ni unos problemas ni los otros. Esto no es más que ese sentido común del que tanto presume Rajoy. Dime de qué alardeas y te diré de qué careces. ¿En qué piensa el presidente español?, se preguntan los dirigentes políticos y financieros del mundo y sobre todo de Europa. Y empieza a adivinarse que no piensa nada, que no tiene nada en mente, que es un cabeza hueca. Y es el segundo en cuatro años. Europa sospecha ya que España no es capaz de elegir, para mandarla, más que botarates. Si es así, lo oportuno será intervenirla cuanto antes y convertirla en un protectorado europeo.



domingo, 23 de septiembre de 2012

Trampa mortal para la economía española


La economía española ha rebasado el umbral en que las políticas económicas, todas las políticas económicas se muestran inservibles. El gobierno actual ha terminado de hundirnos de hoz y coz en una severa depresión, de la que no vamos a salir con rescate o sin él.

Es ya un tópico de la derecha el decir que la culpa la tuvo el gasto público acordado por el gobierno de Zapatero en 2009. En términos económicos, es una equivocación. La política era correcta, pero se mantuvo durante un tiempo excesivamente corto. El Fondo Monetario Internacional vendió aquel verano la piel del oso antes de cazarlo y proclamó a los cuatro vientos que los indicadores de la economía norteamericana mostraban que la recesión iniciada el otoño anterior estaba llegando a su fin. En noviembre del mismo año, en vista de que los datos de la economía alemana confirmaban los de EEUU, el Banco Central Europeo puso fin a sus subastas extraordinarias de dinero a seis meses y a un año, que habían facilitado a la banca europea absorber la deuda soberana a bajos tipos de interés. Así entramos en la fase de consolidación fiscal, en que todavía nos encontramos.

Los estímulos fiscales de Zapatero—400 euros de desgravación en el IRFP, 8.000 millones del Plan E y las ayudas al automóvil—fracasaron porque se toparon con una brusca revisión a la baja de las expectativas a largo plazo de la economía española. La tasa de ahorro, que casi se dobló en pocos meses para alcanzar el 25% de la renta nacional, creció de forma tan rápida que la tasa marginal debe de haber estado muy cerca de 1. Endeudadas como estaban muchas familias españolas, el dinero de los estímulos, ante la amenaza de desahucio, se destinó en una elevada proporción a pagar hipotecas y quedó inmovilizado en bancos. Así, el multiplicador keynesiano no pudo actuar y los efectos de la política se agotaron en la inicial ronda de pagos del gobierno.

Ahora las perspectivas son poco más halagüeñas. Tres años de consolidación fiscal y reformas estructurales nos han hundido profundamente en la depresión. Pese a sus esfuerzos por desapalancarse, la economía española no consigue hacerlo por la sencilla razón de que el déficit con el exterior no se lo permite. Ese déficit se ha reducido un tanto, sobre todo porque la economía española está en proceso de contracción. Mientras haya déficit con el exterior, empero, el gobierno deberá incurrir así mismo en un déficit que no puede ser menor, en valor absoluto, que la suma del déficit exterior y el superávit privado que permitiría a familias y empresas reducir su apalancamiento. Si el gobierno no es consciente de la restricción macro, como parece que no lo es, y se empeña en reducir su déficit por debajo del déficit exterior (medidos ambos en porcentaje del PIB), el sector privado no podrá desapalancarse. Y si el sector privado no logra desapalancarse, las medidas de estímulo fiscal que puedan ponerse en marcha fracasarán ahora como lo hicieron en 2009.

Por tanto, se abre una difícil fase de la crisis. Durante un periodo indeterminado, los estímulos fiscales sólo servirán para que el sector privado disminuya su grado de apalancamiento y, presumiblemente, el multiplicador keynesiano se eleve. A partir de un cierto valor del multiplicador, los estímulos fiscales empezarán a hacer notar sus efectos en la actividad y el empleo. Pero no sabemos cuánto tiempo deberá pasar entre el primer momento y el segundo. Como también ignoramos si la espera será políticamente viable.



miércoles, 19 de septiembre de 2012

El dilema económico de este tiempo


Ewald Nowotny, miembro del consejo de gobierno del Banco Central Europeo y uno de sus más autorizados portavoces, pronosticó esta semana que la crisis de deuda soberana en Europa se prolongará hasta 2020. La crisis de deuda soberana en Europa es sólo uno de los episodios de la crisis global que atraviesa la economía mundial desde 2008, y queda al criterio del lector dilucidar si la solución del episodio se adelantará a la de la crisis general o al revés. En todo caso, es evidente que las perspectivas de recuperar un crecimiento sostenido se retrasan en el tiempo.

Es legítimo preguntarse por qué. Y también qué dicen/decimos los economistas al respecto. ¿Tan malos somos, profesionalmente hablando? Sinceramente, estimo que no. Lo que ocurre es que hay mucho en juego, y cuando hay mucho en juego tomar decisiones o simplemente dar la propia opinión sobre la decisión que hay que tomar se convierte en extremadamente arriesgado. Y, por regla general, los humanos somos adversos al riesgo. Así, cuando aumentan las apuestas los espectadores se callan y crece la tensión.

Estamos en una situación en que la política económica debería tomar uno, y solo uno de dos cursos posibles. Resumiendo mucho, los llamaré estrategias «austriaca» y (neo/post) keynesiana. La estrategia «austriaca», inspirada en la obra de economistas con Mises y Rothbard, pretende que la Gran Desregulación de las décadas de 1980 y 1990 se quedó corta, particularmente en los ámbitos fiscal y monetario. Claro, cómo desregular dos tipos de actividad que lleva a cabo, básicamente, el gobierno. La desregulación de los mercados de bienes y servicios, por otro nombre liberalización, habría sido quizá suficientemente completa, pero se mantuvo un expansionismo monetario, combinado con déficits fiscales, que infló burbujas una tras otra, hasta que una – la de las hipotecas subprime en EE.UU. – estalló en 2007 y arrastró al mundo a la mayor crisis del capitalismo en cien años. La conclusión es que hay que ajustar presupuestos públicos y eliminar déficits, y vincular el crecimiento del dinero a la evolución natural de un activo que no pueda ser intervenido, para restar posibilidades de intervención a los gobiernos. Tal activo es el oro. Por tanto, no hay más solución que retornar al patrón oro, cuyos mecanismos automáticos no dejarán a los gobiernos, nacionales o supranacionales, intervenir en la economía con tan mal acierto como hasta la fecha.

La segunda estrategia es la keynesiana. Para el keynesianismo, el capitalismo funciona a base de burbujas. No puede funcionar bien de otra manera. Sin burbujas, hay depresión y estancamiento. Y la alimentación de las burbujas exige déficits públicos y expansión monetaria, o sea, inflación; moderada, si se quiere, pero inflación. En esa perspectiva, el patrón oro es el mayor freno que se podría poner al crecimiento, porque restringe la expansión monetaria a la extracción de metal de las minas de todo el mundo, que es más lenta que el crecimiento de la economía mundial a que estamos acostumbrados y que ha permitido incorporar a los países emergentes a la globalización.

Ambas estrategias son antitéticas. Para el «austriaquismo», no hay manera de conservar la inflación en cotas moderadas y las expansiones fiscales y monetarias se terminan traduciendo en confiscación de los ahorros invertidos de forma no especulativa. Y en verdad, las burbujas favorecen sobre todo a los especuladores. La reversión del oro a la condición de activo monetario permitiría al ahorro no especulativo encontrar un refugio supremo, del que ahora carece. De modo que para el «austriaquismo», el keynesianismo conduce a hiperinflación confiscadota y para el keynesianismo el «austriaquismo» genera depresión crónica. Si se escoge un camino, efectivamente, los riesgos anunciados por los defensores del otro se hacen presentes.

Por ahora, el mundo ha optado por no decidir. O mejor, por cierto zigzag cuyas oscilaciones tienden a desaparecer en una especie de «tercera vía». La «tercera vía» es apadrinada por la corriente principal del pensamiento económico de nuestro tiempo, la neoclásica, también llamada durante un tiempo «síntesis monetario-keynesiana», pero que ahora quizá debería llamarse «síntesis monetario-austriaca». El componente dominante es el monetarismo, o la idea de que la actuación del banco central a escala nacional o la coordinación entre bancos centrales a escala internacional pueden sustituir al patrón-oro. En todo lo demás, la «tercera vía» coincide con la «austriaca». El keynesianismo ha quedado arrinconado, sin voz real para opinar.

Pero la diferencia entre «tercera vía» y «austriaquismo» dista de ser baladí. Inevitablemente contaminada de intereses políticos, la gestión monetaria por los bancos centrales introduce muchas perturbaciones y genera incertidumbres, que terminan por sembrar la desconfianza en los mercados. La inversión no termina de reanimarse, y el tono de la economía continúa siendo permanentemente bajo.

Los lectores habituales de este blog tienen suficientes elementos de juicio para discernir cuál es mi posición en este debate.



viernes, 7 de septiembre de 2012

Condicionalidad macroeconómica

Por fin, será rescate y no tomate. Ya está el mecanismo, aprobado por el Banco Central Europeo en su primera reunión de septiembre. Y ya está dicho: los países tienen que pedir el rescate y habrá condicionalidad macroeconómica (se sobreentiende: adicional a la incorporada al procedimiento de déficit excesivo que, en virtud del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, ya se aplica a España). Ahora falta saber cuándo se decidirá Rajoy a pedirlo.

Está la cuestión de la condicionalidad. ¿En qué estará pensando Draghi? Monti, primer ministro italiano, que debe de conocer algo de eso, ha declarado de inmediato que Italia puede pasarse sin acudir al mecanismo, lo que da idea de la aprensión que le produce. Seguramente, Rajoy ha tomado buena nota. Se habla de recortes en las pensiones y en las prestaciones por desempleo. Otros asuntos son más importantes desde el punto de vista macroeconómico. La cuestión clave son los equilibrios sectoriales compatibles. Es un tema técnico pero crucial. Intentaré explicarlo de la forma más clara posible. El objetivo macroeconómico de la economía española, aquél a partir de cuyo logro será posible crear empleo, ha sido definido como el desapalancamiento financiero (o sea, la reducción del nivel de endeudamiento) de todos los agentes económicos, tanto públicos como privados. Ahora bien, no todos pueden hacerlo a la vez a menos que se obtenga un saldo favorable con el exterior equivalente a la suma en la que aquéllos reducen su endeudamiento. El problema de España es que, en vez de un saldo favorable, registra uno bastante desfavorable, es decir, un déficit con el exterior por importe de 36.226 millones de euros a 12 de julio de este año, según datos del Banco de España. Estamos mejor que en el bienio 2007-2008, cuando España registró déficits por ese concepto superiores a 100.000 millones cada año; pero la situación dista de ser buena, incluso regular tirando a mala. Es pésima. Incluso si España registrara un déficit cero con el exterior, con las cifras actuales las administraciones públicas todavía registrarían un déficit superior a 55.000 millones de euros, lo que viene a ser un 5% del PIB, bien lejos del objetivo del 3% para 2014. Para que España se situara en ese objetivo, digamos unos 35.000 millones, con las instituciones financieras despalancándose al ritmo actual (13.479 millones el 12.07.2012) lo mismo que familias y empresas (41.715 millones), el saldo con el exterior tendría que ser un superávit superior a 20.000 millones. Nunca, que yo recuerde, ha tenido España superávit con el exterior, y mucho menos uno del orden del 2% del PIB. Lograrlo podría calificarse de verdadera revolución en el comportamiento macroeconómico de nuestra economía.

Y resulta que el BCE ha caído en la cuenta de que esa revolución tiene que hacerse de aquí a 2014. Aumentar las exportaciones parece el camino lógico; también, el más fácil. Pero el aumento de las exportaciones ha llevado a reducir el déficit exterior aproximadamente a la mitad en cuatro años de crisis. No es creíble que se puede reducir otro tanto y además meterse casi un cuarto más en zona de superávit en la mitad de tiempo. Sencillamente, no es creíble. Y desde luego Graghi no se lo cree. Rajoy quizá sí, pero Draghi no. Y Draghi se ha jugado todo su prestigio y el poder omnímodo de que aparentemente disfruta a una sola carta: sacar a España de la crisis, si España colabora. Por tanto, nada de la ingenuidad de pensar que el déficit exterior se trocará en superávit por arte de magia gracias al crecimiento de las exportaciones. Hay que frenar las importaciones, y hacerlo con toda contundencia.

Aquí empiezan los verdaderos problemas. Si España controlara el tipo de cambio, podría devaluar su moneda y hacerlo en la medida necesaria para convertir el déficit exterior en superávit. Esto, en teoría, porque en la práctica España ha devaluado en numerosas ocasiones la peseta, sin conseguir nunca hacerlo tanto como para pasar de déficit a superávit. En todo caso, el debate es ocioso: España no puede devaluar su moneda, porque pertenecemos a la zona euro. Es un tema manido. En ausencia de esa solución, yo propuse en noviembre un mecanismo inspirado en los montantes compesatorios de la PAC en los años sesenta. Es improbable que nadie me haga el menor caso, ni siquiera que alguien repare en ello. Lo que debe habérsele ocurrido a Draghi, y la razón por la que habló de «condicionalidad estricta» en su última rueda de prensa, es deprimir toda la demanda de consumo, y no sólo la de importaciones. Si no puedo actuar sobre las importaciones solo, actuaré sobre todo el consumo, que incluye también las importaciones. Esto es, por otra parte, lo que parece haber inspirado una primera subida del IVA, hasta situarnos en el 21%, sobre la media de la UE.

Me temo, por decirlo claramente, que la medida estrella de la condicionalidad macroeconómica de Draghi sea una nueva sabida del IVA, hasta situarnos en la parte alta de la tabla. Así, se deprimirá el consumo; las familias ahorrarán más, a la fuerza; los bancos, con menor demanda de crédito, podrán continuar reduciendo su endeudamiento; las importaciones caerán, con lo que él saldo exterior mejorará y… Draghi tendrá que cruzar los dedos para queeso lleve a reconducir el déficit público a la senda pactada.

Habrá que ver cómo se toma Rajoy todo esto. Y cómo nos lo tomamos los españoles.



domingo, 2 de septiembre de 2012

Por qué el rescate no se hará esperar


A perro flaco, todo se le vuelven pulgas. El empeño de Rajoy en no pedir el rescate, que aquí ahora se llama «integral» (en inglés bail-out), de España se topa cada vez con mayores dificultades. Ahora son sus aliados fundamentales en esta peripecia, aquéllos por los que lo ha dado todo sacrificando lo que sea y a quien sea, los bancos, quienes parecen abandonarlo. Pero los bancos no tienen opción. Pese al rescate bancario pactado semanas atrás y – hay que decirlo – que el gobierno está instrumentando a paso de tortuga acorde con la velocidad de la sangre en las venas del presidente, los bancos españoles pierden depósitos a velocidad de vértigo. Sólo en julio pasado, la banca española perdió 74.000 millones de euros, o un 4,7% del total de sus depósitos, con lo que lo perdido desde junio de 2011 asciende a 233.000 millones, o el 13,4% de lo que entonces había. Son datos del Banco Central Europeo (y alguna elaboración mía). Si yo fuera un pelín monetarista, aunque sólo fuera un pelín, pensaría que esta contracción monetaria se une a la consolidación fiscal a la hora de agudizar la recesión que tenemos encima. El problema es que en el gobierno no parece haber quien tenga la menor idea de qué es una contracción monetaria y cuáles son sus efectos.

Vamos a la reacción de la banca ante la pérdida de depósitos. Los bancos de la eurozona están obligados a mantener el 2% de sus depósitos en forma líquida, esto es, en forma de dinero emitido, de una forma u otra, por el Banco Central Europeo. Cada vez que un depositante retira 1 euro, el banco tira bien de su exceso de reservas (si está por encima del 2%), bien de sus reservas obligatorias, lo que significa que tiene que reponerlas de inmediato. La forma de reponer reservas líquidas es vender otros activos, menos líquidos que el dinero. Los bancos españoles no pueden obtener liquidez de los préstamos hipotecarios y otras inversiones, que son invendibles y cuya realización es muy lenta. La vía rápida es vender deuda pública, para la que hay un mercado muy líquido. Parece que la banca española, ante la retirada de depósitos, y una vez agotado su exceso de reservas, ha tenido que reponer reservas obligatorias vendiendo deuda soberana de España.

Es difícil exagerar el contratiempo que este cambio de orientación supone para la situación financiera del gobierno. Desde noviembre de 2011, no hay inversores extranjeros que pujen en las subastas de deuda española. Sólo la banca española lo hace, dados los condicionantes políticos y el pacto de Estado que existe entre el gobierno y la banca; de ahí el especial interés del gobierno en apoyarla, caiga quien caiga. Pues bien, entre diciembre de 2011 y abril de 2012, la banca española ha adquirido 87.000 millones de deuda soberana de España; en buena medida, gracias a las grandes subastas de dinero llamadas «3-yr LTRO», en la jerga del BCE. Pero, tras dos de esas subastas, el BCE no ha vuelto a anunciar ni siquiera planes de una tercera. Para reponer reservas líquidas, por tanto, la banca española no ha tenido más remedio que vender deuda soberana de España, por primera vez en nuestra historia reciente. Unos 17.000 millones desde mayo, y 9.300 millones sólo en julio, siempre según datos del BCE. O sea, que el proceso, tanto en pérdida de depósitos como en venta de deuda, se acelera.

Así se explica, con datos estrictamente financieros, el «pico» en la prima de riesgo de España, al superar los 500 puntos básicos y en algunos momentos los 600; zona de peligro de la que no hemos salido todavía ni, previsiblemente, vamos a salir. Lo que ha ocurrido es que, hasta abril, la banca española compraba deuda en el mercado secundario, lo que mantenía la prima en niveles altos pero aún no alarmantes. Ahora la banca española vende en vez de comprar. ¿Y quiénes compran ahora la deuda? Especuladores. Son especuladores los que compran, con una prima muy alta, esperando que la situación mejore: compran deuda barata para venderla cara. Son quienes especulan, digamos, a favor de España. ¿Les daremos las gracias, después de habernos metido con ellos cuando ocurría al revés? Claro que no. Lo hacen para ganar dinero, como antes. Sólo que unas veces nos perjudica y otras nos favorece, como ahora.

El verdadero problema, en este momento, no está en los que compran, sino en los que venden, los bancos españoles. Y no lo hacen para ganar dinero, sino porque están con el agua al cuello. De hecho, podrían estar registrando importantes pérdidas, si compraron la deuda a un precio y la tienen que vender ahora a otro que les perjudica. Pero no tienen más remedio porque se trata de cumplir con una regulación europea. Los obliga a ello la retirada de depósitos. Y lo que es peor, el reloj avanza. Y lo hace para todos. El gobierno puede esperar una subida considerable de los intereses en la subasta prevista para el próximo jueves. Puede que hasta se invierta la relación subastas/mercado secundario. Hasta ahora las subastas eran más favorables que el mercado secundario. Ahora puede ocurrir lo contrario. De otra forma, los bancos españoles podrían entrar en pérdidas milmillonarias, y lo que se los recapitalice con el gran rescate bancario de 100.000 millones, se acabará yendo por el desagüe con la pérdida de depósitos vía reventa con pérdidas de deuda pública. Precisamente para evitar que el rescate bancario sea una filfa, puede llegar a ser inevitable el rescate «integral».

¿Y qué hace mientras tanto Rajoy, aparte de jurar y perjurar que lo que ha hecho lo hizo porque era necesario? Nada, sencillamente, esperar. Espera que los socialistas franceses le saquen las castañas del fuego. Que el BCE nos rescate sin necesidad de pedírselo. Que nos haga un bail-in, como siempre, por nuestra bella cara. Porque hay que premiar al que hace los deberes. Porque España es muy importante para Europa. Porque si caemos nosotros, caerá el euro. Y todas esas zarandajas propias de políticos que no están a la altura de la emergencia que atravesamos.