miércoles, 11 de octubre de 2017

155

La política es el arte de hacer fetiches y aproprselos. Un fetiche en política es un símbolo que para unos es bueno y para otros, malo. Gana el pulso quien se lleva de calle a la opinión. Nosotros hemos conocido varios fetiches: la Transición, elevada a modelo mundial por la vieja política y degradada a gestora del ‘régimen del 78’ por la nueva; el déficit público, bálsamo de fierabrás para los keynesianos y bestia negra de los liberales; el derecho de autodeterminación, sacrosanto privilegio de las naciones para unos, trasunto de anarquía cantonalista para otros. La lista sería interminable.

El artículo 155 de la Constitución Española de 1978 es un fetiche. Hemos visto su rostro demonizado: flagrante negación de los derechos territoriales y arma infalible del centralismo. Pronto veremos su faz positiva: una vez iniciado el proceso, el Gobierno debe explicar sus motivos al Senado, y Puigdemont tendrá ocasión de defender la posición del Govern en la Cámara Alta ante los medios de comunicación del mundo entero, quienes no dejarán de cubrir la información con el interés que cubrieron la confusa declaración de independencia. ¿Qué s puede pedir quien pretende representar a una sociedad que está dando al mundo una lección de democracia y civismo?

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