sábado, 7 de octubre de 2017

Réquiem por Cataluña

El wishful thinking, que aquí algunos traducen por «buenismo» (traducción particularmente estúpida, porque la voz tampoco está en el Diccionario) y que prefiero españolizar como «deseos piadosos», está profundamente arraigado en el alma de nuestras sociedades. Un ejemplo de la universal prevalencia de los deseos piadosos es la idea de que, en una crisis como la catalana, nadie quiere que haya un muerto. Espero mostrar que, a estas alturas de la crisis, no uno de los bandos sino los dos empiezan, si no a querer que haya muertos en las calles, al menos a considerar que a lo peor es inevitable.

Empezaré por el Gobierno. Hasta él sabe que la Justicia y las finanzas no son lo bastante rápidas para resolver la crisis. Dominadas por sus propios tempos, ambas esferas sólo pueden arrojar más leña al fuego. La gente salió el 1-O por centenares de miles a votar en un referéndum ilegal (no lo era en sí, pero sí celebrarlo en esa fecha) y no se va a dejar intimidar ahora por el procesamiento de sus líderes o la fuga de un puñado de empresas. La gente está galvanizada. Han visto sangre, y aunque en buena parte no sea de verdad sino kétchup, lo que cuenta es el horror de la prensa internacional. La sangre excita la imaginación, y ésta lleva a suponer que lo visto sólo es el principio. Se empieza a pensar que puede haber muertos y cada cual se mentaliza para ello. Claro que no es lo mismo decir moros vienen que verlos venir, y eso pesa en el cálculo del Gobierno. Es de esperar que la gente vuelva a enfrentarse. Para hacerla regresar a sus casas puede no bastar un apaleamiento general, incluso más brutal (brutal de verdad) que el del 1-O. Algún muerto la mandaría a casa ipso facto, porque no es la perspectiva del sacrificio lo que impulsa a la rendición sino la percepción de la inutilidad del mismo: la desigualdad de fuerzas es manifiesta.

También los líderes del independentismo habrán empezado a hacer sus cábalas. El procès está agotado. No contaban con un escenario en que las grandes empresas abandonaran Cataluña; lo que siempre vendieron es lo opuesto. Hace siete u ocho años Barcelona se contaba entre las tres ciudades del mundo (con Dublín y Shanghai) preferidas por los ejecutivos de grandes empresas norteamericanas. Ahora llegan aún coletazos de esa moda, pero no puede durar. La CUP ha dicho que la marcha del gran capital será de ayuda para construir la economía colaborativa con la que sueñan. Pero el PDdeCat y ERC saben lo que significa: hay que pasar página cuanto antes. No pueden, sin embargo, ponerse delante de la multitud para decir que de DUI nada. Algún muerto sería funcional. El árbol de la libertad se riega con sangre de los mártires.

Y luego está la comunidad internacional. Una comunidad que apoya sin fisuras al Gobierno, condena la independencia unilateral y pronostica males globales sin cuento en caso de que triunfe la secesión. Pero que se desayunó espantada con las imágenes del 1-O y que insta al Gobierno a negociar, a sabiendas de que no lo hará. Las predicciones más pesimistas, por ahí fuera, hablan de una nueva Yugoeslavia, de guerra civil y de no-sé-cuántas-cosas-más. Un número limitado de víctimas mortales, que mande a la gente a sus casas por unos cuantos lustros, o mejor décadas, podría incluso parecerles aceptable «para evitar males mayores».

La perspectiva siembra el pánico entre los líderes independentistas, porque el final de la crisis supondría su procesamiento por sedición; un delito tanto más condenable si hay muertos de por medio. Eso los paraliza. Es por lo que sospecho que la iniciativa recae ahora en el Gobierno.

Puede haber muertos y, con arreglo a la ley de Murphy, si la situación llega a pudrirse terminará por haberlos.

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